Un
tipo de recursos |
Las
noches desapacibles[1]
eran propicias para los cuentos de la tía Maggie. No bien los chicos de
la casa ayudaban a levantar la mea de la cena, comenzaban a buscarse un
lugar como para pasar la velada. El perro pastor, Chep, que también era
nuestro regalón, buscaba su lugar bajo la cocina a leña y paraba la
oreja. Todos decíamos que Chep seguía el relato como uno de nosotros.
Salvo que, si la acción no era muy movida se quedaba entredormido o
bostezaba ruidosamente, señal esperada por la tía para mandar a todo el
mundo a dormir. Si
el relato tenía gran suspenso, nuestra tía desovillaba de su gran
memoria escenas que nos sacudían y electrizaban. Chep entonces refunfuñaba
o ladraba, según las emociones que le despertaban las peripecias de los
protagonistas. De algo estábamos completamente seguros: el perro entendía
todo. Un rudo campesino se fue al mercado a vender la única vaca que le quedaba pues no le andaban nada bien los asuntos de su pequeña empresa rural. Una vez hecho el negocio, pasó por una taberna a beberse unas pintas de cerveza, aunque fuera para remojar las penas y en lugar de regresar a su casa, se decidió pasar la noche en un granero donde había paja amontonada. Como estaba algo mareado, ahí nomás se tiró pensando dormir a pata suelta. |
Pero
una cosa es proponérselo y otra poderlo hacer. Pasada la medianoche
entraron al granero unos hombres con aspecto estrafalario que hablaban
cuchicheándose, pretendiendo esconder entre la paja unas bolsas que
tintineaban al moverlas. Sin duda eran objetos de plata que recién
habían robado en alguna casa del pueblo y que luego vendrían a
buscar, pasado el primer alboroto. En tanto se durmieron luego de dar
varios besos a las botellas de whisky, arrebujándose entre las mullidas
pajas. Nuestro campesino, al llegar la madrugada, a los trancos largos
volvió al pueblo. La gente no hacía otra cosa que hablar del robo en la
casa de una gente muy rica y comentaba alzando los puños al cielo
pidiendo justicia. El
campesino se dio a conocer, diciéndoles: —Vayan
al granero que está al pie de la colina y allí encontrarán tres bolsas
con lo robado y también a los ladrones, pero apresúrense. Así
lo hicieron los hombres de la ley, pero nuestro hombre nada les dijo de cómo
lo había sabido. Ni tampoco que había estado en el granero. La gente
comenzó a hacer lenguas del buen hombre, lo que le trajo gran prestigio.
Tanto, que el dueño de la tierra que trabajaba lo mandó a llamar para
decirle: —Hace
ya tiempo que he perdido un anillo de diamantes de gran valor. Dime quién
me lo robó. —No
puedo decirlo -respondió el campesino. —Bueno,
tú eliges. Te encerraré tres días
en Un calabozo y si luego no me dices quién es el ladrón, te daré
muerte -sentenció el terrateniente. Así
que lo metieron en un oscuro calabozo a los empujones sus tres empleados. A
la hora de cena, uno de ellos le alcanzó un plato con algo de comida y un
jarro de agua. —Ahí
va uno -dijo el cautivo, como triste comentario de que ya se le había
pasado un día. El
criado, al sentir aquello, quedó espantado y rodó por las escaleras.
