A poca distancia se levanta el volcán Agua que una mala noche, en su erupción, arrasó a la ciudad con su gobernadora y con las doncellas que se habían venido a casar con los españoles para que el matrimonio les mejorara sus calaveradas.
Es también la historia de Don Pedro de Alvarado, a quienes los mayas llamaron Tonatiuh el dios de la cabellera llameante, porque era pelirrojo.
El conquistador quedó grabado en la historia para siempre, como un ser codicioso y violento. Toda la América hispana lo tiene como el prototipo de invasor sin hiel, arrogante y sin escrúpulos.
Tuvo sus romances con las mayas de alto linaje a quienes mandó a casar con sus soldados para obedecer al emperador empeñado en regularizar sus vidas desordenadas. En eso estaban cuando la naturaleza se cobró venganza de Doña Beatriz, en Guatemala es la imagen de la desventura, donde pareciera que los dioses antiguos se sonrieran misteriosos.
La ciudad de Guatemala se fundó tres veces, las tres veces a causa de los volcanes que la rodean. Sus pobladores, sin embargo, hablan de sus "amados volcanes" por la fecundidad que provocan en las tierras aledañas.
Se dice que en sus entrañas anidan los antiguos dioses.
Los días de fiesta, en Antigua, salen a relucir estas leyendas, en las calles no sólo se ven procesiones católicas, también aparecen los cultos ancestrales con sus coloridos y fantásticos atuendos.
La ciudad, conservada desde sus tiempos coloniales es una de las más visitadas por el turismo internacional.
Doña Beatriz de la Cueva
El trágico fin de Doña Beatriz, la Sin Ventura, primera gobernadora en América, es también una historia volcánica, como el paisaje de su escenario, sobre tierra centroamericana sacudida desde sus entrañas.
Lo telúrico, lo misterioso, entra violentamente en la vida de los simples mortales o en la de sus conductores, pareciera que los antiguos dioses mandan todavía.
Días de la conquista ¿quién se queda en España? Los que bien viven, los nobles; los personajes de la corte o los que no pueden ya arrastrar sus huesos. El que ama la aventura, ¡a América a buscar el oro, la especiería, la honra! A explorar desiertos, a combatir en la selva, a arrancarles la riqueza a los nativos.
Eso es cosa de hombres. Bernal Díaz del Castillo, cronista de Cortés, escribió sobre ese punto: La conquista, después de Dios, se debe a los caballos... Las mujeres no entraron en América por la puerta negra.
En Cádiz, en San Lucas, las escenas de despedidas se repiten: en las naves airosas van los hombres con sus armaduras, sus armas, sus caballos, en las bodegas; puercos, gallinas, todo entreverado con olor a mar, a salazón, a tocino y cebollas, vituallas por doquier, todo entre gritos y maldiciones, brea y velamen. En el puerto se quedan las mujeres llorando y rezando por la vuelta.
Los hombres haciendo ostentosas demostraciones, oyendo misas, comulgando fervorosos, besando largamente a sus mujeres y muchas lágrimas por todas partes. "Ve con Dios y pronto regreso". Pero una vez en el mar, se acabaron el teatro y las responsabilidades... Se va por el oro, las feraces tierras... y las indias deliciosas, que cuantos han vuelto para contar lo suyo, hablan de lo mucho que han gozado sus favores.
Y los maridos, dice Arciniegas, tapándose los unos con los otros, constituyen una hermandad de sinvergüenzas.
Cuando las mujeres se quedan solas y pasa el tiempo, se va formando un gentío de hembras abandonadas, viudas con maridos allá lejos, sabe Dios cómo. Se sienten traicionadas. Por fin llega una carta con varios castellanos de oro y otra vez el tiempo que pasa en soledad... con las historias que se cuentan en las tabernas, de cómo son las indias... y todo lo que se echa a imaginar conociéndoles el genio. Al emperador Don Carlos le llegan los chismes de los excesos de sus adelantados y gobernadores, todo lo contado por fray Bartolomé de las Casas ya va quedando chico y comienza a ordenar: "Ya basta de tanto escándalo con las mancebas naturales; hay que mandar a América a sus mujeres para que vivan maritalmente estos descarriados, como Dios manda".
