La estación: rueda maestra del progreso pasado "Buen
día, Nostalgia" |
Ahora la vemos restaurada, con otro color del que fuera su origen, recuerdos de infancia la vieron de otro modo. Tenia también otro olor, el olor a carbón de piedra quemado y cuyo humo salía por la chimenea bordando en el cielo unas largas nubes grises. Olor particular sólo percibido en las fraguas de las herrerías, donde un hombre vigoroso ablandaba los hierros con fuego y darle a la maza. |
Cosas
de la infancia: la estación tenía una mágica campana que sonaba para
que la locomotora empezara a moverse y arrastrara los vagones. Daba miedo,
el monstruo resoplante que hacia temblar las vías y la tierra, sonaba el
silbato y el convoy tomaba velocidad. Los resoplidos y el humo se me hacían
como los de los dragones de los cuentos. De entre las ruedas salían nubes
festoneadas como las de las sábanas de la abuela, llenas de puntillas.
Luego el tren tomaba un ritmo constante con su chucu chucu que llegaba a
otros sonidos al pasar por los puentes. Entonces la ciudad iba mostrando
su trazado junto a las vías y el humo del tren se nos metía en la nariz
por las ventanillas que dejaban ver las casitas y más tarde el campo con
sus tonos de verdes recortados. Nos
habían despedido en el andén los familiares, en la estación dejamos los
cariños, los amores, los buenos deseos, las recomendaciones -¡Escriban
pronto!-Ahora estábamos emprendiendo la aventura. Me
gustaba el café con leche del salón comedor, con vajilla de alpaca,
sobre un mantel inmaculado con olor a limpio, bizcochos recién horneados
y manteca hecha rulitos, mermelada y servicio de loza con las iniciales de
la compañía. Un mozo pulcro, de traje negro y servilleta en el antebrazo
era una pinturita de la prolijidad. "El tren de los ingleses",
decían las señoras de sombrero y velo, cuando ponderaban la meticulosa
atención del ferroviario de los tiempos idos. A
pesar de la añoranza y la irrupción de otros medios de transporte, el
tren sigue siendo una veta inagotable de inspiración, como el lenguaje de
las señales que permiten el inicio de la aventura, ese soltar al gitano
que nos habita para comenzar caminos. Se me ocurre llenar de sueños la
valija y salir a repartirlos por donde se me albergue o me presten la
oreja para que les cuente cómo y dónde me voy. Las
estaciones ya no tienen galpones donde el trigo y el maíz esperan
embolsados para ser transportados a los puertos y de allí... vaya a
saber. Ahora están vacíos, tal vez allí se escondan los sueños de
viajeros de otros tiempos, y quedaron olvidados. Pero
ya no oímos los silbatos de los trenes a horario, los que quedan ni
arrojan humo, ni tocan pito. Las estaciones albergan fantasmas y gatos
enamorados por los techos. Las
estaciones fueron invadidas por otros intereses. La
cultura muestra allí sus mil facetas, la gente se vuelca a actividades
artísticas o intelectuales, pero nos llevaron la vieja locomotora a
vapor. Tal vez esté en alguna vía muerta. Tampoco la campana anuncia
partidas. Ya no hay despedidas, ni lágrimas, ni besos, ni seguir unos
pasos al amor que se va con ese olor a humo de tren. La
estación: rueda maestra del progreso pasado Todo
aquello pasó entre las décadas del 30 al 40, en que los campos
argentinos eran las ubres de América, mientras en Europa se preparaban
para la Segunda Guerra Mundial. Los
trabajos rurales daban cabida a gran cantidad de obreros llamados
golondrinas, porque arribaban no bien comenzaban a madurar las cosechas de
los granos finos. Ondulaban los trigos, las cebadas, los centenos, mares
amarillos de susurrantes espigas y toda la actividad se relacionaba con
siembras y cosechas. La
del maíz, o gruesa, nucleaba a juntadores que realizaban la ruda tarea a
mano, arrastrando maletas de cuero, surco por surco, para con el contenido
llenar las pesadas bolsas rastrojeras que luego se llevaban las chatas
tiradas a caballos hasta las trojas, esos cuernos de la abundancia cuyo
rinde marcaba la fortuna o la miseria del chacarero. Este trabajo, uno de
los más sacrificados de las tareas rurales, necesitaba de muchos y
fuertes brazos, además de anchas espaldas, ya que todo se movía por
tracción a sangre, tanto humana como animal. En
el invierno se producía "la desgranada", entonces todo un
contingente formado por la máquina a vapor, la desgranadora, la casilla y
el carro aguatero se asentaban en los patios de los campesinos procediendo
al desgrane y clasificación del cereal. Todo aquel tesoro iba a parar a
las bolsas y éstas formaban verdaderas pirámides de aquel grano rojo y
brillante destinado a ser el alimento de los países europeos hambrientos
y en guerras. Las
estibas formadas por aquellos millares de bolsas repletas eran
acondicionadas matemáticamente por un enjambre de obreros que iban y venían
por un planchón hasta el burro, escalera que permitía que aquella pirámide
de la abundancia creciera en forma simétrica y segura. Los hombres, con
