La
víspera de todos los santos |
Hugh,
un hermoso muchacho irlandés, del sur, por supuesto, se quedó hasta muy
tarde a pescar. Los peces salían del agua como si alguien los hiciera
disparar al aire, tal era la abundancia de la pesca. Orgulloso veía cómo
se llenaba la bolsa que había llevado mientras contemplaba el ocaso
luciendo sobre el lago sus esplendores. Él seguía amontonando su pesca
con la alegría de un día bien aprovechado, mientras se acercaba la
noche. Las estrellas comenzaron a salir tímidas, pero al momento, al
mirarlas .con mayor atención, las observó como si danzaran sobre las
quietas aguas del lago. Y cada vez le parecían más grandes y luminosas. En
las orillas comenzó a distinguir otras luces pequeñas que portaban los
componentes de una verdadera muchedumbre que se paseaba y conversaba en
corrillos. Unos llevaban canastas y bultos, otros instrumentos musicales
con los que ejecutaban un sinfín de melodías que se confundían entre sí,
dando la sensación de estar afinando para un gran concierto. Cantaban,
saltaban, bailaban, reían, bromeaban. —Se los ve alegres, ¿a dónde van? -les preguntó Hugh. |
—Pues,
a la feria -contestó un raro personaje vestido de chaqueta de terciopelo
y tricornio verde cruzado con una cinta roja en la cintura-. Ven
con nosotros Hugh Flynn, te divertirás, comerás y beberás como nunca en
tu vida. Al
momento se le acercó una linda chica pelirroja que venía cargando una
pesada canasta con signos de cansancio. —Te
llevo tu cesta, preciosa -se ofreció galante Hugh, entrometiéndose en la
multitud, pero siempre cerca de la pelirroja. La
gente seguía cantando y riendo en camino a la feria. Gaitas, flautas y
arpas sonaban acariciando el aire. A pesar del peso de la canasta, el
muchacho estaba deslumbrado por lo que veía. Cuando llegaron por fin, el
espectáculo era de lo más colorido que se pudiera imaginar. Se
encontraban y saludaban los conocidos, bailaban y se abrazaban las
parejas. La gente comía manjares deliciosos, bebían vino rojo en copas
de fino cristal. Los gaiteros, arpistas y flauteros tocaban viejas y
tradicionales melodías que la muchedumbre cantaba y silbaba. Aquello era
como estar en los jardines de un rey, un día de coronación. Hugh no veía
la hora de bailar con la pelirroja que lo tenía atrapado. —Bueno,
deja la cesta -dijo por fin la chica-. Veo que estás rendido. Hugh dejó
en el suelo la canasta, se abrió la tapa y de allí salió
despaciosamente un duende tan feo como nadie puede imaginar. —¡Ah!
Gracias, Hugh -dijo el hombrecito con una reverencia-. He hecho un viaje
de maravillas. Como estoy muy viejo, debo viajar siempre así. Extiende
las manos, que te recompensaré, muchacho -el duende echó en las manos de
Hugh un gran puñado de monedas de oro, y como le pareció poco, le dio
otro y otro. Al muchacho se le llenaron los bolsillos que tintineaban
con su carga-. Ahora -dijo el duende-, compra
bebida y bebe a mi salud. Te aconsejo que no te asombres de lo que veas u
oigas por aquí. El
hombre de chaqueta verde y banda roja en la cintura se acercó para
decirle: —Estate alerta que ya viene para ver esta feria el mismísimo rey Finvara con su esposa. |
El
muchacho, al sentir aquella noticia se sobresaltó porque de todos es
conocida la mala fama de este rey, contradictorio y caprichoso monarca del
mundo de las hadas. Tanto puede tratar bien a los mortales como convertirles
la vida en un infierno. Al
momento sonó un cuerno para anunciar la llegada de una bellísima carroza
tirada por cuatro caballos blancos. De su interior bajó Finvara todo
vestido de negro y plata dando la mano a una gentil dama cuya cara cubría
un velo dorado. El traje de la reina era un solo destello de pedrería. —¡Aquí
está el rey de los hechiceros! -gritó el duende en puntas de pie, ya que
