Si uno las trata bien —decía entusiasmada— pueden enseñarnos los secretos de las hierbas, ayudamos a descubrir el manantial que dé de beber al sediento, pueden transferirnos las palabras que curan y las mágicas que salvan vidas, y por sobre todo hacer que, quien mucho ama, sea también correspondido.
La buena fortuna, las rachas de suerte, son formas en que ellas se manifiestan si nosotros las tratamos con respeto, las honramos y las obsequiamos.
—¿Pero, cómo sabemos dónde están, si no podemos verlas? -le argumentamos a nuestra tía los chicos de la familia.
—¡Ah! ¡Qué chiste! Ellas vienen a la cocina cuando todos se van a dormir. Por eso yo siempre dejo sobre la mesa el pan más fresco y el vino más fino, un bocado de torta o una fruta. Son gente aristocrática de gustos delicados.
«Nunca hay que barrer las cenizas del hogar porque ellas aman acurrucarse junto al gato. En verano salen a bailar por los bosques, se bañan en los ríos y arroyos a la luz de la luna. Al amanecer desayunan con el néctar de las flores y durante el día se duermen en las grutas de cristal que están bajo la tierra. Los pájaros les cantan para que reposen deleitosamente y las flores perfuman sus sueños.
Ellas detestan la tacañería, las mezquindades y los gestos de avaricia, los que tienen esas suciedades del alma son perseguidos, ensañándose y haciéndoles ver estrellas por su conducta.
Las hadas están donde los artistas buscan inspirarse, en la mesa que escriben los poetas, en la paleta de los pintores, en los instrumentos musicales, en los pies de los bailarines, en la garganta de los cantantes, pero, por sobre todo están con las madres en el momento del parto, para bendecir a los recién nacidos.
—Pero en los cuentos se habla de hadas resentidas, como en el caso de la Bella Durmiente -me acordé.
—Sí, claro, son pocas pero bravas -afirmó la tía Maggie-. Tal el caso de la Desdicha, un hada indeseable.
Había un hombre en Galway que no podía tener más mala suerte. Hacían presa de él las enfermedades, los accidentes y los percances.
Cosa que hacía a la mañana, ya se le malograba a la tarde. Las ovejas que tenía o se le perdían, o alguien se las esquilaba, o se les plagaban de abrojos. Nunca tuvo dinero, y si algo ganaba pronto tenía que tapar los agujeros que le hacían sus desgracias.
Un día, preso de la angustia, salió por el camino con el propósito de encontrar con qué alimentar a sus siete hijos, cuando se dio cuenta de que una sombra lo seguía.
—¿Quién eres, que sigues todos los pasos que doy? -le preguntó de pronto.
—Soy la Desdicha que te acompaña desde que naciste y te seguirá hasta que te entierren -contestó la sombra con voz de mujer.
—Bueno, si ése es tu destino, yo aquí termino con el mío. Vamos al cementerio que quiero morir -afirmó resuelto el pobre infeliz.
Regresó a su casa, buscó la pala y de allí al cementerio. Se dio a la tarea de cavar su propia sepultura mientras la Desdicha no dejaba de acompañarlo, mirándolo con insistencia. Cuando hubo terminado la fosa le dice a la Desdicha:
—Acuéstate tú, para que yo vea si está bien la medida. No sea que me quede incómoda, ya que en incomodidades he vivido -la Desdicha lo consideró oportuno y sensato tendiéndose en el hueco recién cavado para que el futuro muerto estuviese en paz.
No bien el hada se quedó quieta en el pozo, el hombre le arrojó de golpe toda la tierra excavada, la cubrió y la apisonó con mucha energía. Al fin se marchó dejando a la Desdicha enterrada.
Cuando llegó a su casa se dio cuenta de que tenía una hebra de lana atada a la pala. Su esposa la comenzó a ovillar y sacó de ella tanta lana como para tejer franela para vestir a los siete hijos por varios inviernos. Era la lana que la Desdicha le había sacado a sus ovejas.
Al cabo de un tiempo, al pobre hombre le cambió la suerte, lo que hacía a la mañana, se le acrecentaba a la noche, doblándosele o triplicándosele al otro día.
Pues bien, este hombre tenía un hermano rico no muy lejos. A pesar de su vida de abundancia, nunca lo ayudó, ni siquiera pensando en sus siete sobrinos. Cuando supo que al pobre le iban bien las cosas, se indignó, sobre todo su mujer que era envidiosa. No pudo con su enfermiza curiosidad y por primera vez se fue a visitar a los otrora pobres.
Cayó en su carruaje con dulces para los niños a enterarse de la causa de la bienandanza. Ya es sabido, como aquí en Argentina se dice que "gaucho pobre no puede calzar espuelas de plata", así que se encaró con la cuñada a averiguarle todo cuanto pudiera.
La inocente mujer, ahora tan feliz, le contó cómo su marido había enterrado a la Desdicha con puntos y comas.
Ya sabedora de dónde estaba la tumba, saludó a los besos y abrazos y se fue a su casa echando tierra con el carruaje. Allí buscó tres peones con sus respectivas palas rumbeando al cementerio con toda premura.
No bien llegaron, ubicaron la tumba de la Desdicha, desenterrándola.
—Ahora vuelve a seguir como antes a mi cuñado -dijo con el gesto torcido la envidiosa.
—No lo haré -dijo la Desdicha-. Ahora te seguiré a ti. De modo que de allí en adelante no se la pudo sacar de encima, andándole todo mal, como antes a su pariente. |