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Secretas alcobas del poder |
La sirena del Río de la Plata |
"La llegada de los Ingleses al Río de la Plata no sólo creó un conflicto bélico, del que salimos airosos gracias a la valentía de los locales, sino que desencadenó un violento romance entre Liniers, el héroe de aquellas jornadas, con una casquivana belleza francesa, "la Perichona", que jugó su papel de espía pagada por el Foreign Office, como suele ocurrir ahora en las películas de James Bond". S.D. Liniers era inhábil para decirle no a los amigos. Y también, más disculpable pero no menos catastrófico, para decirles si a las mujeres. Ese hombre infortunado, al que se le cruza abruptamente por el camino Ana Perichón, como un colectivo en una noche de tormenta a un desampara do ciclista". Hipólito Jesús Paz
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Hasta los pequeños escolares reciben las primeras nociones de lo que fueron las Invasiones Inglesas. Cuando llegaron las naves invasoras a fondear Buenos Aires el 24 de junio de 1806, el virrey Sobremonte estaba en el teatro que se llamaba por entonces Casa de Comedias, disfrutando del estreno de El sí de las niñas. El público asistente estaba a la altura de las circunstancias: pelucas empolvadas, tricornios, brocatos, terciopelos, joyas y entorchados, muchas sonrisas cubiertas tras los abanicos, ellas, y mucho comentar de lo bien que marchaban los negocios del contrabando, ellos. Además la sala lució, en lugar de velas de cebo, lámparas de aceite. ¡Lo que es el progreso!, se habrán dicho los presentes mientras transcurría la velada chismorreando sobre las modas de la vireina entre dimes y diretes. Cuando el secretario de Sobremonte cayó con la novedad, de pronto quedó el palco principal vacío, gesto que echó a rodar muchas conjeturas. Esa noche marcó el comienzo de la caída del virrey que huyó con su familia a Córdoba pues o no supo o no pudo contener al invasor ni neutralizar el encumbramiento de don Santiago de Liniers, noble caballero francés al servicio de España. Él si pudo y supo aprovechar la valentía criolla para arrojar a los ingleses. Por aquellos entonces caían a Buenos Aires, una aldea oscura del gran imperio español, algunos extranjeros, tanto provenientes de Inglaterra como de Francia, a hacer negocios, emparentados con el contrabando, ya que el sistema económico del monopolio sólo deparaba ganancias a la metrópoli y miseria a las colonias. Así las cosas, en Europa Napoleón jugaba al ajedrez con todas las naciones. Caían reinos y testas coronadas, se levantaban nuevos imperios y aquí se sufría el coletazo. Inglaterra consolidaba su expansión aprovechando el estado caótico de la política interna española con la prisión del rey y las intrigas de la sucesión. A nadie se le hubiera ocurrido, ni en los más locos sueños, que un francés permaneciera fiel a un rey español tan desacreditado y tambaleante, de allí que, cuando Liniers fue elevado a virrey en premio a su actuación en defensa de la capital del virreinato del Río de la Plata, los mismos españoles comenzaron a torcer el gesto. Así surgieron las conjeturas para pasar a las conjuras. Con la gente tan dispar que por entonces llegó a Buenos Aires, arribó una familia de franceses: los Perichón de Vandeuil. Entre ellos una hija casadera, del tipo de mujer que les quita el aliento hasta a los más encumbrados. Fina, bonita y chispeante, pronto fue la mujer más admirada de la ciudad: Ana Perichón de Vandeuil. Al poco tiempo la casaron con un irlandés algo ingenuo: Edmundo 0'Gorman, que se dedicó a negocios poco prósperos, pero que pronto se hizo de amigos entre los beneficiados por el contrabando. El monopolio hispano impedía la prosperidad en forma legal, de modo que hasta se decía que los mismísimos virreyes encargaban sus lujos bajo cuerda a los que operaban fuera de la ley. Otro que cayó a matizar con su presencia las tertulias porteñas fue el inglés James Burke, aparentemente un aventurero más, pero era en realidad uno de los jefes del "intelligence service" de Londres, que tanto aparecía como oficial de la marina