no veía lo que pasaba. Hugh
casi se desmaya al tenerlo tan cerca mientras veía la cara de disgusto
que le causaba su presencia al soberano. —¿Y
qué hace aquí este hombre? -preguntó fastidiado. Los
que rodeaban a los recién llegados comenzaron a reír y reír dando
la sensación de que iban a desintegrarse. Aparecieron en ésas, cientos
de bailarines que los rodearon queriendo meterlos en la ronda. Los tomaban
de las manos para arrastrarlos a la frenética danza. Intentaron de varios
modos, pero Hugh estaba perplejo, como clavado en el piso en medio de los
giros, las rondas, las cabriolas, los saltos y los gritos. —¿Sabes quiénes son los bailarines? Mírales bien. ¿No los conoces? -preguntó el duende. |
Al mirar fijamente Hugh se percató de que su perseguida pelirroja le recordaba a alguien que había muerto hacía un año en su aldea. Luego, uno tras otro reconoció parientes y amigos que habían marchado al otro mundo hacía mucho tiempo. Reparó que aquella gente vestía largos sudarios blancos. Intentó varias veces salir de la ronda mientras los bailarines reían y reían mostrando sus dientes cada vez más largos. Aquella risa le taladraba la cabeza, lo ensordecía y enloquecía. Se sentía morir de desesperación y pánico. La cabeza le daba tantas vueltas como la ronda macabra. Se sintió sin aire, sin sangre, cayó en un pozo negro, sin fondo.
Al
otro día, cuando calentaba el sol, se despertó en medio de la colina, dentro
de un antiquísimo círculo de piedras. Era el rath de las hadas, lugar en el
que ellas se encuentran para sus reuniones. Se miró los brazos. Los tenia Se
palpó los bolsillos en busca de las monedas regaladas por el duende y sólo
encontró cáscaras de nueces. Nada del oro fabuloso. Hugh volvió a su
hogar taciturno y malhumorado. No supo dar noticias de la canasta llena de
peces ni dónde había pasado la noche. Sus padres creyeron que se había
pasado de copas en la taberna. Pensó que los espíritus se habían
burlado cruelmente de él. —Pero, ¿qué les habré hecho? -se preguntó.
Cuando se detuvo, en la cocina de su casa a prepararse su desayuno, vio el
almanaque: era 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Recapacitó: él
había perturbado la única noche en que los difuntos salen de fiesta.
Abandonan sus tumbas y bailan sobre la colina, a la luz de la luna. Es la única noche del año en que los mortales tendrían que quedarse en casa, sin atreverse a mezclar con la gente del más allá.
Tía
Maggie era asidua a las ceremonias religiosas y mucho más al culto de los
muertos, nos llevaba a misas y funerales de sus relaciones. Tal cosa nos
impresionaba, pero existía la contrapartida de invitaciones a almuerzos y
justas deportivas. Para
el día de Todos los Santos y el siguiente, de Difuntos, visitábamos las
tumbas de los abuelos con las clásicas cruces célticas en el cementerio
de Pergamino. Recordaba
a la generación anterior, los que había llegado mucho antes a estas
tierras donde no había duendes en canastas, ni rey de hadas, ni bailes de
espíritus. La pampa inconmensurable tenía otros misterios que bien podían
entrecruzarse con los suyos. El Eleuterio estaba siempre listo a
convocarlos y a encontrarles similitudes. Tal
vez por eso el gaucho, cuando veía moverse las luces, como si bailaran en
el agua de la cañada, nos recordaba esas otras que brotan en la pampa,
cuando la noche se puebla de susurros, de ayes y de fosforescencias: las
luces malas y los fuegos fatuos. Sin
tener mayores tratos con el almanaque ni con el santoral, aquel hombre que
vivía teniendo como techo propio el cielo y como piso el campo infinito,
sabía de las almas que vagan en forma de luces buscando la paz: —Anchimallén -solía decir. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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