El sorgo de Alepo
Susana Dillon

No le cabía una mancha más a aquel saco negro que le quedaba grande; y no se sabía cómo hacía para caminar con aquellos pantalones fantasía, pues se pisaba las botamangas que llevaba a la rastra, salí En aquélla vestimenta, todo armonizaba para conducir a un aspecto desastroso. El sombrero, de un no negro arratonado, metido hasta las orejas ocultaba su cara de hurón. Allá en el fondo, bajo las alas grasientas, unos ojos escrutadores y brillantes, de los que se desprendía una aterciopelada ternura, lo salvaban de la repulsa de la primera impresión. Mi padre, alguna vez lo llamó por su nombre, que no recuerdo, pero cuando se dirigía a él le decía. Vea, mi amigo esto. O fíjese amigo, aquello. Pero todos, todos le llamábamos El Sorgo de Alepo, ahora, para uso íntimo y frecuente, nada más: El Sorgo.

 

Vivía en una casucha que era su propia imagen, a las afueras de la población, dedicándose al arreglo y cultivo de quintas y jardines, pero su pasión era desmalezar: emprenderla con los yuyos como quien va a la guerra santa y en lo posible química, nada de azadas, zapas o guadañas. El mismo fabricaba los letales líquidos bajo un tinglado a los fondos de la casa. Aquello era un infernal batifondo ene de botellas, damajuanas, latas, pulverizadores y tachos. Terrible jungla donde se movía con singular destreza El Sorgo, sin embargo, cuando andaba fuera de su mundo, es decir, en el nuestro, el personaje parecía un topo fuera de su cueva enceguecido por la luz del día. Su largo saco le daba un cierto parecido con los cascarudos que él con sus líquidos aniquilaba a conciencia. Tenía para los que dialogaban con él un tema recurrente: cómo y cuando aplicar sus apestosos compuestos sobre los yuyos que ahogaban las plantas útiles. Era un fanático propulsor de los herbicidas, cayendo su arsenal químico como una maldición sobre quinoas, negrillos, gramas y gramones, pero por sobre todo se ensañaba con el sorgo de alepo, que era algo así como su gran reto, su acérrimo enemigo, su permanente y bien alimentada obsesión. Toda una vida había hechos experimentos infructuosos para extinguir el flagelo, sin obtener más que mediocres resultados. Según él afirmaba: el sorgo se me caga de risa.

 

Vivía del producto de sus líquidos letales más que de su actividad de cultivador. Tierra, agua y aire eran sometidos a su experimentación para librarlos del azote de moscas, mosquitos, cucarachas y chinches. Sin embargo su perro, el Fido, conservaba unas pulgas soberanas que su dueño había salteado en su guerra de exterminio. -Y si no tiene pulgas de qué se va a rascar. Perro que no se rasca, no se divierte-, sentenciaba.

 

Mi padre lo visitaba para comprarle sus afamados productos, pero creo que sólo por excusa. Con el amigo se trenzaba en unas animadísimas conversaciones alternando con opiniones sobre porcentaje de ésto con aquello y diluya con agua y no con querosén, y pare la mano que eso está muy fuerte y con esta proporción usted mata hasta su suegra, y no se amilane que ya va a salir, y tiempo al tiempo que cuando se lo aplique ya verá que queda el culerío. De aquel laboratorio tan sui-géneris yo venía con un vocabulario que debía cuidar ante mi progenitora. También debía silenciar los comentarios de los que padecían en carne propia las pestes agrarias o sus consecuencias. Por las dudas mi madre había decretado la veda de esa región, que sólo trasponía de la mano de mi padre, cuidando de no enchastrarme con semejante laterío. Por otra parte mis enaguas empuntilladas y almidonadas, mis cintas y mis odiados moños eran un atentado en aquella jungla de tachos. El Fido, era verme y empezar a estornudar cuando venía solícito a saludarme metiendo su nariz en mi impecable "look años 30". Mi padre, ante la racha de resoplidos y estornudos decía: -Le dan alergia el jabón y los almidones-señalándome que cuando lo olía a El Sorgo su hocico era una gran sonrisa beatífica inspirada en los fundillos de los pantalones de su amo. Eran, esos pantalones su inagotable fuente de deleites olfatorios.

 

Mi madre lo detestaba y él lo sabía. No le aguantaba su aspecto ni su olor. Era de cajón que el espejo del orden y la higiene no se avenían a sus antípodas.

 

-Yo a ése lo agarraba con una manguera y jabón, amenazaba cuando lo sentía aferrado al timbre, en busca de mi padre, siempre con la misma pregunta: -¿Estará don Mister?- era un verdadero lío el que se le había hecho entre el nombre y la identidad de mi progenitor a quien los vecinos llamaban mister Frankie.  

Esperaba paciente en la puerta, sombrero en mano y perro al pie y, siempre se venia con un propuesta de aventura.

 

Luego de los saludos reglaméntanos -Oiga, don Mister, que le parece si vamos a cazar alguna liebre, ya hace días que estoy a verduritas. Ahí nomás cerquita, en los primeros lotes de alfalfa he visto saltar unas gordas y descaradas.

 

Entonces yo me escurría adonde estaban guardados los morrales, la escopeta y los cartuchos y me prendía como abrojo a los pantalones de los cazadores. El Fido, loco de alegría también participaba de los aprontes. Mi padre se calzaba la gorra, las botas, buscaba una carretilla, me sentaba arriba y salíamos los cuatro para las afueras de la población. Ya se respiraba aire de fiesta y el sabor de la excursión. En los primeros lotes nomás saltaban las descaradas provocando las iras de Fido y la ansiedad de los cazadores. Aquello era una kermese. Mientras los hombres daban cuenta de sus piezas, el Fido por los alfalfares venteaba las liebres, a veces hasta había perdices y hasta el colmo de encontrar mulitas o algún pato rezagado.

