La leyenda de la peperina
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Hace
casi quinientos años vinieron gente blanca a poblar nuestras tierras, ya
que los indios, sus verdaderos dueños, habían sido tan maltratados por
los invasores que o se morían de tristeza y trabajos forzados o huían a
lo más alto de las cumbres o se escondían en los valles más apartados,
ahí donde la codicia de los blancos no pudiera esclavizarlos. Entre
los españoles conquistadores también vinieron gentes de trabajo, al
servicio de los que portaban armas y malas intenciones. Fueron
carpinteros, herreros, albañiles, talabarteros, sastres, costureras y
tejedoras cuya presencia era necesaria para levantar pueblos y ciudades,
atendiendo las urgencias de los nuevos pobladores. Entre
ellos vino Pepe, el hijo del carpintero y Rina, la hija de la tejedora al
telar. Como eran muy niños cuando llegaron a estos parajes, primero fueron compañeros de juegos y más tarde, grandes amigos. Recorrían las sierras cuidando sus majaditas y alguna vaca que criaban, juntaban leña, buscaban agua de los ríos para el uso doméstico. Jugaban en la limpia corriente de los arroyos que saltaban de piedra en piedra. En fin, trabajaban y disfrutaban del paisaje que el fundador de Córdoba, don Jerónimo Luis de Cabrera encontró parecido a su Córdoba hispana.
Volvían
a sus casas al atardecer con grandes atados de leña, lienzos con berros y
hierbas olorosas de las sierras que por todas partes las había. La
madre de Rina, no solamente era una hábil tejedora, también era
entendida en remedios caseros ya que no había médicos en aquellos
tiempos sino algún sangrador que casi siempre era el barbero o quien
amputara una pierna a algún quebrado o herido en la guerra. Los que
enfermaban eran atendidos por la buena voluntad de mujeres que hacían de
la observación y la memoria su ciencia elemental. La hábil tejedora enseñaba
a la niña a diferenciar las hierbas y a cosecharlas para luego aplicarlas
en cataplasmas, infusiones y sahumerios que resultaban bastante efectivos
para los males que atacaban a aquellos colonizadores tan alejados de
ciencias y médicos. Los
nuevos pobladores veían pasar las tropas que se dirigían a los lugares
donde se suponía todavía quedaban indios sin encomendar, es decir, sin
reducir a la esclavitud y tal actividad guerrera les producía mucho
temor, pues sus compatriotas no tenían clemencia cuando se trataba de
escarmentar a los que huían o se rebelaban. En
sus recorridas por los campos, los dos niños se habían relacionado con
una anciana comechingona que se guarecía en una cueva, manteniéndose con
los frutos del algarrobo y del chañar, raíces comestibles y peces que
pacientemente pescaba en los ríos. La
sabia anciana había simpatizado con los niños aportándoles
conocimientos en la búsqueda de las plantas que les interesaban. Al fin,
ella, por sus años y experiencia sabía más que nadie de estas cosas.
Volvían, pues, cargados no solamente con nuevas especies sino con el
consejo de cómo utilizarlas. La madre de Rina se lo agradecía trocando
los yuyos con alguna golosina elaborada en su cocina. Madre e hija habían
comenzado la práctica de la medicina indígena que era muy superior a la
traída por los blancos. Así, la tejedora, ya no sólo practicaba su
viejo oficio de vestir a sus paisanos, sino que acrecentaba su buena fama
en el arte de curar en forma sencilla y natural. Pero
la violencia por la posesión de tierras y títulos que significaban
poder, la obsesión por encontrar oro que se suponía ocultaban los indios
de las sierras, hizo que no solamente hubiera guerras entre indios y españoles,
sino que también estallara la discordia entre los mismos conquistadores.
Hubo combates, asesinatos y traiciones. —¿Qué
remedio habrá para curar tanto mal
entendido, tanta guerra y tantas ambiciones? —se preguntaban los
padres de los niños que siempre temían ser llevados como soldados a los
combates. Había estallado fieramente la lucha por el poder entre los
Abreu y los Cabrera. Rina
y Pepe se llegaron a la cueva donde vivía la anciana comechingona y le
plantearon el problema. La
oscura y sabia viejecita mucho caviló. Al fin dijo: —Hay una planta que
cura muchos males, pero por sobre todo apacigua y da buen humor, lava el
estómago y los ríñones y le quita al hombre la fiereza. Es ésta -y les
dio una brazada de ramas marcándoles el lugar donde encontrarla. A
los pocos días cayeron las tropas de los Abreu a llevarse a los
trabajadores como soldados para que combatieran contra los Cabrera.
Mataron a los pocos indios que quedaban por los alrededores para que no se
unieran a sus enemigos, entre ellos también a la anciana de la cueva. Huyeron
los niños despavoridos por las sierras desparramando las semillas y las
ramas de la yerba milagrosa. —¡¡Pepe-Rina -gritaba la madre de la niña, enloquecida de dolor ante el extravío de los niños. ¡Pepe-rina! se llamó la planta que creció en abundancia por donde pasaron huyendo los dos muchachitos en la Córdoba aromática y docta. |
por Susana
Dillon
De "Ranquelito"
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