Relatos
maravillosos |
El trabajo de las minas, oro, diamantes,
piedras preciosas, alimentó las finanzas de Portugal enriqueciendo a los
dueños de las minas, a los agentes administrativos y a la corte, al mismo
tiempo que morían de desesperación y necesidades contingentes de hombres
marginados que fueron llamados en su tierra "los desclassificados do
ouro". La explotación de productos coloniales era la actividad predominante, que descuidaba los cultivos y la producción de alimentos y otros productos manufacturados que podrían haber fortalecido la economía interna, más sólo se trataba de extraer y exportar oro y piedras preciosas. El lujo superfluo y vano privaba sobre la sensatez y el desarrollo del país. Aquella intensa actividad minera que utilizó gran número de esclavos dejando sin trabajo a los hombres libres, que se fueron convirtiendo en contrabandistas y garimpeiros que extraían el oro de los ríos en forma ¡legal, eran perseguidos como forajidos y ejecutados como tales si se les llegaba a aprender. Estos marginados, sin acceso a la explotación fiscal o privada, sin poder trabajar en los cultivos, lejos de la riqueza colosal de unos pocos, oprimidos por el fisco con la ley siempre a favor de los poderosos, malvivían al salto de mata. Habitaban chozas miserables o cuevas oscuras en las montañas, perdidos en las breñas y sacándoles a los ríos en forma clandestina, las codiciadas pepitas, para venderlas a grandes distancias a compradores también al margen de la ley. Eran encontrados a menudo, en algún solitario paraje con los bolsillos llenos de oro, pero muertos de hambre o robados y dejados por muertos tras terribles cuchilladas. |
Las autoridades les llamaron vagos, y miserables. Vaticinaron lo que
después definirían abarcando ancho y al modo de los más reaccionarios
conservadores, algo que todavía se repite "O Brasil nao tem povo"
(el Brasil no tiene pueblo). Se cerraba así un círculo vicioso: la
libertad poco valía para un individuo pobre que el mundo de la producción
oprimía salvajemente: el hombre libre en una sociedad esclavista no tenía
futuro. No tenía razón de ser. No era ciudadano. El hombre libre, pobre,
permaneció olvidado a través de dos siglos. La vida rumbosa de los barones del oro,
debía transcurrir necesariamente en alhajados palacios, tomados como
modelo allá en la lejana metrópoli, pero soltando tanto oro en la
empresa que superaban en magnificencia a los de los nobles más
encumbrados, a los de los más
rancios aristócratas. Siempre con la vista puesta en los boatos
cortesanos de Francia, que lucían sus locuras en cuanto a su
arquitectura, moblaje, modas, carruajes, y sofisticada comida que allí se
inventaba para estos nuevos ricos, que posaban de exquisitos, adoptando al
pie de la letra, o superando, si se podía lo ya inventado. Importaban a
precio de oro, muebles, vajilla, bebidas, confituras, telas, joyas, que
lucían en teatros y conciertos, bailes y reuniones, calco y modelo de lo
lucido en el viejo continente. Todo se podía comprar: cocineros, maltres,
mayordomos, damas de honor, gobernantes, para instruirlos en el uso y
manejo de tanto artículo suntuario, que era necesario exhibir con
solvencia, sin traspiés. Muchos nobles arruinados, reverdecieron
sus lauros enseñando a comportarse y a gozar de la vida a estos
advenedizos rescatados del barro por un golpe de suerte. Entrar en aquel
mundo, transponer los umbrales de la más delirante fantasía era darse de
manos a boca con una nueva y agigantada visión de LAS MIL Y UNA NOCHES. Aquellos palacios, hoy convertidos en museos, todavía albergan algo de
su antiguo esplendor, como acontece en Villa Rica de Ouro Preto, Mariana,
Sao Joao del Rei, Diamantina, son la leyenda viviente, el pasado atesorado
para que sea contemplado en el presente, está en las bien conservadas
mansiones construidas para dar cabida a la pompa y al lujo que recamó el
arte barroco: alegre, voluptuoso, sensual, recargado, como convenía a
aquella gente empeñada en dilapidar una riqueza que fluía sin cesar de
las montañas. Las construcciones, casi siempre de dos
pisos, daban cabida a la gran familia de los magnates, junto con un séquito
de sirvientes y esclavos, que debían atender a sus amos y visitas. Allí
podríamos encontrar a los más variados personajes: no faltaba el
sacerdote ni el médico, tampoco el notario y el administrador, parientes
de toda laya y los correspondientes tartufos, adulones y sanguijuelas.
Para animar a este ávido grupo humano tampoco debía faltar algún músico
trashumante, que haría poner los ojos en blanco a las sensibles damas del
entorno. Ellas eran las que debían lucir entre fiesta religiosas y
profanas, los encajes y las sedas, las plumas y las pelucas empolvadas,
peinados y cosméticos que imitaban a María Antonieta o a Mme.
