El sorgo de Alepo |
No
le cabía una mancha más a aquel saco negro que le quedaba grande; y no
se sabía cómo hacía para caminar con aquellos pantalones fantasía,
pues se pisaba las botamangas que llevaba a la rastra, salí En aquélla
vestimenta, todo armonizaba para conducir a un aspecto desastroso. El
sombrero, de un no negro arratonado, metido hasta las orejas ocultaba su
cara de hurón. Allá en el fondo, bajo las alas grasientas, unos ojos
escrutadores y brillantes, de los que se desprendía una aterciopelada
ternura, lo salvaban de la repulsa de la primera impresión. Mi padre,
alguna vez lo llamó por su nombre, que no recuerdo, pero cuando se dirigía
a él le decía. Vea, mi amigo esto. O fíjese amigo, aquello. Pero todos,
todos le llamábamos El Sorgo de Alepo, ahora, para uso íntimo y
frecuente, nada más: El Sorgo. Vivía
en una casucha que era su propia imagen, a las afueras de la población,
dedicándose al arreglo y cultivo de quintas y jardines, pero su pasión
era desmalezar: emprenderla con los yuyos como quien va a la guerra santa
y en lo posible química, nada de azadas, zapas o guadañas. El mismo
fabricaba los letales líquidos bajo un tinglado a los fondos de la casa.
Aquello era un infernal batifondo ene de botellas, damajuanas, latas,
pulverizadores y tachos. Terrible jungla donde se movía con singular
destreza El Sorgo, sin embargo, cuando andaba fuera de su mundo, es decir,
en el nuestro, el personaje parecía un topo fuera de su cueva enceguecido
por la luz del día. Su largo saco le daba un cierto parecido con los
cascarudos que él con sus líquidos aniquilaba a conciencia. Tenía para
los que dialogaban con él un tema recurrente: cómo y cuando aplicar sus
apestosos compuestos sobre los yuyos que ahogaban las plantas útiles. Era
un fanático propulsor de los herbicidas, cayendo su arsenal químico como
una maldición sobre quinoas, negrillos, gramas y gramones, pero por sobre
todo se ensañaba con el sorgo de alepo, que era algo así como su gran
reto, su acérrimo enemigo, su permanente y bien alimentada obsesión.
Toda una vida había hechos experimentos infructuosos para extinguir el
flagelo, sin obtener más que mediocres resultados. Según él afirmaba:
el sorgo se me caga de risa. Vivía
del producto de sus líquidos letales más que de su actividad de
cultivador. Tierra, agua y aire eran sometidos a su experimentación para
librarlos del azote de moscas, mosquitos, cucarachas y chinches. Sin
embargo su perro, el Fido, conservaba unas pulgas soberanas que su dueño
había salteado en su guerra de exterminio. -Y si no tiene pulgas de qué
se va a rascar. Perro que no se rasca, no se divierte-, sentenciaba. Mi
padre lo visitaba para comprarle sus afamados productos, pero creo que sólo
por excusa. Con el amigo se trenzaba en unas animadísimas conversaciones
alternando con opiniones sobre porcentaje de ésto con aquello y diluya
con agua y no con querosén, y pare la mano que eso está muy fuerte y con
esta proporción usted mata hasta su suegra, y no se amilane que ya va a
salir, y tiempo al tiempo que cuando se lo aplique ya verá que queda el
culerío. De aquel laboratorio tan sui-géneris yo venía con un
vocabulario que debía cuidar ante mi progenitora. También debía
silenciar los comentarios de los que padecían en carne propia las pestes
agrarias o sus consecuencias. Por las dudas mi madre había decretado la
veda de esa región, que sólo trasponía de la mano de mi padre, cuidando
de no enchastrarme con semejante laterío. Por otra parte mis enaguas
empuntilladas y almidonadas, mis cintas y mis odiados moños eran un
atentado en aquella jungla de tachos. El Fido, era verme y empezar a
estornudar cuando venía solícito a saludarme metiendo su nariz en mi
impecable "look años 30". Mi padre, ante la racha de resoplidos
y estornudos decía: -Le dan alergia el jabón y los almidones-señalándome
que cuando lo olía a El Sorgo su hocico era una gran sonrisa beatífica
inspirada en los fundillos de los pantalones de su amo. Eran, esos
pantalones su inagotable fuente de deleites olfatorios. Mi
madre lo detestaba y él lo sabía. No le aguantaba su aspecto ni su olor.
Era de cajón que el espejo del orden y la higiene no se avenían a sus
antípodas. -Yo
a ése lo agarraba con una manguera y jabón, amenazaba cuando lo sentía
aferrado al timbre, en busca de mi padre, siempre con la misma pregunta: -¿Estará
don Mister?- era un verdadero lío el que se le había hecho entre el
nombre y la identidad de mi progenitor a quien los vecinos llamaban mister
Frankie. Esperaba
paciente en la puerta, sombrero en mano y perro al pie y, siempre se venia
con un propuesta de aventura. Luego
de los saludos reglaméntanos -Oiga, don Mister, que le parece si vamos a
cazar alguna liebre, ya hace días que estoy a verduritas. Ahí nomás
cerquita, en los primeros lotes de alfalfa he visto saltar unas gordas y
descaradas. Entonces
yo me escurría adonde estaban guardados los morrales, la escopeta y los
cartuchos y me prendía como abrojo a los pantalones de los cazadores. El
Fido, loco de alegría también participaba de los aprontes. Mi padre se calzaba
la gorra, las botas, buscaba una carretilla, me sentaba arriba y salíamos
los cuatro para las afueras de la población. Ya se respiraba aire de
fiesta y el sabor de la excursión. En los primeros lotes nomás saltaban
las descaradas provocando las iras de Fido y la ansiedad de los cazadores.
