Relatos maravillosos
Las amazonas
Susana Dillon

Impulsados por la leyenda griega de las amazonas, dos tuertos andariegos en son de conquista, dejaron documentos de haberlas visto, descubriéndolas en el río más grande del planeta. Pero no se atrevieron a abordarlas, hacían el amor de otra manera.

Historia con dos tuertos que tuvieron mucho para ver

"Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza y andan en cueros, tapadas sus vergüenzas; con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios".

Fray Gaspar Carvajal, cronista de Orellana

 

"Un hombre dominado por otro hombre

es un cobarde, si domina una mujer, está

simplemente en manos del destino".

Hartzell Spence."La sombra que pasa".

 

Desde la antigüedad tuvo inquietos a los hombres la leyenda de las marimachos, de las mujeres fuertes que podían empuñar armas con la misma bravura, o tal vez algo superior, que lo hicieron los que pertenecen al autollamado sexo fuerte.

 

La mujer, primer ser humano caído en la esclavitud, si daba vuelta las leyes del juego impuesto por la fuerza o por las religiones, era doblemente peligrosa empleando sus clásicas potencias, en otra cosa que fuera el complacer al hombre, el parir hijos y el servirle en los menesteres domésticos.

 

De allí que surgieran mujeres que se dedicaban a otros objetivos, tan específicamente masculinos como guerrear y mandar, además de no tener en cuenta el sexo opuesto más que para el mero acto de fecundación, para luego arrojarlos como material descartable, era algo que no sólo los conmocionaba hasta los mismos cimientos de la masculinidad, sino que les revolvía los sesos, les trastocaba los valores, les hacía pedazos los esquemas y para ser más gráfica: les rompía los huevos.

Hasta el siglo XVIII las siguieron buscando. Muchísimas crónicas de ese periodo hacen referencia a la proximidad de tribus de estas machonas de tan mal ejemplo.

 

Empezando por Colón que ya las tenía fichadas y por las crónicas de Pedro Mártir, primer historiador del nuevo mundo, aseguraban que varias amazonas se escondían en las cuevas de las islas del Caribe y que estaban allí al reparo de los fuertes vientos que soplaban por esos mares de Dios, lo cual, impedía acercárseles, también remarcaban que algunos especimenes andaban depredando en la tierra firme, lo cual se les figuraba el colmo de la osadía.

 

La leyenda, para estos navegantes por mares de monstruos y tierras del Edén, los tenía a mal traer, poniéndolos en la aventura de ir papando vientos y contando maravillas, pero tal circunstancia les venía de lejos. Los griegos aseguraron

que estaban guarecidas en el Asia Menor y las llamaron amazonas porque se les atribuía la práctica de amputarse los senos para mejor poder cargar y portar su arma favorita: el arco y las flechas, aunque eran diestras con lanzas y otras armas arrojadizas. 

Además eran dueñas y señoras de la espesura, sin hombre que las mandara. Una sola vez al año eran admitidos ejemplares masculinos para el acto de la fecundación y comprobados los resultados eran remitidos sin más trámites de vuelta al lugar de procedencia. Y no había oportunidad para demostraciones sentimentales, por más versos que compusieran ni canciones a la luz de la luna. Las niñas que nacían se criaban con sus madres, pero los niños o se sacrificaban o "que se los lleve su padre".

 

Nada de que quedara uno ni para semilla. Este trago amargo para la masculinidad necesitaba su correspondiente escarmiento - ¿Qué habría sido de los procreadores arrojados del efímero Edén con la moral por el piso?- A buen seguro que si tales aventuras hubieran ocurrido en nuestra tierra, habría tela y sustento para tangos de mi flor. La historia persistió en la edad media, ganando fuerza en la boca de los viajeros célebres como Marco Polo, Sir John Mandeville y Pedro Tafur que difundieron lo visto y oído en sus viajes, ante auditorios selectos y boquiabiertos.

