La Opera de París brillaba en una de sus noches en que "tout le monde" se daba cita para escuchar y ver a sus favoritos. Fue a principios de siglo, precisamente en los años locos, aquellos en que había que olvidarse de
la Primera Guerra Mundial, mientras en los sótanos se preparaba la siguiente; en aquella penumbra se larvaba el nazismo.
La Ciudad Luz daba motivos para que cada fiesta fuese propicia al lucimiento, para que cada vanidad tuviese allí su retroalimentación. Quien no tenía ni genio, ni belleza, ni dones que exhibir, mostraba arrogante su insolente riqueza, el infaltable pavoneo de la frivolidad bien vestida, bien comida y alhajada.
Las marquesinas lanzaban el destello de la oferta: la mejor música del mundo en el arco del violín de Louis Harrington, un irlandés que hacía suspirar a las bellas, motivar a los magnates y deleitar a los entendidos, en medio, una multitud empecinada en subir la escalinata social, la política y la económica. Aquellos privilegiados pagaban ingentes sumas por estar en la vidriera de las exquisiteces. La música de Harrington era también una excusa para actuar en los salones donde se esponjaba la soberbia al más alto nivel, el mundo semejaba una vaporosa burbuja de champagne, un delicioso vaho de carísimos perfumes, un colorido bouquet, el destello de millares de diamantes obtenidos en guerras amorosas, tan violentas como las libradas en las cancillerías, por motivos menos románticos pero premiadas con medallas y
cruces. Nadie quería recordar los campos de batalla, ni las huellas de sangre, ni las hambres pasadas ni los mutilados por las
minas.
En el camarín, mientras el garçón le cepillaba las solapas del frac, Harringhton porfiaba en poner en orden su rebelde cabellera, ya lo estaba embargando, como hacía tiempo, una aguda necesidad de escapar de esa atmósfera que lo asfixiaba. Consultó su reloj de bolsillo y se prometió: -Esto y muy poco más.
La rumorosa muchedumbre se fue callando gradualmente, al primer parpadeo de la araña central, se arrellanaron en sus butacas los asistentes, un silencio de terciopelo se extendió por palcos y graderías y comenzó el concierto. No sólo fue un paseo por lo más genuino del arte clásico, también, al final, incluyó aires de su tierra, esa isla de verdes colinas, de castillos abandonados, donde anidaban hadas y duendes, con gente de particularísima alegría pese a seculares infortunios, de misterioso origen.
El genio celta había llegado a París y París quedó maravillado. Louis vio, entre los cortinados y las bambalinas el resultado de su mensaje. Unos celebraron su virtuosismo, otros se entusiasmaron con aquel pintoresco y apasionado ejecutante, muchos hicieron acto de presencia
"pour la galeríe", -Esto y ya no más,- se prometió.
Al final de la gira de conciertos contó los francos y las
esterlinas, juntó sus pertenencias de bohemio y quiso volver a su tierra. Irlanda estaba muy lejos de ser el dulce descanso del aventurero y la inspiración del artista. Años duros y desesperados habían transformado a la isla, en los cafés y pubs se hablaba de América como la única esperanza, nada le costó conseguir pasajes y lanzarse a la aventura, le dejó al garçón del vestuario su pechera almidonada, su frac y su chistera, trocó su sofisticada indumentaria por un saco de lana y una gorra a cuadros, muy poco equipaje, pero eso sí, el violín.
Buenos Aires lo recibió como a centenares de miles de extranjeros. En las barracas atestadas del hotel de inmigrantes tocó para aquella sufrida gente, viéndolos secar sus lágrimas, pero cada quien buscaba su destino y era apremiante la necesidad de encontrar la tierra prometida por la que habían venido, aquellas multitudes no tenían tiempo para goces estéticos. El hambre y el desarraigo necesitaban calmarse.
Harringhton tuvo suerte surtida, a veces, los nuevos ricos
del país ubérrimo lo invitaron a ejecutar en sus reuniones, pagando con gesto displicente el arte del otrora favorito de París, otras, la aventura lo llevó en oscuros trenes a diversos destinos, viajó por las pampas dirigiéndose hacia el norte cambiando siempre de paisajes.
La gente venida de Europa pobló la Argentina trazando rutas, construyendo puertos, desbastando montes, sembrando y cosechando. La música del irlandés era escuchada como quien oye llover, parecía más seductor el tintineo del dinero en los negocios, en los casinos, en las ferias y por supuesto en los teatros que querían imitar a la famosa Opera de aquel París de los años de locura.
Buenos Aires quería ser aquí la reproducción de la Ville Lumiere olvidando su pasado indígena y colonial,
Un buen día el músico apareció en La Quiaca, sus finanzas de bohemio estaban tocando fondo.
Como desayunaba en el mercado indio, sacó su violín del
estuche y comenzó a tocar, las cholas dejaron sus ponchos, sus aguayos, su maíz, sus papas y sus tamales, con los guaguas a la espalda lo siguieron al gringo del violín, los hombres descargaron sus hombros de los bultos inmensos, se detuvieron las llamas transportando productos y por fin, se detuvo por completo el mercado, hasta sus ocupantes se olvidaron de mascar el acuyico.
La música del violín los había hechizado, como el flautista a los niños de Hamelín.
Se dijo, años después, que un irlandés loco andaba por el norte tocando el violín y encantando a la gente con una música dulce que los hacía soñar con verdes colinas, viejos que cantaban historias junto al hogar y reyes antiguos que hacían pactos con hadas y duendes.
Dicen que las llamas, las alpacas y las vicuñas detenían sus tímidos pasos para escucharlo, embelesadas, y el músico de roja cabellera ejecutaba deleitado para las montañas, los cardones gigantes y los ríos correntosos. La gente de la Puna lo seguía acompañándolo con quenas, cajas y charangos.
Ahora sigue viviendo, pero en estado de leyenda.
|