Las Candilejas del Camino del Sur "Buen
día, Nostalgia" |
El personaje que describe este relato es tan rotundo y atractivo que bien se adaptaría para un guión cinematográfico -hasta tiene ese ritmo-. María Carrére fue una auténtica y apasionada
civilizadora a través de su profesión de actriz, en el medio menos
apropiado: las tolderías del desierto que en otros tiempos nos rodeaba. Ella con su hatillo de escritura se las arregló para
salir airosa de su aventura y llegó a contarla. Muchas
veces los espejismos que fulguraban ante sus ojos le mintieron la llegada
de tropas para liberarla. Mucho había hurgado en el horizonte para
descubrir los jinetes esperados. Muchas noches las luces fugitivas le
hablan hecho saltar el corazón con nuevas esperanzas. De modo que allí
estaba la mujer con el rostro ávido al acecho de la novedad. Por eso el
horizonte, en una nube de tierra, la tenía absorta a la espera. Aquella
era una relación de años: ella y la lejana línea que limitaba la pampa
inclemente. La mujer siempre interrogando y el horizonte caprichoso
siempre respondiendo charadas. A María Carrére se fe habían venido encima todos los años del almanaque, los del alma y los del cuerpo. Esos años en las tolderías le habían terminado de cuartear la piel, esa piel de diáfanas blancuras que fueron su gloria en los escenarios. Su cabello, falto de tinturas y cosméticos, se habían resignado al rodete gris; sus ojos claros, tan expresivos y decidores, otrora resaltados por sombras seductoras, eran dos cuentas verdes en un nido de arrugas; sus manos, esas palomas que revoloteaban por las emociones, eran dos aves abatidas que sólo cobraban vida sobre el papel cuando un lápiz jugueteaba en él, el lápiz y el papel: algo así como su seguro de vida. |
Repasó su existencia en Quenque, allá donde el
desierto y la soledad se han agotado de puro extenderse. En las tolderías
grandes de Baigorrita, allá donde los ranqueles se sentían señores. Hasta esos confines se la llevaron cuando la tropa de
carretas que se dirigía a Chile fue asaltada en las inmediaciones del Río
Cuarto. Los ranqueles siempre buscaban comida, armas, ginebra, pero por
sobre todo trapos de colores. Lo que más encendía su codicia eran los
sombreros... y las mujeres blancas. ¿Acaso los blancos no se llevaban
siempre las indias con sus hijos? Recordó con horror cuando aparecieron
aquella noche, de sorpresa, tumbándoles los vehículos. Los baúles de la
compañía de artistas venidos desde Europa habían quedado ahí nomás,
reventados a lanzazos. Entre gritos que paralizaron a la tropa,
desparramaron el vestuario de las obras estrenadas en Buenos Aires; en
aquella ciudad, chata pero próspera habían tenido su éxito. Las piezas
dadas, todas clásicas del teatro español, habían gustado a los porteños,
siempre bien dispuestos a admirar las escasas frivolidades llegadas de la
civilización. Hasta habían concurrido las autoridades de este país que
querían imitar a París. ¡París!, su ciudad, a la que debía volver si
es cierto lo que pronosticaba la nube de polvo en el horizonte. Recordó
sus galas desparramadas: sus encajes, sus sombrillas, sus alhajas de
utilería, sus zapatos... todo llevado por la tolvanera, los remolinos,
los gritos ávidos. Entre un viento infernal se realizó el reaparto. Sólo
le dejaron lo puesto y un bolso de mano con sus enseres de escritura: un lápiz,
pluma, papeles y una vieja libreta, cosas poco atractivas para la indiada. Se enloquecieron con las pelucas, los afeites, las
capas, las vaporosas boas de plumas. Se sintió morir ante el despojo,
violada en su mundo de fantasías. El escenario había sido su vida, sobre sus tablas había
pasado lo mejor de ella. Sus amores y sus éxitos. Pero esto de venir a
parar en la propia guarida de los ranqueles luego de tantas
recomendaciones, la sacó de quicio. ¡Era para morirse!