 

Yo, en tanto, descubría verbenas, portulacas, salvias y romeros, poleos y yerba del pollo (que juntaba para llevar a mi madre en grandes ramos).

 

El Fido era el más experimentado colaborador de los cazadores. Cada pieza cobrada era festejada por los miembros del safari, como si se tratara de un rinoceronte y en su loca alegría por tanta alabanza, venía y me lo comunicaba lambeteando mi cara, condecorando con sus patas embarradas mi incólume delantal. Al regreso no debía dar razones del desquicio, pero jamás lo acusé. Antes culpé a mi tontera el haberme puesto así en caídas y descuidos, desatinos infantiles creíbles, castigables y sermoneables.

 

Al caer la tarde volvíamos comentando las alternativas de las circunstancias, en la carretilla, empujada por El Sorgo yacían las liebres, las aves y las mulitas, algún ramo de poleo, laurel y romero del que asomaba la pincelada roja de las verbenas.

 

Mi madre recibía aquel producto de la cinegética con mal disimulada contrariedad, pues se alteraba su inicial proyecto de apasionadas limpiezas, trastocándolas por la preparación de aromáticos escabeches. El Sorgo, por otra parte tenía asegurada su pitanza para él y sus dos hijos, unos muchachitos de aspecto huronil, algo más higienizados que su padre, que recibían la llegada de la carretilla con más alegría que yo a papá Noel.

 

Para ésto, los dos cazadores ya habían redondeado tantos temas de diverso tratamiento pero indefectiblemente caían en el tema recurrente: la fórmula para aniquilar al yuyo maldito. Había veces, que luego de barajar nuevas hipótesis se enfrascaban en el laboratorio de los tachos y allí quedaban hasta altas horas mezclando líquidos de colores estridentes y olores insoportables, peores que el nauseabundo caldo bórdeles.

 

Al final, mi padre, por inducción del experimentador consumado escribía las fórmulas que le dictaba el alquimista y de allí a codificarlas en un archivo, tan poco ortodoxo como el resto del equipo.

 

Al tiempo comenzó otro período de la investigación: El Sorgo buscaba a mi padre a horas intempestivas, cuando se le ocurría de pronto la fórmula mágica. De allí pasaban a revolver tanques y travasar, probar y salir a fumigar con un pulverizador a mano por los yuyales más próximos a donde hubiere especies rebeldes y si eran de sorgo, mejor. Mi madre se indignaba por este abuso y lo que representaba en el erario familiar como horas no trabajadas por mi padre. Sin embargo la solidaridad de don Mister no se apagaba por los reproches de nuestra dolida reina del hogar. Por encargo del alquimista comenzó a escribir a distintas petroquímicas y compañías desfoliantes del país y del exterior, fueron años de cartas que iban y venían con extraños sellos que yo juntaba con tesón. A cada carta se venía El Sorgo en busca de la traducción y explicación. Años en que crecí y me fui de aquella existencia de cazadora, excursionista, herboristera y militante ecológica, para dedicarme a la teoría y distanciarme de la práctica de vivir. Mis padres también cambiaron el rumbo de sus vidas. El Sorgo fue sólo un recuerdo pintoresco de mi infancia; un reservorio sin fondo de anécdotas y sucedidos.

 

Cuando pude ponerme un título bajo el brazo y sentirme preparada para pararme sola, por esas sinrazones que a una la ponen nostálgica, me llegué hasta la población que había sido campo de mis fantasías de otros días, en que había participado de las aventuras de los dos amigos disímiles.

 

Vagué por las calles, ahora pavimentadas y sólo sombreadas por especies sofisticadas.

 

Habían reemplazado los añosos plátanos, verdadero túnel vegetal. La casa donde habitamos esta­ba tal cual, sólo que en una maraña anarquizada por la fronda. Busqué la casa y el tinglado de El Sorgo, tal como lo recordé siempre y cual no sería mi sorpresa cuando me topé con un monumental edificio con torres y chimeneas de donde brotaban humos diversos en espesor y color.

 

A la entrada, un gran cartel con despliegue publicitario: agroquímicos, seguido por la impactante marca norteamericana.

 

Pedí explicaciones al conductor de un camión que salía cargado por el deslumbrante portón. ¿Y la gente que antes vivía aquí? Los estoy buscando...

 

-¡Ah! ¿Usted dice ese viejito que inventaba fórmulas?

 

-Sí. ¡El Sorgo de Alepo!

 

-Bueno, vea, un inglés loco como él, que también supo vivir por acá, le gestionó la venta de los inventos a los gringos del norte. Yo creo que le deben haber cambiado las fórmulas por algún rifle con mira y esos chiches para cazar. Lo que se ve es que El Sorgo hizo alguna plata, porque al final encontró el remedio para el yuyo y como él dice, cuando cuenta la cosa (con el perdón, señorita) lo cagué al yuyo esta vez.

 

-¿ Y dónde vive, en el edificio?

 

-No, ¡qué va!, acá viven los hijos, él se fue para las afueras, se hizo otro rancho como el que tenía y siempre sale a cazar con una carretilla y un perro. Está medio ido, pero es el mismo a pesar de la fama y la plata. Ahora tiene otro tema: le falta "el amigo".

Susana Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993

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