Un Boulevard como en París

"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

A comienzos del 1900 las clases privilegiadas suspiraban por París. Modas, casas y diversiones se debían buscar en la dulce Francia. De otro modo no se estaba a tono, no se era chic. Los ricos estancieros ya se sintieron "los condes pampas", una manera de sobresalir en una burguesía que se pretendía aristocracia.

Buenos Aires copió la arquitectura, las bellas artes, la vida nocturna, las aventuras galantes, la gastronomía... hasta hacer el amor, debía ser "a la parisién".- ¿Y por qué acá no?-

La ciudad en damero, las calles angostas como la trazaron al fundarla quedaba demodé, vale decir fuera de época. Entonces, rabiosamente, se tiraron al suelo casas y se trazó un boulevard como imponía la moda.

Doña Adelia María Harilaos de Olmos, asidua viajera para estos lados cuando visitaba "El Durazno" su estancia preferida, quiso que el nuevo trazado se extendiera hasta la plaza central así tuviera que echar abajo el centro de la ciudad para instalarlo definitivamente.

Pero ponía una condición: ella pagaría las indemnizaciones correspondientes a los futuros damnificados si en lugar del nombre del Gral. Roca fuese cambiado por el de su esposo, don Ambrosio Olmos, ya fallecido.

Como no se llegó a feliz término con la señora millonaria, el tema se dejó de lado. Adelia María no sólo odiaba al ex-presidente, odiaba a toda la familia de la que hacía a menudo un pormenorizado recuerdo de las taras de hermanos y descendientes. Los Roca habían traicionado a su marido en épocas en que fue gobernador de Córdoba, vilmente tratado por los Juárez Celman cuando lo destituyeron de su cargo en forma ignominiosa. Roca que lo había designado gobernador aún sin el gusto de don Ambrosio, sin embargo, no defendió a su amigo en esos momentos. Prefirió irse de viaje a Europa, dejándolo abandonado a su suerte.

Esa es la historia del porqué se interrumpió el trazado del boulevard hasta la plaza central que también se le dejó el nombre del que le dio a nuestros aborígenes "la solución final": su aniquilamiento.

Muchos de nuestros conciudadanos aún recuerdan la maravillosa plantación de palmeras imperiales que lucía hasta hace unos años ese paseo. Lugar de corsos carnavalescos, de paseos en Mateos o Fiacres llevando y trayendo pasajeros a los trenes en épocas de las resoplantes máquinas a vapor. De gente viajera que venía de muy lejos, de linyeras viajando sobre los vagones llevando sobre sus espaldas sus bultos y maletas, muy parecidos a los ekekos, esos duendes de la abundancia que rondaban por rieles y caminos en busca de trabajo temporario porque su sueño era no tener patrón estable, ni mas leyes que la libertad y el celibato.

Aún queda la cúpula de lo que fue el hotel Bristol, último recuerdo de un pasado que se asoma en las pocas antiguas casas de rumbo y poder, de hoteles con grandes fachadas y lucida clientela que van desapareciendo bajo la piqueta.

A la estación de las despedidas y los arribos, al desaparecer el ferrocarril la convirtieron en Museo, en oficinas públicas, en Archivo Municipal, en Centro Cultural y fue una excelente idea recuperar el edificio de la nostalgia para darle lugar a la memoria, al recuerdo respetuoso. Los viejos y abandonados jardines dieron paso a una arquitectura que mejoró lugares para hacerlos más seguros y limpios siendo reducto de los niños. Pero tenemos añoranzas de los coches tirados por matungos con estrellitas en las patas durante las noches de verano en que nuestras abuelas nos sacaban a dar vueltas.

¿Quién no ha escuchado lamentos y ruidos de cadenas en el misterio nocturno del imperio?

Los fantasmas del boulevard

"...En la víspera de Todos los Santos, esa única noche del año en que los muertos pueden dejar sus tumbas y bailar sobre la colina a la luz de la luna, era la noche en que los mortales tendrían que quedarse en sus casas y no atreverse a mirarlos."

"La víspera de Todos los Santos"

Lady Jane Francis Wilde (1826-96)

El viejo boulevard, que antes fue la arteria obligada para llevarnos a tomar el tren, tiene historias picarescas y hasta algunas de terror que antaño se contaban sotto-vocce. El ferrocarril, en sus años de mayor actividad dio cabida a un sin fin de negocios que tenían mucho que ver con este medio de comunicación que también fue destruido por la última dictadura militar. El tren, un desaparecido más.

El boulevard, albergó en sus buenos tiempos, los principales hoteles, negocios, almacenes, grandes residencias, casas de lujo, dos soberbios cines, cafés, bares, y algún que otro lugar non-sancto: todo en beneficio del viajero y "del barrio de la estación", principal arteria de una Río Cuarto pujante en continuo crecimiento.

Cuando se detuvo la última máquina, se apagaron los sonidos del último silbato, quedó muda la campana, los andenes se silenciaron quedando desiertos, también desaparecieron los linyeras.

Murió aquel mundo que tenía su poesía y su rumoroso encanto, se murió una época y la famosa gesta de matarnos los indios, capitaneada por Roca se quedó sin argumentos ni objetivos. La Campaña del Desierto que se perpetró para que pasara el telégrafo, el ferrocarril y el progreso a costa de la vida de los aborígenes. Y nos hemos quedado sin el ferrocarril, sin el telégrafo, y sin indios... ahora que del progreso... Ud. dirá.