alemana como inofensivo y estudioso botánico de nuestra flora autóctona. Este sujeto salía y entraba a su comodidad de los buques que el almirante Sydney Smith fondeaba en nuestro puerto. Las conexiones había que buscarlas entre las primeras figuras de la política inglesa: Lord Strangford, Pitt y Canning. La "Posada de los Tres Reyes", donde se reunía una heterogénea clientela, no siempre buscaba entretenimiento entre naipes y tragos, sino también en otras actividades un tanto misteriosas. Estaban relacionadas con lo que ocurría en la trastienda, que cobijaba a una recién fundada logia masónica. Allí, contertulios de Gregorio Gómez, más tarde amigo de San Martín, formaron un grupo de conjurados por la libertad del virreinato. De modo que, para que todo tuviera el sabor de la aventura, por un lado complotaban los que respondían a los intereses de la Rubia Albión con el propósito bien definido de meterse hasta apoderarse de lo que suponían intereses abandonados por España y sin respuesta de los criollos. Pero todavía queda otro ingrediente: el salón de Madame Perichón o "la Perichona", como gustaban llamar a la bella sus biliosas congéneres. En esto la dama jugaba a ser "agente encubierta". Anita Perichón de Vandeuil de O'Gorman, debido a los malos negocios de su marido poco despabilado, pronto se quedó sola (o así lo dispusieron desde Londres) pues él tuvo que refugiarse en España corrido por las deudas. Sin embargo, ella no la pasó aburrida ni olvidada. Su salón fue el epicentro de todas las reuniones con figuras prominentes y encumbradas. Don Santiago de Liniers era, a la sazón, un cincuentón bien parecido, de escasos medios económicos, con dos matrimonios en su haber y once hijos que mantener. Anita lo invitó a su salón y bien pronto se dio cuenta de que éste era "su hombre". La bella francesa, por su chic y su desenfado, no tardó en conquistar al héroe de la Reconquista y tales amores pasaron a ser cosa pública. La pacata sociedad porteña se escandalizó de las largas cabalgatas junto al río y luego los paseos por el centro y más tarde las veladas en el teatro. La pareja, en bailes y reuniones, era la comidilla y el chismorreo: estos dos franceses demostraron ser el colmo de apasionados y poco discretos. Anita se convirtió en la figura central de la ciudad y su casa resultó ser tan importante como el fuerte, donde oficialmente funcionaba el gobierno del virreinato. La dama asistía a los desfiles militares, ataviada con vistosos uniformes que ella misma diseñaba, tanto para el palco como de a caballo. Su figura era celebrada en las clases populares y su poder se hacía cada vez más evidente ante la sociedad capitalina. Las mujeres de clase alta, sí bien la criticaban, también copiaban sus caprichosas modas, le declararon una sorda guerra de salón aderezada con coplas intencionadas y apodos cínicos: "¿Qué es aquello que deslumbra/ por la calle de la Merce,/ qué es aquello que lo ciega/ al mismísimo virrey?". Anita fue un personaje que tuvo semejanza con otras dos mujeres en la Historia de Latinoamérica, la Perricholi en Perú, amante del virrey Amat, y Manuelita Sáenz, amante de Bolívar en la campaña libertadora. Fueron mujeres que compartieron el poder con los hombres que hicieron la historia. Una historia que nunca estuvo oculta porque sus protagonistas no se preocuparon por esconderla, ni los pueblos las olvidaron, ni los cronistas las modificaron. Fueron las que condujeron a sus hombres desde el reinado del lecho, gran emparejador de clases, allí donde en "el reposo del guerrero" se manejaron las fichas de un juego peligroso, hasta llegar a ser letal, según lo ocurrido en el desenlace. Pero ¿quién pagaba los lujos, los caprichos de Anita, si Liniers no tenía un sueldo importante ni herencia particular? Todos sabían que había tenido que salvar a su hermano mayor de la bancarrota, de modo que le tenían bien contados sus reales y por ahí no cerraban las cuentas. Los acontecimientos de la Segunda Invasión dan razones a las sospechas que pesaban sobre ella. Era la informante de lo que pasaba en el centro mismo del poder, sin mayores dudas, la