 

Ellos alentaron la creencia de que las guerreras habitaron la costa del África y su verdadera patria era una marisma de Sierra leona. Otros escritores las situaron en Finlandia y Oviedo y Heredia en la India, dando información de primera mano. El famoso Pigafetta, cronista del viaje de Magallanes, dando por primera vez la vuelta al mundo, aseguró estaban en la Patagonia. Pero lo que todavía sigue consternado es que un inglés de cabeza fría y cálculos más fríos aún, aquel que fuera pirata reconocido y galardonado por Su Majestad Británica Isabel I (y también fue su novio según la novelería) dejó testimonio de los distintos grados de convicción de lo que sería el hábitat de tan temibles féminas.

 

De modo que, descubiertas las Indias en los mares del oeste, se abrió para los crédulos la posibilidad de localizar, al fin, a tan huidizas hembras.

 

Sería Orellana, aquel viajero impertérrito, que descubre el río más grande del planeta el que va a tener la gloria o la locura de haberlas visto y combatido con ellas. De allí que el magno río, en cuyas márgenes fueron avistadas, no llevaría el nombre de su descubridor, como se estilaba, sino Amazonas. El descubrimiento del coloso fue más grande que el mito tan perseguido, pero el mito pervive.

 

Don Francisco de Orellana había nacido en Trujjillo, tierras de Extremadura, se supone que en 1511 y pariente de los Pizarro, tal vez primo bastante cercano de aquellos porquerizos que llegaron a noble gracias al oro de América. Muy joven arribó a las Indias a compartir aventuras con sus parientes, ocupando destacada actuación en la conquista del imperio incaico, la captura de Atahualpa, y la toma de Cuzco.

Pizarro repartió entre sus capitanes las tierras que debían disputar aún con los indios, a Orellana le asignó las provincias del norte y allí por tercera vez, fundó Guayaquil emprendiendo desde esa región, junto a Gonzalo Pizarro la búsqueda de El Dorado y el País de la Canela, en una penosísima y desastrosa aventura. Don Francisco de Orellana era hombre de juicio, de recia contextura física, de buena estampa, pero había perdido un ojo en las batallas contra los indios, lo que hacía que su carácter fuese acomplejado y retraído. Gonzalo Pizarro, su pariente rico, era todo lo contrario: fatuo y fantaseador, arrogante y osado.

 

Tras mucho buscar las tan mentadas riquezas del Rey Blanco sin encontrar más que desventuras y muerte de la tropa, tomó Orellana otro rumbo con un puñado de hombres. Fabricaron un Bergantín y algunas canoas y con escasos víveres siguieron en la búsqueda de tesoros, que según los cálculos de todos, opacarían los juntados con la captura de Atahualpa. Desde la cresta de los Andes, descubrieron las nacientes del Marañón y de uno a otro afluente, entre rápidos y aguas embravecidas llegaron a un importante río que comenzaron a navegar una vez construido un segundo bergantín con más maña que elementos y se largaron a la búsqueda del siempre perseguido El Dorado. Habían recorrido desde Quito al Napo, que así se llamaba el río que es de lo peor que una se pueda imaginar. Dice el cronista:- "Son insuperables los embarazos de ríos infinitos, sin puentes, inmensos lodazales, inaccesibles subidas de cerros, cerradas y espesas montañas, cenagosos pantanos, peligrosos pasos en los escapes, desabrigo de hospedajes, esterilidad de víveres..."

 

Llegaron a Quijos y allí, donde ya habían muerto todos los indios cargadores, mulas, y muchos españoles, se separaron definitivamente el arrogante Pizarro y el reflexivo Orellana, aquel con el grueso de la expedición y éste con un puñado de hombres y su cronista, el dominico Fray Gaspar Carvajal, a quien los indios de un flechazo dejaron también tuerto.

