Manuelita Sáenz |
Tal vez ninguna mujer bajo el cielo de América
haya sido tan sistemáticamente perseguida por la murmuración, la
maledicencia o la intriga política, y tan estimulada quizás por ella
misma, que esta inquieta quiteña que gravitó en la vida de Simón Bolívar,
no sólo en su faz amorosa sino también en la acción política. Fue la
mujer más importante de su meteórica existencia, donde menudearon las
relaciones amorosas de toda índole, si bien ambos tuvieron una adversa
predisposición a la situación estable. Manuelita Sáenz fue no sólo su
amante más duradera sino la depositaría de los secretos de estado, el
archivo y papelería de la Gran Colombia, la única persona que "podía
decirle la verdad" ya que para eso la había facultado explícitamente. Pero, por sobre todo, fue la que se jugó en los
momentos de mortal peligro defendiéndolo con las únicas armas que supo
manejar eficientemente: una indomable fiereza de gladiador y una
extraordinaria seducción femenina.
Cuando en 1822 Simón Bolívar entró en Lima
durante las luchas de emancipación americana, la ciudad lo recibió como
a un emperador romano, bajo arcos de triunfo hechos con flores, música,
bailes y desfiles. De las ventanas y los balcones, las bellas le arrojaban
pétalos al Libertador que montaba en su famoso Palomo Blanco rodeado de
los vítores de la multitud y subiendo a la tarima instalada en la Plaza
Mayor, donde restallaba el fuego revolucionario para arrebatar al gentío
con su palabra. De pronto se abre un balcón y unas manos diminutas
arrojan al héroe una corona de laurel que hace centro en la frente del
destinatario y con ese golpe comenzó otra historia paralela a la
emancipación. |
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Bolívar le pregunta a su ayudante de
campo quién es la dama. "Es Mrs. Thorne, esposa de un rico
comerciante." Esa noche, en el baile de gala, el Libertador pudo
agradecer a la autora de la corona el honor.
Bailaron desesperadamente, seduciéndose. Se
pertenecieron antes, durante y después del baile. Mrs. Thorne no era una inglesa insulsa, era
Manuelita Sáenz, una quiteña revolucionaria y apasionada, con varias
locuras amorosas en su haber, en aquélla Lima de las aventuras galantes,
de damas veladas y de lances violentos. Se había casado con un inglés
aburrido y realista que la doblaba en edad. De aquélla noche se fueron juntos, él a
perseguir la libertad de América, ella a seguir la estela de su caballero
de estatura heroica. La frívola bailarina de salón se convertía por
amor a aquel hombre en la amazona incansable de las rutas de la
independencia. Cuentan quienes la conocieron que era encantadora,
de una sugestiva belleza criolla y formas redondeadas. Fumaba largos
cigarros y jugaba a hacer anillos de humo "con las manos más bellas
del mundo", al decir de su amante.
Los soldados de la escolta y los generales del
estado mayor comenzaron a adorarla: las pequeñas manos manejaban hombres
y cabalgaduras con igual destreza. No sólo fue por aquellos tiempos la ardiente Manuelita en los comentarios de salón, sino la republicana astuta, temeraria e implacable que se vestía como un oficial en campaña y empuñaba las armas metiendo miedo al más pintado. Popular entre la soldadesca, ocurrente y desenfadada en la vida social en la que sobresalía con sus gracias. |
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Cuando San Martín llegó a Lima para cerrar de
este modo la campaña revolucionaria que había estallado de norte a sur,
encontró a los varones fríos y cautos, pero había prendido su mecha en
las mujeres. Creó entonces la Orden del Sol y premió a 112 mujeres que
se decidieron fervorosamente por la patria que nacía. Lima apreciaba los títulos nobiliarios,
allí habían anclado los nobles españoles en puestos burocráticos de la
corona. Aquello era un remedo de la corte de la metrópoli. San Martín,
en un gesto de astucia política, creó un nuevo signo de gloria para las
mujeres que querían ser protagonistas. A Manuelita le impuso la orden con
banda y medalla, y a Rosa Campusano, su amiga íntima y, según Germán
Arciniegas, "su pecadillo limeño", también. De este tiempo de
galanteos, conjuras, revoluciones y sordas luchas por el poder, son las
cartas más interesantes, que pintan la profundidad de la pasión que los
consumía y lo comprometida que
estuvo por ese entonces la suerte de la
revolución y el destino de sus hombres. De esas cartas, precisamente,
Bolívar dijo: "Que se quemen", pero para fortuna de la posteridad se han
conservado, de manera que los héroes
inmarcesibles han adquirido carnadura humana, son próximos a nosotros en
sus pasiones, en su vida íntima, en su prosaica domesticidad. Toda esa época
epiloga en las batallas de Junín y Ayacucho. Después llegará el tenaz
forcejear de los hombres por el poder, donde las revoluciones devoran a
sus propios héroes.