Todos los habitantes del boulevard sintieron el impacto. Languidecieron los hoteles, se cerraron o cambiaron de firma los negocios. Se derrumbaron viejos edificios. Troncharon las palmeras centenarias, ésas que hacían sombra a los matungos de los coches de la plaza o los primeros taxis. Todo se aletargó y el boulevard entró en la vía muerta. Como en el cuento de la bella durmiente, se entristecieron los jardines, se fueron poniendo grises los muros, se durmió la actividad y el centro se corrió rodeando la plaza y los ban­cos.

De aquellos tiempos de bonanza se comenzaron a tejer historias y algunos lugares fueron escenarios para ser recordados en las tertulias de café, cuando los veteranos, tal vez por puro romanticismo comenzaron a desenterrar sucedidos.

Tales supercherías, fraguadas en los mentideros de los bares entre guiños y gestos picarescos, tenían la nostalgia y la magia de los recuerdos almacenados en aquellos empedernidos corazones. Sus propietarios así mataban el tiempo y todavía lo siguen asesinando.

En las cuadras vecinas al boulevard se instalaron cabarets, casas de citas y demás diversiones noctámbulas, donde ahora se yergue, por calle Las Heras, la silueta de un monoblock existía un lugar de expansión masculina, llamado sabiamente por sus asis­tentes "El Tío Carlos", porque tras tan ingenuo título se escondía un prostíbulo atendido por una madame y sus pupilas: unas descocadas franchutas y varias lánguidas polacas. Allí entre las cuerpeadas del tango, el vapor del alcohol y el olor a "Pachulí", pasaban sus noches clandestinas los galanes del imperio.

Eran tiempos en que los varones eran machos de verdad. Todavía no habían entrado a tallar en el ambiente los travestís para los menesteres del sexo a contramano.

El tal establecimiento tenía en sus veredas una especie de biombo de lona que ocultaban la presencia, de los que, sentados en sillas de hierro y bebiendo su copa, esperaban el turno para entrar a poner a prueba, con­tundentemente su virilidad.

Cuentan los memoriosos concurrentes de aquel jardín de las delicias que conocidos pro-hombres de la Villa del Marqués, frecuentaron asiduamente tales rumbos, siendo uno de los animadores más conspicuos, un señor vestido con impecable traje blanco (el Palm Beach), zapatos combinados, sombrero rancho y bastón que hacía también su amansadora tras la lona cómplice. Sacaba su libreta de notas y sobre la mesita de tapa de mármol escribía, escribía, escribía. De tanto en tanto cambiaba algún chascarrillo con el de la mesa vecina, parroquiano consecuente que también esperaba el turno para pasarlo con la percanta de sus preferencias. Llegando el momento tan deseado, se pasaba al cuarto de la naifa para dar curso a los ardores y una vez cumplido el objetivo, nuestro elegante visitante volvía a su antigua y fiel amante: la Literatura. Aquella mesita de mármol del firulo, debiera estar hoy junto a la máquina de escribir Woodstock que la SADE atesora entre sus más entrañables objetos.

El que les cuento ya no está entre nosotros, pero ha dejado creaciones que sacudieron estilos, tabúes y prejuicios. Parte de los más de cincuenta libros del literato, se escribieron en aquel antro.

Aún hay temas que no fueron escritos de aquellos tiempos en que el imperio se ufanó de serlo, del que aún quedan temas regocijantes que harían ruborizar al más atrevido de los calaveras.

De los mismos tiempos, corren relatos fantásticos de reuniones con gente muy extraña realizadas, en los altos de un hotel que ya no existe. Ahora clínica de la ciudad.

Por los años cuarenta era de rigor honrar a los muertos. Los días 1 y 2 de noviembre, feriado riguroso para que todos pudieran cumplir con sus finados, visitando el cementerio.

Venía un tren de medianoche con visitantes de lejanos lugares. Bajaban con sus bártulos, y sus canastas de comida, se apeaban en el andén y se hospedaban en aquel hotel, vestían ropa muy antigua y todo lo hacían en silencio. Pero durante la noche no dormían. Los locales que veían aquella inusitada actividad en los pisos superiores suponían fiestas, bailes y otros jolgorios. Pasada la fecha, los extraños viajeros volvían a tomar un tren antes que despuntara el alba. Aquel misterioso contingente que silenciosamente llegaba, se encerraba en el hotel, visitaba el cementerio y que sin un gesto volvía a partir, dejó la suspicacia de que si serían o no espectros del pasado.

Algún exaltado argumentó que tales espectros eran convocados por la Escuela Espiritista que siempre funcionó en un espacio triangular frente a la ahora placita de niños. En cuestión de atar cabos, el julepe cuenta con el sutil lazo del misterio que emana de ese culto.

También se dijo que los caballos de los Mateos que portaban pasajeros se espantaban de sólo verlos pasar. El tren que los llevaba jamás tocó pito, no se escuchó campana alguna anunciando partidas, sé recuerdan los memoriosos que iba y venía en vuelo en una neblina gris, ¿sería el tren fantasma?

De aquellos desolados espectros no quedan más que las sábanas que se ven en las terrazas de los edificios azotadas por los vientos de la región. Mi alocada imaginación me induce a pensar que las noches de llovizna tienen fantasmas que salen a bailar de los cines, como si lo hicieran Ginger Rogers con Fred Astaire, pero ya ni cines, ni cabarets han quedado. Busco afanosa las mesitas de pie de hierro y tapa de mármol para darle rienda suelta a la literatura... pero, ¿y a dónde fueron a parar las mesitas de las citas clandestinas?

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

26 de octubre de 2008

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