Un tipo de recursos
Susana Dillon

Las noches desapacibles[1] eran propicias para los cuentos de la tía Maggie. No bien los chicos de la casa ayudaban a levantar la mea de la cena, comenzaban a buscarse un lugar como para pasar la velada. El perro pastor, Chep, que también era nuestro regalón, buscaba su lugar bajo la cocina a leña y paraba la oreja. Todos decíamos que Chep seguía el relato como uno de nosotros. Salvo que, si la acción no era muy movida se quedaba entredormido o bostezaba ruidosamente, señal esperada por la tía para mandar a todo el mundo a dormir.

 

Si el relato tenía gran suspenso, nuestra tía desovillaba de su gran memoria escenas que nos sacudían y electrizaban. Chep entonces refunfuñaba o ladraba, según las emociones que le despertaban las peripecias de los protagonistas. De algo estábamos completamente seguros: el perro entendía todo.

 

Un rudo campesino se fue al mercado a vender la única vaca que le quedaba pues no le andaban nada bien los asuntos de su pequeña empresa rural. Una vez hecho  el negocio, pasó por una taberna a beberse unas pintas de cerveza, aunque fuera para remojar las penas y en lugar de regresar a su casa, se decidió pasar la noche en un granero donde había paja amontonada. Como estaba algo mareado, ahí nomás se tiró pensando dormir a pata suelta.

 

Pero una cosa es proponérselo y otra poderlo hacer. Pasada la medianoche entraron al granero unos hombres con aspecto estrafalario que hablaban cuchicheándose, pretendiendo esconder entre la paja unas bolsas que tintineaban al moverlas. Sin duda eran objetos de plata que recién habían robado en alguna casa del pueblo y que luego vendrían a buscar, pasado el primer alboroto. En tanto se durmieron luego de dar varios besos a las botellas de whisky, arrebujándose entre las mullidas pajas. Nuestro campesino, al llegar la madrugada, a los trancos largos volvió al pueblo. La gente no hacía otra cosa que hablar del robo en la casa de una gente muy rica y comentaba alzando los puños al cielo pidiendo justicia.

 

El campesino se dio a conocer, diciéndoles:

 

—Vayan al granero que está al pie de la colina y allí encontrarán tres bolsas con lo robado y también a los ladrones, pero apresúrense.

 

Así lo hicieron los hombres de la ley, pero nuestro hombre nada les dijo de cómo lo había sabido. Ni tampoco que había estado en el granero. La gente comenzó a hacer lenguas del buen hombre, lo que le trajo gran prestigio. Tanto, que el dueño de la tierra que trabajaba lo mandó a llamar para decirle:

 

—Hace ya tiempo que he perdido un anillo de diamantes de gran valor. Dime quién me lo robó.

 

—No puedo decirlo -respondió el campesino.

 

—Bueno, tú eliges. Te encerraré tres días en Un calabozo y si luego no me dices quién es el ladrón, te daré muerte -sentenció el terrateniente.

 

Así que lo metieron en un oscuro calabozo a los empujones sus tres empleados.

 

A la hora de cena, uno de ellos le alcanzó un plato con algo de comida y un jarro de agua.

 

—Ahí va uno -dijo el cautivo, como triste comentario de que ya se le había pasado un día.

 

El criado, al sentir aquello, quedó espantado y rodó por las escaleras. Como él era uno de los ladrones del anillo, llegó a la cocina con los pelos de punta.

 

—Yo ni loco vuelvo al calabozo. Ese tipo sabe que fui yo. Me dijo; "Ahí va uno".

 

Cuando a la segunda noche la cocinera le fue a llevar la cena, al entrar en el calabozo con los cacharros, el campesino tristísimo comentó:

 

—Ahí van dos -queriendo decir que ya habían pasado dos días. La cocinera se sintió aludida porque había sido cómplice del criado.

 

—Ni muerta bajo otra vez -se dijo espantada.

 

A la tercera noche la cena fue llevada por la doncella del patrón.