Como él era uno de los ladrones del anillo, llegó a la cocina con los
pelos de punta. —Yo
ni loco vuelvo al calabozo. Ese tipo sabe que fui yo. Me dijo; "Ahí
va uno". Cuando
a la segunda noche la cocinera le fue a llevar la cena, al entrar en el
calabozo con los cacharros, el campesino tristísimo comentó: —Ahí
van dos -queriendo decir que ya habían pasado dos días. La cocinera se
sintió aludida porque había sido cómplice del criado. —Ni
muerta bajo otra vez -se dijo espantada. A
la tercera noche la cena fue
llevada por la doncella del patrón. Cuando
se la entregó para salir corriendo sintió la voz quejumbrosa del infeliz
que, viendo su muerte cercana dijo: —
Y ya van tres. La
muchacha se sintió justamente acusada. Se reunió con los otros dos
sinvergüenzas y acordaron darle al campesino el anillo para que los
sacara del entuerto. —
Bueno, a ver si me hacen caso. Si no, estamos todos muertos. En el patio
oigo pavos. Busquen el más grande, le abren el pico y le meten el anillo
en el buche. Así
se hizo. Vino el terrateniente a la madrugada a cumplir la sentencia, pero
primero le preguntó si estaba dispuesto a entregarle al ladrón. El
campesino, muy asustado pero con gran presencia de ánimo, respondió: —
Mate usted al pavo más grande que tenga en el patio y vea qué puede
encontrarle en el buche. Así
se hizo. Mataron al pavo y al abrirlo encontraron el anillo. El terrible
señor se aplacó, dejó salir al cautivo y le otorgó una recompensa. Los
tres criados que de ese modo zafaron de las iras de su patrón, se
encargaron de agrandar la fama del campesino. En
aquella región existía un castillo, y en el castillo, un caballero de
ilustre prosapia. No teniendo cómo distraer su aburrimiento, le propuso
al fiero terrateniente: —
Te apuesto mis espuelas de oro a que tu campesino adivine qué le pongo en
un plato tapado si lo invito a cenar esta noche. El
terrateniente, que tampoco tenía mucho que hacer, aceptó el reto y volvió
a mandar a buscar al descubridor de su anillo. De
ese modo llevaron a nuestro hombre al castillo del gran señor de la
comarca entre una comitiva que le hacía grandes aspavientos y cruzaba
apuestas a diestra y siniestra. Todos
querían ganar a costas de los malos ratos que pasaba nuestro personaje,
que se había metido sin arte ni parte en terribles apuros. Cuando,
por fin, lo introdujeron al gran salón de los banquetes, a la luz de mil
velas, vio una mesa puesta como para príncipes con platos cubiertos con
tapaderas de plata. —
¿Qué hay de comer en el plato que te ha tocado en suerte? -preguntó el
caballero con sorna-. A ver si respondes, porque te juegas otra vez la
vida. Sudando
a mares y viendo a su alrededor sólo rostros ávidos y malévolos, musitó: —Finalmente
atraparon al zorro. ¿Y
qué había debajo de la tapadera de su plato sino estofado de zorro? Asi
que una vez comprobado aquello fue el delirio, acrecentándosele tanto la
fama que cundió por el sur de Irlanda. Se pagaron las apuestas y
volvieron a llevarlo a su casa en andas. Con
lo ganado por la diversión de los dos ricachones se pudo comprar casa,
vacas, ovejas y algún caballo. Vivió tranquilo y feliz con su familia
que siempre lo vigiló de no meterse en más líos. Cuenta
la gente de la comarca que se lo solía ver apacentando sus ovejas y
fumando su pipa por las verdes colinas de su campo. Cuando alguien le
proponía algún acertijo, le daba una chupada a la pipa arrojando el humo
al aire y decía: —Hoy
no está el viento propicio para acertijos -y muy sonriente seguía
cuidando su majada, a la vez que charlaba con su perro pastor. —Como
éste que tengo aquí, debajo de la mesa -decía la tía Maggie- ¡Fuera
de aquí, Chep, bolsa de pulgas! De
esa manera daba fin a la narración. El Chep buscaba mansamente la puerta
y los chicos las almohadas para dárnoslas por la cabeza un buen rato antes de dormir. Los
sueños entonces, estaban teñidos con los acontecimientos del relato. Así, entraban y salían de nuestra inconsciencia fieros señores, lóbregos castillos y gente que vivía en perpetuas peripecias.
[1] Cuando, por el tiempo lluvioso, no se hacia la sobremesa a cielo abierto. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad
Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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