espía que pagaba James Burke por el Foreign Office. El lecho de amor del Sr. virrey era el lugar apropiado para que el cincuentón le hiciera confidencias y pidiera pareceres a esta verdadera sirena del Río de la Plata. Sólo así se explica que, una vez arrojados por segunda vez los invasores, el héroe de la Reconquista concediera a los jefes ingleses un trato rayano en la obsecuencia. Los ingleses, vencidos y prisioneros, fueron invitados y homenajeados por lo más granado de la sociedad porteña, dedicándose a realizar pingües negocios y haciendo inteligencia disfrazada de "lobby" para el Reino Unido. Se facilitó la huida de Guillermo White, contrabandista norteamericano y agente inglés con quien hasta el mismísimo virrey tenía tratos. Anita siguió mandando sobre el corazón de su enamorado virrey hasta que un notorio escándalo rebasó la copa. Una cancioncilla, muy divertida, salida de una de las tertulias llegó hasta la Corte de Madrid y aquello fue aún peor que las condiciones impuestas al Gral. Beresford en su capitulación y posterior huida. El brulote decía: "A la mierda, a la mierda españoles,/ muera el rey Fernando, Patria y Religión,/ ¡Viva Napoleón!". Como vemos, siempre tuvimos proclividad a los estribillos políticos, desde los lejanos tiempos del virreinato. Desde España vino la orden de desterrar a Madame a pesar de la defensa de su enamorado. Ella estuvo recluida por largo tiempo en una nave inglesa anclada frente a Buenos Aires, sin dejarla bajar a la ciudad. Desde allí no dejó de comunicarse por cartas y obsequios con aquel hombre del que había obtenido favores cometiendo graves imprudencias. Con el tiempo se radicó en la Corte portuguesa de Río de Janeiro siguiendo el mismo tren de vida, dando reuniones y codeándose con gente de acción, como en Buenos Aires. Tal circunstancia reafirma que el Foreign Office seguía proveyendo fondos secretos para las actividades de espionaje que no pasaron inadvertidas por la Corte lusitana, que no tardó en neutralizarla. Liniers perdió a su amante y más tarde su prestigio. Fue reemplazado por Baltasar Hidalgo de Cisneros, un antiguo compañero de armas, que poco tuvo de actuación ante la inminencia de los acontecimientos que se precipitaron en mayo de 1810. Cuando estalló la revolución, Liniers se pasó al bando equivocado, conspirando desde Córdoba contra los patriotas. El avezado y combatiente marino arriesgó un juego político a favor del incapaz y desprestigiado Fernando VII con una fidelidad que el monarca no mereció. Creía haber encontrado la paz y el sosiego en Alta Gracia, en la antigua estancia de los jesuitas, recientemente adquirida a crédito, en la que pasaba sus horas convertido en un estudioso hombre de campo, rodeado de su familia, leyendo a los clásicos franceses, cabalgando por el soleado y bello paisaje serrano, siempre echando de menos a la dama de sus pensamientos. Tal vez esa reclusión le Impidió ver con claridad la situación real del virreinato a un paso de su fin. Acusado de alta traición, fue fusilado junto a otros conjurados en Cabeza de Tigre, cerca de Cruz Alta. Su vida sentimental no sólo le deparó la decepción de saberse usado y traicionado. Su último año de vida fue una cadena de desaciertos a pesar de su valentía, conocimientos y fidelidad a una causa que se extinguía. Anita Perichón de O'Gorman, una verdadera Mata Hari de la escena colonial, deja paso en nuestra historia al protagonismo de su nieta Camila: la condenada a muerte por orden de Rosas, por amar a un sacerdote. Una historia de espionaje y otra de sangre bajo un mismo techo. A todo esto, en toda la América Latina se extendían los dolores de parto. Nacían nuevas naciones, cambiaban de amos los imperios y siempre estaba la garra británica lista para clavarse en las venas de las patrias recién nacidas. Bibliografía García Loydi, Ludovico. El marqués de Sobremonte. Archivo Casa de Gobierno de Buenos Aires, 1943. Salduna, Horacio. El último virrey. Editorial Valdez, 1987. |
Susana Dillon
30 de mayo de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)
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