Las que pelearon al lado de los hombres |
A
lo largo de toda la América Latina, las figuras de las damas de linaje
fueron presentadas en las crónicas mundanas, las que se escriben
exaltando al poder, a la vez que se ensalzara a los guerreros, los estadistas,
los magnates, los políticos exitosos, los generales victoriosos. Esas
damas, doncellas y tiernos niños, posan entre flores de ambientes
suntuosos de las castas privilegiadas. Las hacendosas mujeres del pueblo, las robustas y morenas servidoras aparecen en los lienzos de los pintores costumbristas, la gran mayoría extranjeros, vendidos a países exóticos, como rugendas, otros encontraron su inspiración en gauchos, chinas, negras y mulatas o personales de las estancias como Prilidiano Pueyrredón. |
Muy
pocos se han lucido escribiendo o pintando a las que se animaron a seguir
a sus hombres en las patriadas. Era vergonzoso, pero las hubo de a
miles... y con mala prensa. Se las llamó soldaderas,
fortineras y cuarteleras. De entre el humo y el fuego de los
combates se percibían sus borrosas siluetas andrajosas, emponchadas,
llevando cántaros de agua para los agonizantes y fuentes de comida para
los hambrientos. Ellas estuvieron en el nacimiento de las patrias
americanas socorriendo heridos, ayudando a morir, sepultándolos y rezando
por ellos, hasta tuvieron sus hijos en lo peor de los combates. Colombia
tiene sus Juanas y la valiente Pola Salavarrieta, fusilada en Bogotá, por
llevar mensajes revolucionarios. México su Adelita y Juana Gallo en
tiempos de Zapata. La Panchita hizo roncha en Costa Rica. Anita Garibaldi
en Brasil, tan brava que dirigió un combate naval. Nuestras fueron La
Pasto Verde, las Niñas de Ayohuma, Martina Chapanay, las de la Campaña
del Desierto fueron 4.000, pero las tuvieron calladas, no fuera a ser cosa
que otras tomaran el ejemplo de su intrepidez. El
Ejército de los Andes tuvo las suyas, hay un recuerdo para La Pancha, una
puntana que hasta se hizo fama en el Ecuador. Sabemos
de damas paquetas que cantaron el Himno y bordaron en oro la bandera
libertadora, pero ¡qué pena! que se han perdido los nombres de las que
dieron sus vidas, las de sus maridos y las de sus hijos a los que
siguieron en sus campañas cuando en los ranchos no quedaron más que los
perros, ya que se habían llevado hasta la última vaca para el ejército.
Son de la misma pasta que las que se ofrendaron por querer un país más
justo, que sufrieron torturas, persecuciones y muerte por pensar distinto. Hace
más de treinta años, son las que salieron a buscar a los desaparecidos
de la última dictadura. Para individualizarse se pusieron un pañal de
sus hijos secuestrados y siempre recordados en la ronda de la plaza de la
patria, hasta que los genocidas sean condenados. Esas
mujeres, no quieren ser nombradas. Se las recordará por su lienzo blanco
en la cabeza y por haber fundado la memoria en este país de olvidos y de
injusticia. Las
soldaderas: Juanas y Adelitas La
historia de América, con sus sangrientas guerras de la independencia y
las civiles posteriores, no menos crueles, está cuajada con la presencia
de estas mujeres, a quienes la crónica escrita por los hombres condena al
olvido, como si su actuación hubiera sido clandestina, marginal y
deshonrosa. Quedan unas pocas rescatadas de la memoria de los pueblos,
unos pocos nombres, de las que fueron legiones. En México, "La
Adelita" que se hizo, inmortal en un corrido de la revolución; en
Colombia "Las Juanas", donde entraron todas las bravas mujeres
que siguieron a Bolívar y más tarde actuaron en las guerras Intestinas
que devoraron a esta parte del continente, que no es cálida por su clima
solamente sino por el empeño con que se tomaron las causas. Cuenta
una vieja anécdota de Medellín que hubo una soldadera llamada Marucha,
que se convirtió, gracias a su coraje, en la heroína de un combate y que
al ser festejada por sus compañeras y admiradoras, escribió una pancarta
en la que se leía: "Caliente por el partido". ¡Justo en la
tierra de la cumbia! A
la retaguardia de todos los ejércitos iban las mujeres. Llegaban a los
pueblos y encendían los fuegos para los asados cuyas reses eran robadas o
incautadas de las haciendas enemigas. Las tranquilas aldeas se convertían
en un infierno, donde las Juanas parecían demonios de corazón de ángeles,
haciendo de sus propias ropas vendas para los heridos, supliendo la falta
de alcohol con aguardiente, ron o chicha, dándoles de comer y matándoles
los piojos y, en el momento de caer, ellas cargaban el fusil y salían a
pelear. En esas épocas, a la salida de Bucaramanga, una Juana agonizaba en el campo de batalla enemigo. Le pidió al general liberal que le bautizara a su pequeño, recién nacido, como última gracia. Este la llevó a la costa del río y le preguntó: "¿Qué nombre le ponemos? "Rafael Uribe". "¿Su padre?", insistió el general. "El batallón Libres de Ocaña", respondió la moribunda. Llevaban
noticias de la guerra, hacían de espías: entre las papas y los racimos
de gallinas que entraban al mercado, escondían los mensajes de los jefes:
robaban balas y volvían con los revolucionarios para orientarlos. Las
Juanas seguían a sus hombres, no por sus ideas, sino por amor a los
soldados, a los cabos, a los cornetas.
