Las soldaderas: Juanas y Adelitas |
La
historia de América, con sus sangrientas guerras de la independencia y
las civiles posteriores, no menos crueles, está cuajada con la presencia
de estas mujeres, a quienes la crónica escrita por los hombres condena al
olvido, como si su actuación hubiera sido clandestina, marginal y
deshonrosa. Quedan unas pocas rescatadas de la memoria de los pueblos,
unos pocos nombres, de las que fueron legiones. En México, "La
Adelita" que se hizo inmortal en un corrido de la revolución; en
Colombia "Las Juanas", donde entraron todas las bravas mujeres
que siguieron a Bolívar y más tarde actuaron en las guerras intestinas
que devoraron a esta parte del continente, que no es cálida por su clima
solamente sino por el empeño con que se tomaron las causas. Cuenta una
vieja anécdota de Medellín que hubo una soldadera llamada Marucha, que
se convirtió, gracias a su coraje, en la heroína de un combate y que al
ser festejada por sus compañeras y admiradoras, escribió una pancarta en
la que se leía: "Caliente por el partido". Justo en la tierra
de la cumbia! A
la retaguardia de todos los ejércitos iban las mujeres. Llegaban a los
pueblos y encendían los ruegos para los asados cuyas reses eran robadas o
incautadas de las haciendas enemigas. Las tranquilas aldeas se convertían
en un infierno, donde las Juanas parecían demonios de corazón de ángeles,
haciendo de sus propias ropas vendas para los heridos, supliendo la falta
de alcohol con aguardiente, ron o chicha, dándoles de comer y matándoles
los piojos y, en el momento de caer, ellas cargaban el fusil y salían a
pelear. En
esas épocas, a la salida de Bucaramanga, una Juana agonizaba en el campo
de batalla enemigo. Le pidió al general liberal que le bautizara a su
pequeño, recién nacido, como última gracia. Éste la llevó a la costa
del río y le preguntó: "¿Qué nombre le ponemos?"
"Rafael Uribe." "¿Su padre?", insistió el general.
"El batallón Libres de Ocaña", respondió la moribunda. Llevaban
noticias de la guerra, hacían de espías; entre las papas y los racimos
de gallinas que entraban al mercado, escondían los mensajes de los
jefes; robaban balas y volvían con los revolucionarios para orientarlos. Las
Juanas seguían a sus hombres, no por sus ideas, sino por amor a los
soldados, a los cabos, a los cornetas. Eran rudas y vulgares. Cuando
llegaba la hora de la comida, con los brazos en jarras, arremangada la
falda mugrienta, un canasto en la cabeza y en él un brasero encendido con
la carne asándose junto a las papas o negreando los porotos, los guisos,
tremendos de ají. Eran infiernitos aéreos, ambulantes. A la hora del
aguardiente, que era sagrada, cambiaban la carga por botellas tanto de
chicha como de ron, según la jerarquía del combatiente. Las
hubo que pusieron sus pechos desnudos ante el pelotón de fusilamiento
para salvar a sus hombres y como tigras se lanzaron contra los fusileros. Aquello
era un juanería y nada más, dice Germán Arciniegas contando la
heroicidad de sus compatriotas, las colombianas que dieron figuras
gloriosas como la Pola, paradigma de la mujer revolucionaria americana. El
amor, en ese infierno de miseria y calamidades, era de la forma más
promiscua y animal; en él se resumían los más crudos instintos. La
ferocidad de las mujeres tocadas por los celos, tomaba características de
batalla sangrienta: se batían a botellazos y se arrastraban de las
mechas; las mujeres peleando entre sí hacían temblar de miedo a los
soldados. Nuestra
historia oficial admite la presencia femenina en los salones, brillando
tenuemente bajo los candelabros, sentadas sobre brocatos, cantando
circunspectamente el himno ante la mirada complacida de los patricios.
También las pintaron bordando la bandera de los Andes, sobre seda y
oro o asomadas a la ventana colonial, con la lámpara encendida,
esperando la mil veces prometida vuelta del prócer, cargado de gloria...
¿Pero quién se acordó de las anónimas, las olvidadas mujeres que
siguieron a los ejércitos famélicos y derrotados, junto a los que fueron
carne de cañón? En
las campañas de Belgrano, se habla de las "Niñas de Ayohuma",
por darles un nombre. Pero
niñas eran las hijas de reconocidas familias, solteras honradas y de
posición. Las de Ayohuma fueron soldaderas, representantes de la gleba
doliente; las que ayudaron a morir, las que curaron a los heridos, las que
apagaron la sed terrible del campo de batalla, entre maldiciones,
palabrotas y gemidos de moribundos. La
crónica de nuestras guerras ha dejado correr brevemente el telón del
escenario de la discutida guerra de exterminio al indio en la Campaña al
Desierto y allí se asoma la silueta femenina. Dice Luis Franco en La Pampa Habla: El gobierno militar se vio pues obligado a considerarlas
parte de la tropa y someterlas a los mismos deberes, aunque de derechos
nunca se habló a las claras y, más adelante, concluye al relatar su
rol: «,. .gravitaron más en la
decisión de la guerra que los fusiles de Levalle o Villegas, que la
estrategia de Roca. Ellas fueron el único aliciente para no desertar,
para no escapar como Martín Fierro del infierno de los fortines. Se
agotó el siglo XIX que fue el de las revoluciones y llegó el XX que
fomentó las dictaduras. Las mujeres siguieron peleando en las
universidades, en las calles, en las fábricas, en sus casas. Cayeron y se
levantaron, desaparecieron y fueron brutalmente asesinadas. Las mujeres
siguieron girando en la gran ronda de América sangrante, desde la negra más
humilde hasta la blanca más heroica pasando por las indias, en permanente
exterminio. A la gran página, todavía negada, la tenemos que escribir nosotras como dice María Elena Walsh en su rebeldía: ...aunque nos amordacen con cañones. |
Susana
Dillon
De "Mujeres reveladas"
Javier Vergara Editor, 2007
ISBN 978-950-15-2401-7
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