El Leprechaun[1] y los tesoros |
Pues
sí -dijo la tía Maggie mientras ordenaba la cocina para preparar un
delicioso asado al homo de cordero-, cuando dejaba de llover, allá en
Irlanda y salía con esplendor el arco iris, nosotros, los chicos de
aquellos tiempos nos preocupábamos en salir a buscar a los duendes que
brotaban junto con los hongos. Ellos estaban dispuestos a dejarse ver solo
por los niños en el justo lugar en que el arco luminoso toca la tierra.
En ese preciso lugar y no en otro, se podría encontrar la famosa olla
llena de monedas de oro. El que la encuentra -decía sonriente y enigmática-,
se la lleva a su casa y la disfruta comprando lo que se le dé la gana.
Pero hay que tener en cuenta algo muy importante: Se debe agradecer a los
duendes lo que se encontró. Si uno se olvida de esta señal de
buena educación con el alboroto del descubrimiento, se la vuelven a
quitar... y se acabó la buena suerte. Enseguida nuestra curiosidad quería saber de qué modo los duendes serían tan amables de darnos alguna pista o facilitarnos tan difícil empresa, a lo que nuestra tía respondía con la seguridad de haberse topado con ellos varias veces. |
—Para hacerse amigo de estos extraños y esquives seres, siempre hay que dejar, sobre la mesa de la cocina, cuando todos ya se hayan ido a dormir, un plato con comida (comida rica, se entiende), una taza con leche o un vasito de vino -detallaba Maggie, que además de tía bondadosa era una excelente cocinera. – Los
duendes y las hadas valoran la buena educación, aprovechan lo que se les
deja y en premio te ponen en camino de la buena suerte -afirmaba mientras
daba vuelta el cordero que se asaba al horno. Nosotros
suponíamos que tal cordero sería como para conseguir el secreto más
guardado y productivo de los seres que habitaban las verdes colinas de su
tierra. Y
Maggje seguía con su relato: —El
muchacho más joven de nuestra aldea era algo callado y bastante
taciturno. Le gustaba leer en sus ratos libres en que descansaba de su
tarea de repartir combustible en un destartalado carro a los pobladores
que se lo encargaban. Los libros que leía en forma tan entusiasta tenían
relatos de los leprechaun, pequeños
espíritus conocedores de los lugares donde había oro escondido de otras
épocas, en que la gente debía huir precipitadamente porque nos invadían
los ingleses. Los leprechaun eran
trabajadores, industriosos y juguetones. A veces los niños los veían
hacer zapatitos para las hadas y trajes para sus congéneres. Hasta
alguien vio reparar coronas de princesas encantadas que siempre las
deterioran en sus andanzas por los bosques. El
muchacho no se aguantaba el duro trabajo de carrero y no veía llegar la
hora de su prosperidad. Buscaba afanoso por los caminos alguna señal de
duendes, hasta que después de un aguacero, debajo de un gran hongo
encontró a un leprechaun, sentado en su silla diminuta, remendando un
zapatito bordado en oro. Lo agarró de su levita verde, lo alzó hasta su
nariz amenazándolo: —No
te suelto nunca más si no me dices dónde está el oro escondido por
estos lugares. —Tranquilo,
muchacho, se ve que estás muy ansioso. Te diré dónde está porque somos
medio parientes, no porque me amenaces. Eso sí, me tienes que seguir el
consejo al pie de la letra, de lo contrario todo se desvanecerá a la caída
del sol. Vamos al castillo de Lipenshaw, que allí hay cuanto ambicionas y
date prisa porque al llegar las sombras el oro se desvanece. Te quedarás
encerrado y no sé qué más te podrá pasar. El
muchacho introdujo al viejo duende en el carro y lo sentó sobre el libro
que siempre lo acompañaba, poniéndose en marcha hacia el castillo. Cuando
llegaron, el leprechaun dijo algunas palabras incomprensibles, abriéndose
de inmediato las paredes del castillo. Sonaron las piedras como un trueno
abriéndose un hueco por donde pasaron. El lugar estaba lleno de monadas
de oro y hermosas joyas en distintos recipientes: cofres, barricas y baúles. —Saca
lo que quieras, pero apúrate, que si se cierra la pared ya no saldrás de
aquí nunca más -aconsejó el duende. El
muchacho se llenó los bolsillos, la gorra, extendió la bufanda y manoteó
una pequeña barrica y los fue a cargar. Cuando volvía por más, la pared
se le cerró en las narices con terribles ruidos de terremoto, rodeándolo
la oscuridad más negra. Tampoco encontró al duende para darle las
gracias pues ya había desaparecido. Así que se subió al carro y ¡a
casa, que llueve! Cuando
estuvo tranquilo y seguro en su hogar, comenzó a contar sus riquezas. Tenía
para toda una vida de abundancias. Al
otro día, con todas las precauciones, se fue a Dublín a guardar su
tesoro en el banco. Era tan rico como un gran señor. Con todo aquel oro
se mandó a construir una casa con jardines, carruajes, criados y libros
suficientes para leer a sus anchas el resto de su existencia. Invitó a
hombres sabios y artistas a su casa para que educaran como a un caballero.
Llegó a ser poderoso y querido por sus buenas obras y su generosidad con
los humildes. Tuvo una numerosa familia y la gente que lo conocía admitía
que tenía tratos con los duendes. Nunca
en aquélla gran mansión faltó comida, leche y vino después de la cena
en la mesa del comedor. De ese modo "la buena gente", como se llama a estos seres tan especiales, siempre fueron
invitados a comer de lo mejor, porque a ellos, a medianoche se les
despierta una hambrecita parecida a la de mis sobrinos. Y
dicho esto, nos convidaba con caramelos de azúcar quemada que siempre hacía
con la forma de los sombreros de los duendes y de la varita mágica de las
hadas. En
cuanto al asado al horno de cordero, llegó a ser tan famoso en la comarca
que su delicioso aroma se podía percibir a varias leguas a la redonda,
como era el veredicto de los entusiastas comensales. Vida
sana, de trabajo, buen apetito, familia sonriente y unas manos cálidas
que derrochaban cariño convertido en obras. He aquí el secreto de la existencia en "La Josefina".
[1] Leprechaun: genio o duende travieso. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad
Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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