Las primeras en contar como eran
Susana Dillon
[1]

Eso de salir a cazar historias es casi calcado de emprender cacerías para llenar la olla. A esta expresión se la escuché a Eduardo Galeano cuando nos deleita contando lo que ha vivido por los caminos de la América India. A veces, me parece que la aventura que provoca esa búsqueda o cacería resulta tan interesante como el personaje tenazmente buscado y digno de ser estudiado para luego presentarlo a mis sufridos lectores.

 

Hay búsquedas que duran años, por el misterio que todavía las rodea; a veces, surge otro personaje que eclipsa al buscado. Siempre echo mano al recuerdo de mi maestra de 5to. grado, que era una erudita en la materia. Al comenzar un tema nos motivaba con su frase: "Ahora vamos a salir a caminar por los pasillos de la Historia" - predisponiéndonos para entrar en el túnel del tiempo, que ella manejaba con pericia. Sus relatos tenían tanto atractivo como las películas de acción que íbamos a ver en la matinée de los domingos, donde nos devorábamos las de cow-boys de muchos tiros y trompadas o ya empezábamos, las chicas, a derretirnos con Flash Gordon en sus viajes interplanetarios. Al final, siempre nos dejaban en suspenso y la acción prolongaba el enigma hasta la semana próxima.

 

Andar con la señorita Zulema por los pasillos de la Historia era tan emocionante como nos dictaba la lección de historia, con el suspenso, la intriga y el final con héroes inolvidables y heroínas que también se metían en los combates y se defendían de los malhechores con uñas y dientes. Esa debe haber sido la motivación para que yo también quisiera contarla a mi manera. Poniéndole mucho condimento a lo narrado.

 

Cada personaje que veremos desfilar no sólo tiene el encanto de ir descubriéndolo; también el desarrollo de la pesquisa tiene su gancho. Cada biografía puede llegar a ser interesante o aleccionadora, pero el camino de arribar hasta estas mujeres apasionadas y transgresoras fue de aventuras, unas dramáticas, otras desopilantes, todas interesantes y conmovedoras. Las vidas de ellas son dignas de ser conocidas, son nuestro brillante espejo. 

 

Las primeras en contar cómo eran

 

No bien llegué a Lima en el primer viaje que hice por América, mi amiga peruana me recomendó: "Ya que andás tras los pasos de nuestras mujeres, no te pierdas lo que hicieron las mochicas, vete al Museo Larco Herrera, allí verás a nuestras primeras historiadoras".

 

-¿ Y cómo la contaron si nuestras culturas fueron ágrafas, no tenían escritura?- Quise saber.

 

-¡Ahí, pero las mujeres desde milenios nos hemos arreglado para mandar mensajes, tanto los románticos como los prácticos! "Vete a Pueblos Libres (un barrio), allí te pondrás al tanto de cómo estas menudas mujercitas contaron su historia en la forma más original y altamente artística.

 

... Y pese a ser tan lujuriosas, no ejercían la prostitución.

 

Ese museo que te recomiendo debe ser el más consultado y visitado por antropólogos y turistas inclinados al erotismo. Cuando, visitando aquella maravilla artística, mi hija Rita me comentó señalando la cantidad de público asistente: -Fíjate, Ma, aquí hay más eróticos que antropólogos.

 

Las pequeñas mochicas

 

Pedro Cieza de León fue el primer cronista venido con los conquistadores a tierras de Sudamérica. Se largó a la aventura cuando sólo tenía trece años, siendo paje de Pizarro, nativos ambos de Extremadura, la tierra de los sabrosos cantimpalos y chorizos al pimiento, "iBasta de cuidar puercos!", se dijeron.

 

Pedrito tenia una ventaja sobre su amo y señor -sabia leer y escribir- y, a partir de esa aptitud combinada con un agudo sentido de la observación, dejó para la posteridad un pormenorizado relato de las tierras descu­biertas, conquistadas y arrasadas por sus fieros mandamases. Fueron dieciséis años de compilar datos de cuanto habían dicho y oído en el reino de los incas: sus costumbres, sus usos, sus atuendos y la forma en que fueron sucediéndose los acontecimientos. Es nuestra permanente e idónea fuente de información, dividida en ocho tomos.

 

Antes de los incas, mucho tiempo atrás, del culto del Inti (el Sol) y Killa (la Luna), vivieron otros pueblos en la costa pacifica, en un vasto y silente desierto. El reino de los mochicas-chimúes, que también habitaban los breves y cálidos valles transversales de los Andes, por donde los ríos se atreven a entrar en cauces rumorosos de vida. El desierto inmisericorde, la boca del horno, abre paso a un pequeño mundo selvático, donde antes de la era cristiana vivieron estos pequeños y originales pueblos. El infierno y el paraíso transitado por esta gente particularísima, cuyas mujeres no tuvieron inconveniente en dejar para la posteridad, plasmadas en arcilla, diversas formas del placer humano y su desencadenante: el misterio de la procreación.

 

En las metrópolis situadas en el desierto se han encontrado figuras en las que con lujo de detalles se puede presenciar un parto, asistido por una comadrona en el reducido tamaño de veinte centímetros cuadrados.

 

La expresión de la parturienta, con el dramatismo común a este trance, el cuerpecito arrugado del niño, hasta el detalle de las uñitas del pequeño.

 

Otras, de a miles, donde destapado el techo de la choza, se encuentra la pareja en una violenta escena amorosa y, por supuesto, toda la variedad que involucra este verdadero kamasutra americano, en el que también constan las aberraciones más practicadas, entre ellas la sodomía.