Eran rudas y vulgares. Cuando
llegaba la hora de la comida, con los brazos en jarras, arremangada la
falda mugrienta, un canasto en la cabeza y en él un brasero encendido con
la carne asándose junto a las papas o negreando los porotos, los guisos,
tremendos de ají. Eran infiernitos aéreos, ambulantes. A la hora del
aguardiente, que era sagrada, cambiaban la carga por botellas tanto de
chicha como de ron, según la jerarquía del combatiente. Las
hubo que pusieron sus pechos desnudos ante el pelotón de fusilamiento
para salvar a sus hombres y como tigras se lanzaron contra los fusileros.
Aquella era un juanería y nada más, dice Germán Arciniegas contando la
heroicidad de sus compatriotas, las colombianas que dieron figuras
gloriosas como la Pola, paradigma de la mujer revolucionaria americana. El
amor, en ese infierno de miseria y calamidades, era de la forma más
promiscua y animal; en él se resumían los más crudos instintos. La
ferocidad de las mujeres tocadas por los celos, tomaba características de
batalla sangrienta: se batían a botellazos y se arrastraban de las
mechas; las mujeres peleando entre sí hacían temblar de miedo a los
soldados. Nuestra
historia oficial admite la presencia femenina en los salones, brillando
tenuemente bajo los candelabros, sentadas sobre brocatos, cantando
circunspectamente el himno ante la mirada complaciente de los patricios.
También las pintaron bordando la bandera de los Andes, sobre seda y oro o
asomadas a la ventana colonial, con la lámpara encendida, esperando la
mil veces prometida vuelta del prócer, cargado de gloria... ¿Pero quién
se acordó de las anónimas, las olvidadas mujeres que siguieron a los ejércitos
famélicos y derrotados, junto a los que fueron carne de cañón? En
las campañas de Belgrano, se habla de las "Niñas de Ayohuma",
por darles un nombre. Pero niñas eran las hijas de reconocidas familias,
solteras honradas y de posición. Las de Ayohuma fueron soldaderas,
representantes de la gleba doliente, las que ayudaron a morir, las que
curaron a los heridos, las que apagaron la sed terrible del campo de
batalla, entre maldiciones, palabrotas y gemidos de moribundos. La
crónica de nuestras guerras ha dejado correr brevemente el telón del
escenario de la discutida guerra de exterminio al indio en la Campaña al
Desierto y allí se asoma la silueta femenina. Dice Luis Franco en La Pampa
Habla: El gobierno militar se vio pues obligado a considerarlas parte de
la tropa y someterlas a los mismos deberes; aunque de derechos nunca se
habló a las claras y, más adelante, concluye al relatar su rol:
"...gravitaron más en la decisión de la guerra que los fusiles de
Levalle o Villegas, que la estrategia de Roca. Ellas fueron el único
aliciente para no desertar, para no escapar como Martín Fierro del
Infierno de los fortines. Se
agotó el Siglo XIX
que
fue el de las revoluciones y llegó el XX
que
fomentó las dictaduras. Las mujeres siguieron peleando en las
universidades, en las calles, en las fábricas, en sus casas. Cayeron y se
levantaron, desaparecieron y fueron brutalmente asesinadas. Las mujeres
siguieron girando en la gran ronda de América sangrante, desde la negra más
humilde hasta la blanca más heroica pasando por las indias, en permanente
exterminio. A la gran página, todavía negada, la tenemos que escribir nosotras como dice María Elena Walsh en su rebeldía:... aunque nos amordacen con cañones. |
Susana
Dillon
De "Cazando
historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado
Diario Puntal - Córdoba - Argentina
5 de octubre de 2008
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