 

No encontraron ni rastros de oro ni de la canela de perfumadas y rubias hojas. Sólo algunas plantas miserables por las que no valía la pena morir. El hambre era a estas alturas el más grande enemigo, tanto como la naturaleza adversa. El padre Carvajal, intrépido narrador de esta epopeya, es el que ha dejado un pormenorizado relato de todas las vicisitudes de la empresa, allí justifica la división que sufre la expedición fracasada, regresando Gonzalo Pizarro con el grueso de la gente y lo mejor de las armas, quedando Orellana y su menguada legión a bordo de los bergantines para navegar aquellas aguas llenas de turbiones, remolinos, corrientes encontradas, rápidos y cascadas con el agravante de un clima malsano, fiebres y disenterías. Aquello fue una, improvisación tras otra, en la constante lucha contra la naturaleza, las fieras y los indios que les daban tregua. La posibilidad de llegar aguas abajo hasta encontrar donde desaguaba era una aventura que con todo tesón defendían ….. y llegó el día que encontraron el "padre de los ríos", la mole de agua más impresionante del mundo. La idea de conseguir oro en las riberas los iba abandonando, pero cobraba forma el pensar que las amazonas sin duda debían poseerlo.

 

Hubo algunas  tribus que les prestó socorro, granos de maíz, calabazas, ñames, tortugas y mucha pesca, pero otras, las más, los hostilizaron en forma permanente. Los fieros españoles, armados de hierros, cubierto por entero su cuerpo con yelmos y armadura, cuando subían a las livianas canoas, de pronto caían a los más profundo de las aguas, atacados por ágiles y anfibios enemigos que les caían de los árboles, emergían de la espesura y nadaban como peces, además de ser diestros en el manejo de arcos y flechas. Los foráneos con sus pesados ropajes, y cargando sus ballestas y arcabuces tardaban entre tiro y tiro un espacio de tiempo que los indios aprovechaban. Hubo bajas entre los indios pero más entre los españoles. El padre Carvajal, relata horrorizado como los naturales al mando del cacique Machiparo no los dejaban bajar de la embarcación, siendo hostilizados desde la ribera por innúmeras tribus, que se pasaban el mensaje de la proximidad de los barbudos mediante los tambores que día y noche sonaban. De esa manera no podían llegar a tierra a abastecerse de víveres.

 

En las riberas se veían sembrados de maíz, yuca, camotes, sandias, bananas, bien defendidos contra los intrusos, organizados y armados.

 

Los españoles, cuando podían bajar atrapaban a algún indio para que les diera informes sobre las mentadas amazonas, pero estos siempre terminaban con la misma cantinela -que se cuidaran de ellas porque eran terribles-. Cada vez estamos más cerca -comentaban inquietos-.

 

Ya a estas alturas comían sopa de suela y correas, guiso de mono y fritos de garza. A veces les robaban a los indios, tortugas que estos guardaban en corrales a la orilla del agua.

 

El encuentro

 

El día de San Juan, navegando cerca de la costa, en busca de sitio para ranchear, se toparon por fin con las mentadas mujeres. La agresión de ellas fue inmediata. Cuenta Carvajal -"Estas mujeres son muy blancas, altas, tienen largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza, son muy membrudas y andan desnudas, en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y sus flechas, haciendo tanta guerra como diez indios y en verdad que hubo mujer de éstas que metió un palmo de flechas por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín...”

 

Más adelante se las tuvieron que ver con indios que eran tributarios de las amazonas los cuales combatían “bajo el mando de éstas y peleaban tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas y al que las volvía delante de nosotros lo mataban a palos y ésta es la causa por donde los indios se defendían tanto”.

 

Tales noticias no fueron más que acicate para saber más de aquella leyenda viviente.

 

La loca imaginación hispana los hacía empujar para adelante no obstante el hambre, las enfermedades y lo menguado de la tropa, parecían en estas circunstancias una corte de mendigos zaparrastrosos.

 

Sin embargo, tuvieron suerte en encontrar un indio pescador que se había cortado de los demás y mediante hábiles interrogatorios del fraile, que se había hecho diestro en traducir, les descerrajó lo que faltaba:-Las mujeres guerreras vivían tierra adentro, a distancia de 40 leguas, ocupaban como 70 pueblos y en aquellos parajes no había sino mujeres que guardaban celosamente las entradas y defendían fieramente todo lo que era su posesión.