Desde 1822 hasta la muerte de Bolívar el
17 de diciembre de 1830, el romance sería una suerte de violentos y
fugaces encuentros con separaciones dolorosas, cabalgando sobre los lomos
de la América redimida por la libertad, cimentada en fragorosas batallas,
tensas vigilias, radiantes victorias y sombrías derrotas, traiciones,
intrigas y atentados. Toda la epopeya surge entre humos y retumbos de cañones,
subiendo las empinadas crestas de los Andes, descalabrando caballos en las
cornisas y envuelta en el vaho cálido del trópico, cruzando selvas y
vadeando ríos. Allá fue Manuela, amazona incansable tras las huellas de
su hombre, arrastrando tras de sí toda una comitiva de mulas cargadas con
los petates de la independencia, los baúles con sus galas, los cofres con
sus joyas, las dos fieles esclavas, las jaulas con un zoológico
ambulante, donde cabía un oso cachorro que dormía abrazado a la garganta
de su ama, turpiales, monos escandalosos y guacamayos tan malhablados como
la soldadesca, que repetían los incendios que Manuela y su amante les
enseñaban en los fugaces y placenteros momentos de reposo entre el vivac
y las batallas. |
El Libertador, para tenerla más cerca,
pues le resultaba utilísima, la nombró curadora de los archivos de sus
campañas. También recibía a emisarios de Inglaterra y Estados Unidos
pues, de su relación matrimonial con Thorne, había llegado a practicar
con solvencia el inglés, como se las arreglaba perfectamente con el francés
y hasta tocaba el clavicordio con el estilo de una pacata niña de
convento. Sin embargo, su letra y su ortografía eran un verdadero
desastre, pero aun con ese inconveniente se las amañó para que el hombre
más poderoso de su tiempo respondiera a sus cartas y mantuvieran así una
caldeada y reveladora correspondencia. Esta pasión duradera estaba sostenida por la
necesidad de que alguien, con la gracia que la caracterizaba, le mostrara
al Libertador la faz oculta de las intrigas políticas y los subterfugios
de los personajes que entraban en el entorno del estado mayor en la
preparación de los planes de guerra. Manuelita viajó una vez 300 leguas
a lomo de mula para pasar sólo dos noches con el general y eso porque le
hizo una escena de suicidio. Otra, encontró en la cama de su héroe un
aro de diamantes, que no era precisamente el suyo, condecorándolo con
feroces zarpazos de sus diminutas y cuidadas uñas que lo dejaron una
semana con las marcas en la cara y no pudo salir de sus habitaciones por
"una súbita gripe". Todos cuantos podían llegar hasta el
Libertador y "su amable loca" quedaban con la impresión de
haber podido compartir por un instante las delicias del poder. Tal era el
delirio que provocaba la presencia del general revolucionario para que
pudieran bailar con él las damas de Lima, allá por 1826. En las fiestas
y bailes que se celebraron al efecto, se mandó tocar decenas de veces el
mismo vals para que todas tuvieran oportunidad de haber bailado con el héroe.
En estas lides Simón Bolívar era tan incansable como en las más fieras
batallas y llegaba en el jolgorio a subirse a las mesas y seguir allí la
danza, en medio del regocijo de los asistentes. No le iba a la zaga
Manuelita bailando la "ñapanga", danza sensual y provocativa, a
la que el obispo de Quito llamara "la resurrección de la
carne". La pareja disfrutaba de los momentos de gloria, puede decirse
que los compartieron sin importarles gran cosa los comentarios que como
regueros de pólvora se corrían por la América liberada. Manuelita
cuidaba, con dedicación exclusiva, de la salud de Bolívar, que padecía
desde su juventud la tuberculosis heredada de su madre y que la vida
agitada y de constantes vicisitudes le impedía curar. Sin embargo, la
actividad que desplegaba era de verdadero torbellino alternando las campañas
militares con las intrigas de salón y los devaneos amorosos a los que fue
fiel hasta la muerte. Hombre de gran fortuna, se calcula que fue en su
tiempo la mayor de Venezuela, pero al concluir las campañas y ya
abandonando la escena política, cuando sale definitivamente, en su último
viaje para la costa colombiana, sólo lleva en su equipaje dos camisas,
unas pocas mudas interiores, sus ajetreados trajes de montar y un único
par de botas al estilo Wellington. Sin embargo comía con vajilla de oro.
Este hombre enjuto, casi una sombra, fue el amor de su vida y eso que se
le adjudicaron varios y del entorno del general, precisamente. Sus
contemporáneos lo describen con las piernas cazcorbas y el modo de andar
de los que duermen calzados y con espuelas, había hecho a lomo de caballo
180.000 leguas, tanto como dos veces la vuelta al mundo, de allí su apodo
honorífico de "culo de fierro". Manuela entonces lo vio partir
doblado por la enfermedad, viejo a los 46 años. Habían estado por última
vez en la quinta que Colombia le obsequiara como pago a sus servicios.