 

Según las crónicas, este pueblo agricultor, en algunos tiempos guerrero, fue conquistado por los incas, que mucho se escandalizaron por sus prácticas sexuales y mandaron a desterrar estas costumbres por considerarlas nefastas para el Estado, con fuerza de ley. Ellos consideraban que era una manera de defender la ley del Inca que mandaba multiplicar la población de su imperio, como forma de aumentar sus vasallos y, por ende, su poderío.

 

Horrorizados ante tal "desperdicio de semilla" ya que la pérdida de niños era pérdida de pueblo, condenaron la sodomía como abominable, y trataron de extirparla destruyendo familias y hasta tribus enteras. Pero a pesar de todo, persistió, escribe Cieza de León.

 

El hombre precolombino fue un exquisito tallador de piedras y orfebre singular, constructor de ciudades cósmicas, caminos y acueductos. Gobernaron y manejaron las ideas religiosas en este apartado rincón, como en el resto de las grandes civilizaciones, pero sus mujeres fueron las que contaron, como en ninguna otra cultura, la historia de su pueblo a través del tiempo, en la forma más sabia, más simple: en los cacharros que domésticamente debían usar o en los keros, sus vasijas ceremoniales. Como no tenían escritura, la vida cotidiana, con sus circunstancias más variadas, se plasmó en las cerámicas amasadas por ellas mismas, donde volcaban en pormenores de todo aquello que las impresionaba, las aterraba o las exaltaba en cada hogar mochica.

 

Un pueblo es como un hombre: cuando éste desaparece nada queda de él, a menos que haya tenido la precaución de dejar sus huellas en las piedras del camino, como dice Elie Faure.

 

Los arqueólogos han desenterrado fascinados un abundante testimonio de la vida de estos antiguos dueños de la tierra, han extraído el canto de la tierra estremecida, como dice Donaire, el poeta peruano, que alumbra lo que de veras pasó antes de la llegada del hombre blanco a destruir lo que costó siglos en levantar. Las pequeñas mochicas -no superaron el metro y medio de altura- no solamente trabajaron el barro con arte, sino también con ciencia. La colección de pinturas mochicas que existe en los museos del Perú es todo un tratado de anatomía, fisiología y patología de su propia gente.

 

Hay en Lima, en el barrio llamado Pueblos Libres, un complejo museo particular, el Larco Herrera. Allí se expone una valiosa colección de artes cerámicas y de orfebrería, que llama la atención de los científicos de todo el mundo. Lógicamente, también lo han invadido los curiosos, que más se inclinan por recibir el mensaje pornográfico que por meditar sobre el grado de cultura de sus autores. En efecto, en pocos años lo que fue una curiosidad científica, un estudio antropológico, se ha convertido en un lucrativo negocio para los productores de figurillas eróticas. El museo de arte pornográfico Larco Herrera ha sido virtualmente atacado por un frenesí colectivo de adquirentes de souvenires duplicados de piezas originales. Con la llegada de los turistas norteamericanos se ha desatado el boom de la artesanía erótica.

 

Sin embargo, al caso hay que estudiarlo con la seriedad que merece: ¿por qué este pueblo tuvo esa característica dominante, reflejada en este extraordinario sentido estético, trabajo exclusivamente femenino? No caben dudas de que los órganos sexuales eran tenidos como sagrados, de allí que los vasos ceremoniales para escanciar la chicha, su bebida autóctona, se hacían con la forma de los genitales, tanto femeninos como masculinos. El acto sexual también era un rito, como para los egipcios, los babilonios o los hindúes, y en cuanto a los árabes -lo dice el Islam- "la peregrinación a la Meca no es perfecta si no se copula con el camello". Por lo visto, la bestialidad para los hijos de Mahoma era cosa baladí.

 

Cieza de León remarca en sus crónicas: Las mujeres cometían sodomía con sus maridos, hasta cuando amamantaban a sus hijos, y tras él vinieron los misioneros cristianos, que no fueron menos severos que los incas y desataron sobre ellos las hogueras de la Inquisición para los mal acostumbrados.

 

Hoy. los mochicas han cobrado actualidad: diríamos están de moda, gracias a la libido de nuestros primos rubios del Norte, que han encontrado una curiosidad para fotografiar y llevarse un recuerdo folk para su hemisferio.

 

Otro hecho significativo, en este ahora llamado gran arte, es que es la mujer la que historia estas conductas sexuales; también es la narradora científica de las enfermedades. Allí, con detalle, están las dolencias eruptivas, las infecciosas, las degenerativas y las malformaciones, como en nuestros modernos y visitados museos de cera, pero plasmados en cerámica policromada de extraordinario realismo.

A esta muestra de arte se le ha dado en llamar "cerámica parlante" ya que ilustra más que varios tomos de literatura médica y resulta toda una aventura encontrar en determinados lugares del inhóspito desierto las tan codiciadas "huacas".

 

En Perú y en toda la costa pacifica de Sudamérica "huaca" es el lugar mágico y misterioso, equivalente al "numen" de los romanos. Huaca es la tumba, la pirámide, un rasgo natural de la tierra. Todo culto es huaca y hasta los muertos se convierten en huacas.

 

El bueno de Cieza de León, que ya no tenia ojos para mirar tanta conducta libidinosa, también anotó que las mochicas eran bellas, de sedoso cabello trenzado y abundante flequillo. De físico delicado, sumamente laboriosas y, cosa extraña, no ejercían la prostitución pese a ser tan lujuriosas.

 

[1] Ensayista, narradora, conferencista, periodista, ha viajado constantemente por América india para volcarlo en sus publicaciones.

 

Es una estudiosa defensora de las razas perseguidas y esclavizadas, fervorosa militante de los Derechos Humanos y una docente que aún no ha claudicado.

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

20 de julio de 2008

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