La víspera de todos los santos
Susana Dillon

Hugh, un hermoso muchacho irlandés, del sur, por supuesto, se quedó hasta muy tarde a pescar. Los peces salían del agua como si alguien los hiciera disparar al aire, tal era la abundancia de la pesca. Orgulloso veía cómo se llenaba la bolsa que había llevado mientras contemplaba el ocaso luciendo sobre el lago sus esplendores. Él seguía amontonando su pesca con la alegría de un día bien aprovechado, mientras se acercaba la noche. Las estrellas comenzaron a salir tímidas, pero al momento, al mirarlas .con mayor atención, las observó como si danzaran sobre las quietas aguas del lago. Y cada vez le parecían más grandes y luminosas.

 

En las orillas comenzó a distinguir otras luces pequeñas que portaban los componentes de una verdadera muchedumbre que se paseaba y conversaba en corrillos. Unos llevaban canastas y bultos, otros instrumentos musicales con los que ejecutaban un sinfín de melodías que se confundían entre sí, dando la sensación de estar afinando para un gran concierto. Cantaban, saltaban, bailaban, reían, bromeaban.

 

—Se los ve alegres, ¿a dónde van? -les preguntó Hugh.

—Pues, a la feria -contestó un raro personaje vestido de chaqueta de terciopelo y tricornio verde cruzado con una cinta roja en la cintura-.

Ven con nosotros Hugh Flynn, te divertirás, comerás y beberás como nunca en tu vida.

 

Al momento se le acercó una linda chica pelirroja que venía cargando una pesada canasta con signos de cansancio.

 

—Te llevo tu cesta, preciosa -se ofreció galante Hugh, entrometiéndose en la multitud, pero siempre cerca de la pelirroja.

 

La gente seguía cantando y riendo en camino a la feria. Gaitas, flautas y arpas sonaban acariciando el aire. A pesar del peso de la canasta, el muchacho estaba deslumbrado por lo que veía. Cuando llegaron por fin, el espectáculo era de lo más colorido que se pudiera imaginar. Se encontraban y saludaban los conocidos, bailaban y se abrazaban las parejas. La gente comía manjares deliciosos, bebían vino rojo en copas de fino cristal. Los gaiteros, arpistas y flauteros tocaban viejas y tradicionales melodías que la muchedumbre cantaba y silbaba. Aquello era como estar en los jardines de un rey, un día de coronación. Hugh no veía la hora de bailar con la pelirroja que lo tenía atrapado.

 

—Bueno, deja la cesta -dijo por fin la chica-. Veo que estás rendido. Hugh dejó en el suelo la canasta, se abrió la tapa y de allí salió despaciosamente un duende tan feo como nadie puede imaginar.

 

—¡Ah! Gracias, Hugh -dijo el hombrecito con una reverencia-. He hecho un viaje de maravillas. Como estoy muy viejo, debo viajar siempre así. Extiende las manos, que te recompensaré, muchacho -el duende echó en las manos de Hugh un gran puñado de mone­das de oro, y como le pareció poco, le dio otro y otro. Al mu­chacho se le llenaron los bolsillos que tintineaban con su carga-. Ahora -dijo el duende-,

compra bebida y bebe a mi salud. Te aconsejo que no te asombres de lo que veas u oigas por aquí.

 

El hombre de chaqueta verde y banda roja en la cintura se acercó para decirle:

 

—Estate alerta que ya viene para ver esta feria el mismísimo rey Finvara con su esposa.

El muchacho, al sentir aquella noticia se sobresaltó porque de todos es conocida la mala fama de este rey, contradictorio y caprichoso monarca del mundo de las hadas. Tanto puede tratar bien a los mortales como conver­tirles la vida en un infierno.

 

Al momento sonó un cuerno para anunciar la llegada de una bellísima carroza tirada por cuatro caballos blancos. De su interior bajó Finvara todo vestido de negro y plata dando la mano a una gentil dama cuya cara cubría un velo dorado. El traje de la reina era un solo destello de pedrería.

 

—¡Aquí está el rey de los hechiceros! -gritó el duende en puntas de pie, ya que no veía lo que pasaba.