De la rutilante Europa venir a parar a los más lejanos confines de la
más absoluta soledad. Varios de sus compañeros murieron en el entrevero.
Los de la tropa también, en un intento de contraataque y alguno que otro
indio audaz. Un remolino gigantesco le aventó los papeles con los poemas
y canciones del repertorio. El viento los desparramó por los médanos
cuando atinó a juntarlos. Al llegar a la toldería, las indias en un principio
creyeron que podría ser del interés del cacique, pero cuando notaron que
el pelo comenzaba a encanecer sin los consabidos cosméticos, le
prodigaron un trato más benigno ya que no entraba en la competencia y en
los celos. El cacique Baigorrita la sorprendió un día escribiendo
en la libreta salvada por milagro. Le arrebató lo escrito increpándola: -¿Así que sabes escribir? Bueno, haceme una carta para
los jefes huincas. De ese modo comenzó una actividad impensada: ser la
secretaría del cacique. Un personaje que todavía no había interpretado. Aprendió de letras el indio y la cautiva tuvo en el
indio un maestro para interpretar la
naturaleza, esa dura lucha por la supervivencia. Sin siquiera pensarlo
escribió parte del drama de los dueños de la tierra contra los que venían
en nombre del progreso y la civilización a despojarlos de todo. Fue
testigo y parte del poder del Remington. Constató que su cautiverio tan
doloroso era la contracara del robo y la esclavitud de las indias llevadas
por los blancos junto con sus hijos para ser la servidumbre barata en las
ciudades y estancias. Gracias a la correspondencia conoció a otros
caciques, se metió por el foro en sus vidas, hizo de apuntador, de
actriz, dramaturgo, tramoyista y utilero. El escenario era ahora aquella
tierra inconmensurable, implacable y bárbara, como los hombres que
brotaban a uno y otro lado de la acción. Los indígenas la aprendieron a respetar en vista del
papel que desempeñaba a la sombra del cacique. Las indias, no vieron en
ella una rival en las preferencias del jefe. Se le fueron entregando
lentamente, sobre todo cuando las asesoraba en cómo acicalarse, en cómo
urdir las matras más delicadas. La mujer era sabia porque había andado
caminos y porque ya sin afeites, aparecieron los signos de los años que
para la cultura de sus captores era cosa de respeto. Le consiguieron nuevas ropas de nuevas correrías y más
tinta, pluma y papel para su trabajo de "lenguaraz escribiendo". Ahora estaba frente al desierto, con la vista vagando
por la línea del misterio. Las tolvaneras le borraban el Camino del Sur,
por donde vendrían a buscarla desde el Consulado de Francia. Mojó sus
pies en el río Cuarto donde ya había lavado las escasas pertenencias
para que la encontraran siquiera presentable. Algo de su antiguo éxito se
reverdeció en la villa cuando alguno de los pobladores, enterado de la
historia, le pidió que recitara o que cantara. Pero su voz se quebró y
su memoria se hizo un laberinto. Cuando Baigorrita huyó de la militada,
dejándola con otros cautivos, en el confín de sus tierras, ella se las
arregló, conociendo los lugares tantas veces descriptos por el cacique y
escritos en las cartas, para orientarse y llegar hasta el Camino del Sur.
Las enseñanzas del jefe le habían resultado útiles. Ahora esperaba que aquella polvareda le descorriera el
telón sobre ese otro drama que tenía por delante: la vuelta a Europa. Cuando tuvo ante sí la diligencia y la partida de
soldados que harían seguro el camino, sólo atinó a alzar el hatillo de
sus chismes de escritura: su seguro de vida. A la noche, cuando emprendieron el
ansiado viaje de regreso hacia La Carlota, las fogatas junto al río se le antojaron familiares
candilejas. Otra vez, a María Carrére se le alzaba el telón sobre un nuevo acto en el drama de su vida. Sin duda, no tan interesante y novelesco como el actuado en el agreste imperio de los ranqueles. |
Por
Susana Dillon
"Buen día,
Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)
15 de febrero de 2009
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