Don Pedro de Alvarado, hombre de Hernán Cortés y adelantado en Guatemala, ya tenía su historia americana con Doña Luisa Xiconlecalt, de la nobleza azteca, que se la había arrebatado al valiente Cuautemoc, aquel jefe indio al que quemaron para sacarle el secreto del escondite del oro, haciéndola su compañera. Tuvo pues, don Pedro, en uno de sus tantos viajes allá por 1559 que buscar a su esposa española, Doña Beatriz de la Cueva, que con veinte doncellas se largó nomás para el Nuevo Mundo... ¡y basta de indias!
¡Por fin las españolas verían las tierras de la fortuna fácil y se darían de narices con sus exóticas rivales...!
Aquello fue un textual "poner la casa en orden!", hoy la expresión se emplea con un giro galaico que más bien significa "silenciar el batifondo".
Don Pedro de Alvarado era de hermosa estampa, rubio, lo que se dice un atleta. Odiándolo como enemigo, los aztecas sin embargo lo asociaban a Tonatiuh, el dios sol, de cabellera llameante; había desposado a Doña Beatriz de la Cueva, de buena estirpe, quien con sus veinte doncellas formarían la corte de la primitiva Santiago de los Caballeros de Guatemala, edificada en un idílico valle pero muy cerca de los volcanes. El conquistador había batallado con aztecas y mayas, raza de grandes constructores y cultivadores del maíz, la planta sagrada. Había que cimentar la conquista y partió Alvarado, dejando a su mujer a cargo de la ciudad.
Se fueron cubiertos de hierro, flameando sus penachos, sus capas y sus estandartes. ¡Otra vez la quimera del oro! Los caxcanes sublevados mataron a muchos españoles en un eclipse. Entonces había que vengarlos, allá lejos en tierras de Tepec. Los chichimecas, que eran grandes flecheros, los esperaban en las sierras a orillas de un pantano. Los caballos se atascaron y los indios bajaban de las montañas como gatos. No fue fácil. Alvarado tuvo que apearse y peleó de a pie, con espada y rodela. En la rodada, se le fue encima el caballo y le aplastó el pecho. Pidió confesor y a poco que lo llevaron al campamento se abrazó al crucifijo y exclamó: "Me duele el alma".
La mala noticia viajó rápido las 350 leguas y llegó a Guatemala. Doña Beatriz mandó pintar todo de negro: el palacio, los paños de las iglesias, las caballerizas, hasta los excusados. Que en el luto son tan bravas las españolas, como los hombres en la guerra.
Y todo era un llorar y gemir, daba grandes voces, y no comía ni bebía, sólo lágrimas. No podía hacerme mi Dios más mal que el "averme" quitado al Adelantado, mi señor. Quedó su dicho.
El cabildo, los alcaldes y los regidores la nombraron gobernadora en nombre de Su Majestad. Ella aceptó obediente lo que se le mandaba, juró sobre la cruz y firmó el libro del Cabildo: "Doña Beatriz, la Sin Ventura", con gran rúbrica negra.
Entonces comenzó a llover; grandes tormentas se abatieron sobre el sonriente valle. El volcán de Fuego comenzó a vomitar y sobre el volcán de Agua cayeron rayos. Bajo la tierra parecía que rodaran mil carrozas. Los volcanes saltaban como si se quisieran arrancar de la tierra. La lava y el agua hirviente arrasaron la blanca ciudad del Adelantado, la correntada llevaba grandes piedras flotando como corchos junto con las casas, los animales, los muebles, la gente.
Doña Beatriz, con sus damas, no quiso huir. Envolvió a su pequeña hija en una manta y se refugió en el oratorio. El agua las arrasó abrazadas al crucifijo.
Al amanecer el volcán de Agua estaba descabezado y había muerto con su pueblo, la primera gobernadora de América.
El obispo y un poco gente que quedó mandó quitar el luto y comenzó a reconstruir la ciudad a varios kilómetros de distancia, pero otras tres veces los volcanes la destruyeron. Tonatiuh, el viejo dios del fuego, cuando se despierta, sacude la piel del planeta en ese lugar. Pero los guatemaltecos de hoy, descendientes de los mayas, vuelven a construir. Son gente porfiada. |