El Leprechaun[1] y los tesoros
Susana Dillon

Pues sí -dijo la tía Maggie mientras ordenaba la cocina para preparar un delicioso asado al homo de cordero-, cuando dejaba de llover, allá en Irlanda y salía con esplendor el arco iris, nosotros, los chicos de aquellos tiempos nos preocupábamos en salir a buscar a los duendes que brotaban junto con los hongos. Ellos estaban dispuestos a dejarse ver solo por los niños en el justo lugar en que el arco luminoso toca la tierra. En ese preciso lugar y no en otro, se podría encontrar la famosa olla llena de monedas de oro. El que la encuentra -decía sonriente y enigmática-, se la lleva a su casa y la disfruta comprando lo que se le dé la gana. Pero hay que tener en cuenta algo muy importante: Se debe agradecer a los duendes lo que se encontró. Si uno se olvida de esta señal de buena educación con el alboroto del descubrimiento, se la vuelven a quitar... y se acabó la buena suerte.

 

Enseguida nuestra curiosidad quería saber de qué modo los duendes serían tan amables de darnos alguna pista o facilitarnos tan difícil empresa, a lo que nuestra tía respondía con la seguridad de haberse topado con ellos varias veces.

 

—Para hacerse amigo de estos extraños y esquives seres, siempre hay que dejar, sobre la mesa de la cocina, cuando todos ya se hayan ido a dormir, un plato con comida (comida rica, se entiende), una taza con leche o un vasito de vino -detallaba Maggie, que además de tía bondadosa era una excelente cocinera. – 

 

Los duendes y las hadas valoran la buena educación, aprovechan lo que se les deja y en premio te ponen en camino de la buena suerte -afirmaba mientras daba vuelta el cordero que se asaba al horno.

 

Nosotros suponíamos que tal cordero sería como para conseguir el secreto más guardado y productivo de los seres que habitaban las verdes colinas de su tierra.

 

Y Maggje seguía con su relato:

 

—El muchacho más joven de nuestra aldea era algo callado y bastante taciturno. Le gustaba leer en sus ratos libres en que descansaba de su tarea de repartir combustible en un destartalado carro a los pobladores que se lo encargaban. Los libros que leía en forma tan entusiasta tenían relatos de los leprechaun, pequeños espíritus conocedores de los lugares donde había oro escondido de otras épocas, en que la gente debía huir precipitadamente porque nos invadían los ingleses. Los leprechaun eran trabajadores, industriosos y juguetones. A veces los niños los veían hacer zapatitos para las hadas y trajes para sus congéneres. Hasta alguien vio reparar coronas de princesas encantadas que siempre las deterioran en sus andanzas por los bosques.

 

El muchacho no se aguantaba el duro trabajo de carrero y no veía llegar la hora de su prosperidad. Buscaba afanoso por los caminos alguna señal de duendes, hasta que después de un aguacero, debajo de un gran hongo encontró a un leprechaun, sentado en su silla diminuta, remendando un zapatito bordado en oro. Lo agarró de su levita verde, lo alzó hasta su nariz amenazándolo:

 

—No te suelto nunca más si no me dices dónde está el oro escondido por estos lugares.

 

—Tranquilo, muchacho, se ve que estás muy ansioso. Te diré dónde está porque somos medio parientes, no porque me amenaces. Eso sí, me tienes que seguir el consejo al pie de la letra, de lo contrario todo se desvanecerá a la caída del sol. Vamos al castillo de Lipenshaw, que allí hay cuanto ambicionas y date prisa porque al llegar las sombras el oro se desvanece. Te quedarás encerrado y no sé qué más te podrá pasar.

 

El muchacho introdujo al viejo duende en el carro y lo sentó sobre el libro que siempre lo acompañaba, poniéndose en marcha hacia el castillo.

 

Cuando llegaron, el leprechaun dijo algunas palabras incomprensibles, abriéndose de inmediato las paredes del castillo. Sonaron las piedras como un trueno abriéndose un hueco por donde pasaron. El lugar estaba lleno de monadas de oro y hermosas joyas en distintos recipientes: cofres, barricas y baúles.

 

—Saca lo que quieras, pero apúrate, que si se cierra la pared ya no saldrás de aquí nunca más -aconsejó el duende.

 

El muchacho se llenó los bolsillos, la gorra, extendió la bufanda y manoteó una pequeña barrica y los fue a cargar. Cuando volvía por más, la pared se le cerró en las narices con terribles ruidos de terremoto, rodeándolo la oscuridad más negra. Tampoco encontró al duende para darle las gracias pues ya había desaparecido. Así que se subió al carro y ¡a casa, que llueve!

 

Cuando estuvo tranquilo y seguro en su hogar, comenzó a contar sus riquezas. Tenía para toda una vida de abundancias.

 

Al otro día, con todas las precauciones, se fue a Dublín a guardar su tesoro en el banco. Era tan rico como un gran señor. Con todo aquel oro se mandó a construir una casa con jardines, carruajes, criados y libros suficientes para leer a sus anchas el resto de su existencia. Invitó a hombres sabios y artistas a su casa para que educaran como a un caballero. Llegó a ser poderoso y querido por sus buenas obras y su generosidad con los humildes. Tuvo una numerosa familia y la gente que lo conocía admitía que tenía tratos con los duendes.

 

Nunca en aquélla gran mansión faltó comida, leche y vino después de la cena en la mesa del comedor. De ese modo "la buena gente", como se llama a estos seres tan especiales, siempre fueron invitados a comer de lo mejor, porque a ellos, a medianoche se les despierta una hambrecita parecida a la de mis sobrinos.

 

Y dicho esto, nos convidaba con caramelos de azúcar quemada que siempre hacía con la forma de los sombreros de los duendes y de la varita mágica de las hadas.

 

En cuanto al asado al horno de cordero, llegó a ser tan famoso en la comarca que su delicioso aroma se podía percibir a varias leguas a la redonda, como era el veredicto de los entusiastas comensales.

 

Vida sana, de trabajo, buen apetito, familia sonriente y unas manos cálidas que derrochaban cariño convertido en obras.

 

He aquí el secreto de la existencia en "La Josefina".

 

[1] Leprechaun: genio o duende travieso.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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