 

El indio aseguró que no eran casadas, ni residía hombre alguno con ellas, a lo que Orellana quiso más detalles "... que como no siendo casa­das, ni residía hombre con ellas se empeñaban-" entonces el hombre prisionero la completó" -que estas indias participan con indios en tiempos y cuando les viene aquella gana (ellas) mucha copia de gente de guerra y van a dar guerra a un muy gran señor que reside y tiene su tierra xunto a estas mujeres y por la fuerza los traen a sus tierras y tienen consigo aquel tiempo que se les antoja y después que se hallan preñadas les tornan a enviar a sus tierras sin hacerles otro mal, cuando viene el tiempo que han de parir, que si paren hijo lo matan o lo envían a sus padres y si es hija la crían con grande solemnidad y la imponen de las cosas de la guerra. De entre todas estas mujeres hay una señora que subjeta y tiene bajo sus manos a todas las demás y jurisdicción, la cual señora se llama Cañorí. Dice que tiene una orden que poniéndose el sol no ha de quedar indio macho en todas estas ciudades que no salga afuera y se vaya a sus tierras, más dicen que muchas provincias de indios los tienen a ellas subjetos y les hacen tributar y que les sirvan..."

 

Si algo les bastaba saber a los expedicionarios, con lo relatado por el indio tuvieron basta. No eran los hispanos material óptimo para tributar, obedecer, irse a dormir al caer el sol y salir a guerrear al mando de mujeres, recibiendo palos si no resultaban suficientemente eficaces.

 

En cuanto a servir a las mujeres "-cuando a ellas les viene aquella gana-", eso jamás estaría en su cabeza ni en sus planes. El colmo todavía iba más lejos, en que una vez satisfechas, los fletaban de vuelta, con una complaciente palmadita en las nalgas, no dando lugar a escenas lacrimosas ni reclamos de los desalojados. Lo dicho anteriormente, el tema daba para tango.

 

El objetivo de la búsqueda del oro, a estas horas ya se había desdibujado, si es que tenían que guerrear con los marimachos. El viaje pues siguió su curso siempre hostilizados por canoas cargadas con flecheros. En julio ya se sentía el reflujo de la marea oceánica y luego de varios días entraron en una maraña de islas en las que pudieron conseguir víveres y tomar aliento.

 

Luego de semanas de maniobrar para sortear la pororoa (desembocar en el océano) el 26 de agosto de 1542 ya estaban en el mar. Habían navegado desde su naciente el río más grande del orbe.

 

Según lo afirmado por Roberto Levilller "se transformó la romántica aventura en una explotación que proporcionó a España el conocimiento y la propiedad de un mundo de millones de Km2 extendidos entre la cordillera de los Andes y la línea de Tordecillas... pero que desatendida poco a poco pasó a manos ajenas..."

 

Este Río Grande, como fue llamado en un principio, pasó a tener un nombre romántico, tan apropiado, para aquellas épocas de grandes espejismos y gente delirante - Río de las Amazonas-; no se llamó Orellana, como América no sé llamó Colombia en honor a su descubridor. El nombre de los mitos y menos de los lugares geográficos no obedecen ni a la justicia ni a la lógica.

 

Así, en el ancho y misterioso río, infectado de anacondas y caimanes, bajo la cúpula sonora del pulmón del planeta, las vieron dos tuertos entre la bruma que se levanta y todo lo envuelve. Allá quedan, entre la fronda de tupidos verdes, empuñando el arco pero no toman puntería, sólo nos están guiñando un ojo.

 

Son la broma más pesada, gastada a la masculinidad de todos los tiempos.

 

-"A no joder con estas hembras"- se dijeron los tuertos y se apretaron el yelmo, proa a Sevilla.

Susana Dillon

Relatos maravillosos 
Diario Puntal

1 de marzo de 2009

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