el torso desnudo o sólo cubiertos con una arpillera, cargaban sobre sus
hombros aquellas bolsas de 70 Kg. o más como si fueran a un baile y la
gran mayoría realizaba aquel trabajo agotador con el mejor humor, con una
sonrisa o con una estrofa intencionada cuando recibía desde la altura la
bolsa: "-Largue la linga que soy el macho de la gringa"- que era
retrucado por otra no menos soez. Los estribillos picaros hacían más
llevadera la tarea que permitía llevar el sustento a sus hogares, donde
todos soñaban con un futuro mejor, sin las angustias de los malos
tiempos: cosechas llevadas por el granizo, el agua o la sequía. Entrando
el verano, se producía la cosecha fina, era el oro del trigo lo que hacía
feraces nuestros campos, pero no fue el oro que buscaron sin encontrar los
conquistadores. Tuvieron que llegar los inmigrantes para, con sudores,
sembrarlo y cosecharlo. Nadie
piense en las técnicas actuales para levantar toda aquella riqueza. Todo
se hizo a pulmón y esfuerzo, de cara al cielo para interpretar en cada caída
de sol el caprichoso comportamiento de las nubes, los vientos y las
lluvias. Y otra vez en los patios de las chacras el trencito de la máquina
a vapor, la desgranadora, la casilla y el aguatero para separar la paja
del grano y embolsar la riqueza que formaban las estibas piramidales de
granos que constituían la esperanza de mejoras, pagar deudas atrasadas y
vivir con algo más de bienestar... y toda aquella pirámide se volvía a
desarmar para cargarla en los inmensos carros tirados por aguantadores
percherones, que a los tumbos venían por caminos de tierra a ser
almacenados en los galpones del ferrocarril. Era
el tiempo en que el barrio de la estación se poblaba de un hormigueo
humano venido de los barrios alejados, de los campos y de alguna provincia
norteña. Los
galponeros vivían en improvisados reparos por los alrededores de la
estación. Mujeres, niños y jornaleros daba movimiento, con este trabajo
a destajo, a buena parte de los negocios del barrio. Aquellas
mujeronas rotundas, de brazos en jarras, pañuelo en la cabeza y pollera
presta a arremangarse según el ritmo del trabajo, no les iban a los
hombres a la zaga en aquello de hombrear bolsas. Si se ofrecía la
oportunidad ellas también se echaban la bolsa al hombro y por el planchón
hacia la estiba, pesos de 70 Kg. eran levantados por aquellas exponentes
del sexo femenino (débil?). Aquellos
fueron años en que no se soñaba con los silos, el chimango, la carga a
granel, la cinta mecánica que sincronizadamente va llevando el cereal de
los graneros a los camiones. Eran tiempos de hinchar el lomo bajo el yugo
de un trabajo que no admitía flaquezas, donde sobrevivía el más fuerte
y medraban los vivillos, que también los habla. Toda una plaga de
"Tutti a venti", prostitutas, fiólos y matones políticos que
hacían de punteros, se entreveraban con los trabajadores y sus familias. Pero
todas aquellas mujeres esforzadas, aquellas duras y saludables matronas,
no eran tampoco mansas de arrear ni de traicionar. Llevaban en las ligas
de sus medias la infaltable faca o sevillana por si algún aprovechado se
cruzaba o alguna percanta se quería levantar a "su hombre" o
vivirlo a su muchacho. De las palabras pronto se pasaba a los hechos,
originándose sangrientas tragedias en las que debían, inevitablemente,
intervenir los vigilantes del boulevard, rondines que durante la noche hacían
oír su silbato para avisar cualquier alteración del orden. La autoridad,
constituida en dos agentes, recorrían a pie saliendo uno de las Cinco
Esquinas hacia la Estación y el otro hacía el camino contrario, encontrándose
en el medio. La población de la zona veía en ellos una presencia que los
tranquilizaba; cuando terminaban su horario, pasaban por El Génova y allí
sus dueños los recompensaban con un trago de lo que fuere para aliviar la
sed o el frío, según el clima. Frente
a la Estación y luego por el Ameghino los mateos esperaban pacientemente
la clientela de viajeros, solicitada materia prima que movía la rueda del
progreso ciudadano. Ha
quedado en el recuerdo de los antiguos comerciantes, aquellos que
disfrutaron la bonanza de los años de oro, que era preocupación de los
hoteles de categoría elegir la clientela para que no decayera el
prestigio adquirido. Todo
un mundo colorido, moviéndose alrededor de los trenes, esos necesarios,
imprescindibles elementos del paisaje inspirador de tanta novelería,
poemas y obras teatrales. Todos los personajes: linyeras, catangos,
mirasoles, galpones, changarines, vendedores, transportistas, mezclándose
con parejas en luna de miel, viajeros apurados, niños llenos de asombro
ante el monstruo resoplante que hace estremecer las vías, el suelo... y
ese eterno gitano que llevamos en el corazón. Datos obtenidos de los recuerdos de don Pancho Rossi. |
Por
Susana Dillon
"Buen día,
Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)
19 de octubre de 2008
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