 

Cuando se la entregó para salir corriendo sintió la voz quejumbrosa del infeliz que, viendo su muerte cercana dijo:

 

— Y ya van tres.

 

La muchacha se sintió justamente acusada. Se reunió con los otros dos sinvergüenzas y acordaron darle al campesino el anillo para que los sacara del entuerto.

 

— Bueno, a ver si me hacen caso. Si no, estamos todos muertos. En el patio oigo pavos. Busquen el más grande, le abren el pico y le meten el anillo en el buche.

 

Así se hizo. Vino el terrateniente a la madrugada a cumplir la sentencia, pero primero le preguntó si estaba dispuesto a entregarle al ladrón.

 

El campesino, muy asustado pero con gran presencia de ánimo, respondió:

 

— Mate usted al pavo más grande que tenga en el patio y vea qué puede encontrarle en el buche.

 

Así se hizo. Mataron al pavo y al abrirlo encontraron el anillo. El terrible señor se aplacó, dejó salir al cautivo y le otorgó una recompensa. Los tres criados que de ese modo zafaron de las iras de su patrón, se encargaron de agrandar la fama del campesino.

 

En aquella región existía un castillo, y en el castillo, un caballero de ilustre prosapia. No teniendo cómo distraer su aburrimiento, le propuso al fiero terrateniente:

 

— Te apuesto mis espuelas de oro a que tu campesino adivine qué le pongo en un plato tapado si lo invito a cenar esta noche.

 

El terrateniente, que tampoco tenía mucho que hacer, aceptó el reto y volvió a mandar a buscar al descubridor de su anillo.

 

De ese modo llevaron a nuestro hombre al castillo del gran señor de la comarca entre una comitiva que le hacía grandes aspavientos y cruzaba apuestas a diestra y siniestra.

 

Todos querían ganar a costas de los malos ratos que pasaba nuestro personaje, que se había metido sin arte ni parte en terribles apuros.

 

Cuando, por fin, lo introdujeron al gran salón de los banquetes, a la luz de mil velas, vio una mesa puesta como para príncipes con platos cubiertos con tapaderas de plata.

 

— ¿Qué hay de comer en el plato que te ha tocado en suerte? -preguntó el caballero con sorna-. A ver si respondes, porque te juegas otra vez la vida.

 

Sudando a mares y viendo a su alrededor sólo rostros ávidos y malévolos, musitó:

 

—Finalmente atraparon al zorro.

 

¿Y qué había debajo de la tapadera de su plato sino estofado de zorro? Asi que una vez comprobado aquello fue el delirio, acrecentándosele tanto la fama que cundió por el sur de Irlanda. Se pagaron las apuestas y volvieron a llevarlo a su casa en andas.

 

Con lo ganado por la diversión de los dos ricachones se pudo comprar casa, vacas, ovejas y algún caballo. Vivió tranquilo y feliz con su familia que siempre lo vigiló de no meterse en más líos.

 

Cuenta la gente de la comarca que se lo solía ver apacentando sus ovejas y fumando su pipa por las verdes colinas de su campo. Cuando alguien le proponía algún acertijo, le daba una chupada a la pipa arrojando el humo al aire y decía:

 

—Hoy no está el viento propicio para acertijos -y muy sonriente seguía cuidando su majada, a la vez que charlaba con su perro pastor.

 

—Como éste que tengo aquí, debajo de la mesa -decía la tía Maggie- ¡Fuera de aquí, Chep, bolsa de pulgas!

 

De esa manera daba fin a la narración. El Chep buscaba mansamente la puerta y los chicos las almohadas para dárnoslas por la cabeza un buen rato antes de dormir.

 

Los sueños entonces, estaban teñidos con los aconte­cimientos del relato.

 

Así, entraban y salían de nuestra in­consciencia fieros se­ñores, lóbregos castillos y gente que vivía en perpetuas peripecias.

 

[1] Cuando, por el tiempo lluvioso, no se hacia la sobremesa a cielo abierto.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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