Recorrieron por vez postrera la gran casa y el jardín abandonado que los
vio reír felices bajo los grandes árboles cuajados de orquídeas
trepadoras. Allí hoy existe un museo que recuerda la intimidad del
Libertador, donde hay lugar para el "boudoir" de la dama de sus
pensamientos y un costurero de riquísimas maderas, trabajado en momentos
perdidos en lo que fue su "hobby": la carpintería. Pero ¿bordaría
Manuela? Con el corazón estrujado, pero siempre de él, lo despidió
montada en su alazán, a la salida de la quinta. Lo seguían sus fieles y
un centenar de escoltas. Uno y otra alzaron sus manos y se perdieron en el
polvo de la mañana fría. Ya no se verían más, pero se siguieron
escribiendo cartas donde el amor estaba intacto. Quedó tiempo para recordar, sobre todo la negra
noche de la conjura, dos años atrás, el 25 de setiembre cuando pasaban
la sobremesa de la cena en el palacio residencia del Libertador, que era
casi un cuartel. Manuela acudía a pasar ratos amables, leía las noticias
del día, volvía sobre las viejas crónicas de campañas, cartas de todo
el mundo que daban pie a largas pláticas. Esa noche los conjurados
estaban siendo denunciados por quien tenía el difícil compromiso de
"decir la verdad", quien era los ojos y los oídos de la causa
revolucionaria. A pesar de las prevenciones, Bolívar confiaba en que no
pasarían de escaramuzas. A media noche los perros guardianes atropellaron
y los centinelas dieron la voz de alto. Todo se precipitó rápidamente,
los conjurados entraron al palacio al grito de "¡Muera el
tirano!" Los fieles oficiales cayeron en un charco de sangre, bajo el
puñal de los sublevados. Gritaban los sirvientes, era el caos. Manuela despertó al Libertador que descansaba en
su lecho y ya en ropa de dormir, Bolívar alzó la espada siempre al
alcance de su mano y una pistola haciendo ademán para salir a contener el
alboroto. Pero ella lo detuvo en seco, ató las sábanas enristradas y lo
conminó a saltar por la ventana del primer piso que daba a las caballerizas,
de allí a las oscuras calles bogotanas y más allá a la libertad. Cuando
los asaltantes entraron al cuarto, la cama estaba tibia y Manuela sola.
"Buscamos a Bolívar". "No está, búsquenlo". Y salió,
apenas cubierta por un tenue camisón, llevada a empellones por los
corredores del palacio para que dijera dónde se ocultaba. Cuando al
regreso de la recorrida vieron la ventana abierta, se dieron cuenta de que
la astuta mujer los había paseado por un laberinto haciendo tiempo. En
ese momento alguien quiso matarla en la incontenida ira por ser burlados,
pero otro dijo: "No hemos venido a matar mujeres". Al
otro día, en medio del regocijo popular y en acto público, Bolívar
tiernamente la proclamó "la Libertadora del Libertador". Fue su
hora de mayor esplendor. Allí
estuvo su cenit. Bolívar
se apagaría en Santa Marta, lejos de ellas lejos de la política ya
"sin patria por quien sacrificarse", solo con unos pocos fieles
y añorando las gracias de su "amable loca". Ella volvió a
conspirar contra los que se sirvieron de la herencia revolucionaria.
Entonces fue desterrada a una costa perdida en la arena del olvido, allá
en Paita, un puerto ballenero en el Perú, lejos de la política, los
hombres que la habían amado o los que la difamaron. Vendía tabacos, velas, azúcar. Era un harapo de la gloria arrojada al exilio, lo que quedaba latiendo de la leyenda. La visitaban de tanto en tanto algún historiador como Ricardo Palma, para hilvanar Tradiciones Peruanas, o algún soldado errante como Garibaldi para refrescar en su corazón lo que valían las bravas mujeres americanas, o Simón Rodríguez, el viejo maestro de Bolívar. La vieron envejecer en el desierto y murió con sus cartas, sus medallas de pasadas glorias y los recuerdos del hombre amado. Hasta último momento y como en los viejos tiempos de campañas, se fumaba un puro, convertido en anillos, jugando con sus manos graciosas, humo ella misma, la que había sido brasa en la gran hoguera de la epopeya americana. |
Manuelita Sáenz, la Libertadora del Libertador.
Publicado el 9 may. 2014
Clase del Seminario Mujeres y Revisionismo Histórico del Instituto Nacional Manuel Dorrego, del 25 de abril de 2014. |
Especial Manuela Sáenz |
Susana
Dillon
De "Mujeres reveladas"
Javier Vergara Editor, 2007
ISBN 978-950-15-2401-7
Editado por el editor de Letras Uruguay
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