Aquello era una kermese. Mientras los hombres daban cuenta de sus piezas,
el Fido por los alfalfares venteaba las liebres, a veces hasta había
perdices y hasta el colmo de encontrar mulitas o algún pato rezagado. Yo,
en tanto, descubría verbenas, portulacas, salvias y romeros, poleos y
yerba del pollo (que juntaba para llevar a mi madre en grandes ramos). El
Fido era el más experimentado colaborador de los cazadores. Cada pieza
cobrada era festejada por los miembros del safari, como si se tratara de
un rinoceronte y en su loca alegría por tanta alabanza, venía y me lo
comunicaba lambeteando mi cara, condecorando con sus patas embarradas mi
incólume delantal. Al regreso no debía dar razones del desquicio, pero
jamás lo acusé. Antes culpé a mi tontera el haberme puesto así en caídas
y descuidos, desatinos infantiles creíbles, castigables y sermoneables. Al
caer la tarde volvíamos comentando las alternativas de las
circunstancias, en la carretilla, empujada por El Sorgo yacían las
liebres, las aves y las mulitas, algún ramo de poleo, laurel y romero del
que asomaba la pincelada roja de las verbenas. Mi
madre recibía aquel producto de la cinegética con mal disimulada
contrariedad, pues se alteraba su inicial proyecto de apasionadas
limpiezas, trastocándolas por la preparación de aromáticos escabeches.
El Sorgo, por otra parte tenía asegurada su pitanza para él y sus dos
hijos, unos muchachitos de aspecto huronil, algo más higienizados que su
padre, que recibían la llegada de la carretilla con más alegría que yo
a papá Noel. Para
ésto, los dos cazadores ya habían redondeado tantos temas de diverso
tratamiento pero indefectiblemente caían en el tema recurrente: la fórmula
para aniquilar al yuyo maldito. Había veces, que luego de barajar nuevas
hipótesis se enfrascaban en el laboratorio de los tachos y allí quedaban
hasta altas horas mezclando líquidos de colores estridentes y olores
insoportables, peores que el nauseabundo caldo bórdeles. Al
final, mi padre, por inducción del experimentador consumado escribía las
fórmulas que le dictaba el alquimista y de allí a codificarlas en un
archivo, tan poco ortodoxo como el resto del equipo. Al
tiempo comenzó otro período de la investigación: El Sorgo buscaba a mi
padre a horas intempestivas, cuando se le ocurría de pronto la fórmula mágica.
De allí pasaban a revolver tanques y travasar, probar y salir a fumigar
con un pulverizador a mano por los yuyales más próximos a donde hubiere
especies rebeldes y si eran de sorgo, mejor. Mi madre se indignaba por
este abuso y lo que representaba en el erario familiar como horas no
trabajadas por mi padre. Sin embargo la solidaridad de don Mister no se
apagaba por los reproches de nuestra dolida reina del hogar. Por encargo
del alquimista comenzó a escribir a distintas petroquímicas y compañías
desfoliantes del país y del exterior, fueron años de cartas que iban y
venían con extraños sellos que yo juntaba con tesón. A cada carta se
venía El Sorgo en busca de la traducción y explicación. Años en que
crecí y me fui de aquella existencia de cazadora, excursionista,
herboristera y militante ecológica, para dedicarme a la teoría y
distanciarme de la práctica de vivir. Mis padres también cambiaron el
rumbo de sus vidas. El Sorgo fue sólo un recuerdo pintoresco de mi
infancia; un reservorio sin fondo de anécdotas y sucedidos. Cuando
pude ponerme un título bajo el brazo y sentirme preparada para pararme
sola, por esas sinrazones que a una la ponen nostálgica, me llegué hasta
la población que había sido campo de mis fantasías de otros días, en
que había participado de las aventuras de los dos amigos disímiles. Vagué
por las calles, ahora pavimentadas y sólo sombreadas por especies
sofisticadas. Habían
reemplazado los añosos plátanos, verdadero túnel vegetal. La casa donde
habitamos estaba tal cual, sólo que en una maraña anarquizada por la
fronda. Busqué la casa y el tinglado de El Sorgo, tal como lo recordé
siempre y cual no sería mi sorpresa cuando me topé con un monumental
edificio con torres y chimeneas de donde brotaban humos diversos en
espesor y color. A
la entrada, un gran cartel con despliegue publicitario: agroquímicos,
seguido por la impactante marca norteamericana. Pedí
explicaciones al conductor de un camión que salía cargado por el
deslumbrante portón. ¿Y la gente que antes vivía aquí? Los estoy
buscando... -¡Ah!
¿Usted dice ese viejito que inventaba fórmulas? -Sí.
¡El Sorgo de Alepo! -Bueno,
vea, un inglés loco como él, que también supo vivir por acá, le
gestionó la venta de los inventos a los gringos del norte. Yo creo que le
deben haber cambiado las fórmulas por algún rifle con mira y esos
chiches para cazar. Lo que se ve es que El Sorgo hizo alguna plata, porque
al final encontró el remedio para el yuyo y como él dice, cuando cuenta
la cosa (con el perdón, señorita) lo cagué al yuyo esta vez. -¿
Y dónde vive, en el edificio? -No, ¡qué va!, acá viven los hijos, él se fue para las afueras, se hizo otro rancho como el que tenía y siempre sale a cazar con una carretilla y un perro. Está medio ido, pero es el mismo a pesar de la fama y la plata. Ahora tiene otro tema: le falta "el amigo". |
Susana
Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993
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