 

Hugh casi se desmaya al tenerlo tan cerca mientras veía la cara de disgusto que le causaba su presencia al soberano.

 

—¿Y qué hace aquí este hombre? -preguntó fastidiado.

 

Los que rodeaban a los recién llegados comenzaron a reír y reír dando la sensación de que iban a desintegrarse. Aparecieron en ésas, cientos de bailarines que los rodearon queriendo meterlos en la ronda. Los tomaban de las manos para arrastrarlos a la frenética danza. Intentaron de varios modos, pero Hugh estaba perplejo, como clavado en el piso en medio de los giros, las rondas, las cabriolas, los saltos y los gritos.

 

—¿Sabes quiénes son los bailarines? Mírales bien. ¿No los conoces? -preguntó el duende.

 

Al mirar fijamente Hugh se percató de que su perseguida pelirroja le recordaba a alguien que había muerto hacía un año en su aldea. Luego, uno tras otro reconoció parientes y amigos que habían marchado al otro mundo hacía mucho tiempo. Reparó que aquella gente vestía largos sudarios blancos. Intentó varias veces salir de la ronda mientras los bailarines reían y reían mostrando sus dientes cada vez más largos. Aquella risa le taladraba la cabeza, lo ensordecía y enloquecía. Se sentía morir de desesperación y pánico. La cabeza le daba tantas vueltas como la ronda macabra. Se sintió sin aire, sin sangre, cayó en un pozo negro, sin fondo.

 

 

 

 

Al otro día, cuando calentaba el sol, se despertó en medio de la colina, dentro de un antiquísimo círculo de piedras. Era el rath de las hadas, lugar en el que ellas se encuentran para sus reuniones. Se miró los brazos. Los tenia ennegrecidos como si se los hubiese tiznado. No lo dudó, era el rastro que le habían dejado los muertos en su danza.

 

Se palpó los bolsillos en busca de las monedas regaladas por el duende y sólo encontró cáscaras de nueces. Nada del oro fabuloso. Hugh volvió a su hogar taciturno y malhumorado. No supo dar noticias de la canasta llena de peces ni dónde había pasado la noche. Sus padres creyeron que se había pasado de copas en la taberna. Pensó que los espíritus se habían burlado cruelmente de él. —Pero, ¿qué les habré hecho? -se preguntó. Cuando se detuvo, en la cocina de su casa a prepararse su desayuno, vio el almanaque: era 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Recapacitó: él había perturbado la única noche en que los difuntos salen de fiesta. Abandonan sus tumbas y bailan sobre la colina, a la luz de la luna.

 

Es la única noche del año en que los mortales tendrían que quedarse en casa, sin atreverse a mezclar con la gente del más allá.

 

 

 

 

 

 

Tía Maggie era asidua a las ceremonias religiosas y mucho más al culto de los muertos, nos llevaba a misas y funerales de sus relaciones. Tal cosa nos impresionaba, pero existía la contrapartida de invitaciones a almuerzos y justas deportivas.

 

Para el día de Todos los Santos y el siguiente, de Difuntos, visitábamos las tumbas de los abuelos con las clásicas cruces célticas en el cementerio de Pergamino.

 

Recordaba a la generación anterior, los que había llegado mucho antes a estas tierras donde no había duendes en canastas, ni rey de hadas, ni bailes de espíritus. La pampa inconmensurable tenía otros misterios que bien podían entrecruzarse con los suyos. El Eleuterio estaba siempre listo a convocarlos y a encontrarles similitudes.

 

Tal vez por eso el gaucho, cuando veía moverse las luces, como si bailaran en el agua de la cañada, nos recordaba esas otras que brotan en la pampa, cuando la noche se puebla de susurros, de ayes y de fosforescencias: las luces malas y los fuegos fatuos.

 

Sin tener mayores tratos con el almanaque ni con el santoral, aquel hombre que vivía teniendo como techo propio el cielo y como piso el campo infinito, sabía de las almas que vagan en forma de luces buscando la paz:

—Anchimallén -solía decir.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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