Pompadour, de las que se comentaban hasta los mínimos gestos y
caprichos. Pero donde se lucía la pequeña corte en toda su espectacularidad, era
en las fiestas religiosas. Los dueños de casa salían bajo palio y según
dice Agripa Vasconcellos en "Gongo Soco": : "No tenían que
pisar el suelo burdo atravesando la plaza, los esclavos, asistidos por el
mayordomo, rociaban el camino con polvo de oro de un metro de ancho, para
que los señores caminaran bajo palio, sostenidos por personas notables de
la villa". El magnate, además del título nobiliario, ostentaba también algún
grado militar superior tal como coronel, vestíanse con ternos de
cachemira inglesa, corbata de fustán blanco y camisa de Holanda. Los
caballeros peinados, abrillantados y perfumados con esencia de ámbar, en
la solapa una flor para dar alegría a un atuendo tan sobrio. La flor de
moda para estos casos era la de la papa, impuesta por los reyes de
Francia, desde la época del Rey Sol, para incentivar el uso del tubérculo
como alimento popular y así disipar temporariamente el fantasma del
hambre popular que se acentuaba a poca distancia de la soberbia corte de
los Luises. Las señoras rivalizaban en modelos de miriñaque confeccionados en
telas suntuosas y a pesar que el clima resultaba sumamente agradable, no
trepidaban en el uso de telas pesadas como los terciopelos y brocatos,
sino que sobre sus desnudos hombros deslizaban también pieles de Laponia
o de Rusia. A la salida de los oficios religiosos, los señores hacían
traer a sus esclavos baldes conteniendo esterlinas, que eran arrojadas a
la concurrencia con el mismo aire displicente con que nosotros hemos dado
alguna vez maíz a las gallinas. Aquello era el máximo despliegue y el
desquicio del gentío que se abalanzaba a recogerlas, sin distinción de
blancos o negros, libres o esclavos, jóvenes o viejos, ricos o pobres. Los esclavos de aquellos afortunados también eran vestidos para este
boato con regias telas, no faltando sobre sus motosas cabezas las pelucas
empolvadas, aunque no llevaran zapatos. De puros calzones de raso hasta la
rodilla, a veces medias blancas y casacas con alamares pero seguían tan
pata en el suelo como antaño, pues lo preferían a calzar sus salvajes
pies con zapatos de fina hebilla. Las
azafatas y mucamas, diestras en el arte de acicalar a sus amas, también
participaban de aquellos desbordes de lujo: sedas y
brocatos, cintas y alhajas, debían ser lucidas por el personal de las
mansiones: allí residía el prestigio y el oropel de los señores, el séquito
de sirvientes no debía desmerecer el aspecto de la pequeña corte. En las
grandes ceremonias, espolvoreaban las pelucas con polvo de oro, sobre todo
en las cabezas de los favoritos, aquellos que disfrutaban de la proximidad
de los personajes, gozando de sus caprichos y favores. Ellos entraban en
la intimidad de la familia patriarcal. Las mucamas que primero se
dedicaban a la atención y cuidado de su ama, pasaban, una vez que se las
disponía a ser madres de otros esclavos, embarazadas por su amo o por el
semental de la senzala, existente en toda explotación, fuese de minas o
fanzenda, a ser la nodriza de los nuevos vástagos. Allí era donde la
negra adquiría cierta jerarquía. A ella le cabía el lugar honrosísimo
de ser la madre de leche de los herederos. Liberadas, quedaban en las mansiones, convirtiéndose en aquellas
rotundas negrazas, llenas de sonrisas con sus dientes de maíz blanco,
vestidas de colores brillantes, cubiertas de collares donde reventaban los
senos que desbordaban sus blusas empuntilladas. A esta negra se le hacían
todos los gustos, los niños le pedían la bendición y los señores las
permitían en sus comitivas. Allá iban tan orondas y presumidas como señoras
de ilustre prosapia, con la cabeza erguida, envuelta en turbante africano,
como exóticas reinas trasplantadas. Esas negrazas son las abuelas de
tantas "garotas" brasileñas que hacen danzar al mundo entero
provocando con la lambada y el samba. Pero mientras los negros sufrían toda suerte de tormentos y trato despiadado en los socavones, tras las vetas esplendorosas, a las jóvenes negras no les iba mejor que a los hombres: destinadas a ser objeto de lujuria, la lascivia y el capricho de sus amos y su séquito, donde se daba rienda suelta a todos los vicios y sus excesos. Tanto servían para su placer como para agrandar el rebaño de sus esclavos. "El esclavo-dice el sociólogo Gilberto Freí- fue quemado por millones como si fuera carbón humano, primero en los hornos del ingenio, y en las plantaciones de caña, después en las minas y en los cafetales", agregando más adelante: "las negras jóvenes llenaron las casas de prostitución antes de que la riqueza permitiese importar putas francesas y polacas", algunas veces, algún señor les ponía casa para su exclusividad, entonces esas negras se entonaban y ascendían, cubiertas de medallas y amuletos diestras en artes eróticas y en brujerías, se desquitaban de sus pasadas desgracias y esclavitud, temibles negras de prácticas hechiceras, amantes lujuriosas y bien entrenadas que tenían a sus hombres atrapados por los genitales. Sus descendientes andan por esas avenidas empalmeradas "contoneándose con ritmo de portaestandarte de cornparsa"-como las describe Jorge Amado en "La tienda de los milagros", para remachar: -"No, no era el contoneo, era la danza misma hecha invitación, el ofrecimiento"-. |
Susana Dillon
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Diario Puntal
26 de abril de 2009
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