Las soldaderas: Juanas y Adelitas
Susana Dillon

La historia de América, con sus sangrientas guerras de la independencia y las civiles posteriores, no menos crueles, está cuajada con la presencia de estas mujeres, a quienes la crónica escrita por los hombres condena al olvido, como si su actuación hubiera sido clandestina, marginal y deshonrosa. Quedan unas pocas rescatadas de la memoria de los pueblos, unos pocos nombres, de las que fueron legiones. En México, "La Adelita" que se hizo inmortal en un corrido de la revolución; en Colombia "Las Juanas", donde entraron todas las bravas mujeres que siguieron a Bolívar y más tarde actuaron en las guerras intestinas que devoraron a esta parte del continente, que no es cálida por su clima solamente sino por el empeño con que se tomaron las causas. Cuenta una vieja anécdota de Medellín que hubo una soldadera llamada Marucha, que se convirtió, gracias a su coraje, en la heroína de un combate y que al ser festejada por sus compañeras y admiradoras, escribió una pancarta en la que se leía: "Caliente por el partido". Justo en la tierra de la cumbia!

 

A la retaguardia de todos los ejércitos iban las mujeres. Llegaban a los pueblos y encendían los ruegos para los asados cuyas reses eran robadas o incautadas de las haciendas enemigas. Las tranquilas aldeas se convertían en un infierno, donde las Juanas parecían demonios de corazón de ángeles, haciendo de sus propias ropas vendas para los heridos, supliendo la falta de alcohol con aguardiente, ron o chicha, dándoles de comer y matándoles los piojos y, en el momento de caer, ellas cargaban el fusil y salían a pelear.

 

En esas épocas, a la salida de Bucaramanga, una Juana agonizaba en el campo de batalla enemigo. Le pidió al general liberal que le bautizara a su pequeño, recién nacido, como última gracia. Éste la llevó a la costa del río y le preguntó: "¿Qué nombre le ponemos?" "Rafael Uribe." "¿Su padre?", insistió el general. "El batallón Libres de Ocaña", respondió la moribunda.

 

Llevaban noticias de la guerra, hacían de espías; entre las papas y los racimos de gallinas que entraban al mercado, escon­dían los mensajes de los jefes; robaban balas y volvían con los revolucionarios para orientarlos.

 

Las Juanas seguían a sus hombres, no por sus ideas, sino por amor a los soldados, a los cabos, a los cornetas. Eran rudas y vulgares. Cuando llegaba la hora de la comida, con los brazos en jarras, arremangada la falda mugrienta, un canasto en la cabeza y en él un brasero encendido con la carne asándose junto a las papas o negreando los porotos, los guisos, tremendos de ají. Eran infiernitos aéreos, ambulantes. A la hora del aguardiente, que era sagrada, cambiaban la carga por botellas tanto de chicha como de ron, según la jerarquía del combatiente.

 

Las hubo que pusieron sus pechos desnudos ante el pelotón de fusilamiento para salvar a sus hombres y como tigras se lanzaron contra los fusileros. Aquello era un juanería y nada más, dice Germán Arciniegas contando la heroicidad de sus compatriotas, las colombianas que dieron figuras gloriosas como la Pola, paradigma de la mujer revolucionaria americana.

 

El amor, en ese infierno de miseria y calamidades, era de la forma más promiscua y animal; en él se resumían los más crudos instintos. La ferocidad de las mujeres tocadas por los celos, tomaba características de batalla sangrienta: se batían a botellazos y se arrastraban de las mechas; las mujeres peleando entre sí hacían temblar de miedo a los soldados.

 

Nuestra historia oficial admite la presencia femenina en los salones, brillando tenuemente bajo los candelabros, sentadas sobre brocatos, cantando circunspectamente el himno ante la mirada complacida de los patricios. También las pintaron bordando la bandera de los Andes, sobre seda y oro o asomadas a la ventana colonial, con la lámpara encendida, esperando la mil veces prometida vuelta del prócer, cargado de gloria... ¿Pero quién se acordó de las anónimas, las olvidadas mujeres que siguieron a los ejércitos famélicos y derrotados, junto a los que fueron carne de cañón?

 

En las campañas de Belgrano, se habla de las "Niñas de Ayohuma", por darles un nombre.

 

Pero niñas eran las hijas de reconocidas familias, solteras honradas y de posición. Las de Ayohuma fueron soldaderas, representantes de la gleba doliente; las que ayudaron a morir, las que curaron a los heridos, las que apagaron la sed terrible del campo de batalla, entre maldiciones, palabrotas y gemidos de moribundos.

 

La crónica de nuestras guerras ha dejado correr brevemente el telón del escenario de la discutida guerra de exterminio al indio en la Campaña al Desierto y allí se asoma la silueta femenina. Dice Luis Franco en La Pampa Habla: El gobierno militar se vio pues obligado a considerarlas parte de la tropa y someterlas a los mismos deberes, aunque de derechos nunca se habló a las claras y, más adelante, concluye al relatar su rol: «,. .gravitaron más en la decisión de la guerra que los fusiles de Levalle o Villegas, que la estrategia de Roca. Ellas fueron el único aliciente para no desertar, para no escapar como Martín Fierro del infierno de los fortines.

 

Se agotó el siglo XIX que fue el de las revoluciones y llegó el XX que fomentó las dictaduras. Las mujeres siguieron peleando en las universidades, en las calles, en las fábricas, en sus casas. Cayeron y se levantaron, desaparecieron y fueron brutalmente asesinadas. Las mujeres siguieron girando en la gran ronda de América sangrante, desde la negra más humilde hasta la blanca más heroica pasando por las indias, en permanente exterminio.

 

A la gran página, todavía negada, la tenemos que escribir nosotras como dice María Elena Walsh en su rebeldía: ...aunque nos amordacen con cañones.

Susana Dillon
De "Mujeres reveladas"
Javier Vergara  Editor, 2007

ISBN 978-950-15-2401-7

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