La amable loca de Bolívar |
Si
se quiere saber la mejor biografía de Bolívar hay que llegarse a la quinta
del prócer existente en Bogotá, hoy museo situado dentro de la ciudad,
lugar de encuentros amorosos con Manuela Sáenz, en horas de pasión pero
también de sosiego, entre batallas y combates. Se dice que le regaló a su
amada esa quinta en agradecimiento a las veces que le salvó la vida aún
a riesgo de la propia. Allí
están, en medio de la arboleda tropical, los objetos domésticos que dicen
cómo fueron sus vidas apasionadas: los muebles, las porcelanas, los
cristales, las ropas que cubrió y usó esta pareja volcánica que tanto
tuvo que ver con nuestras patrias liberadas. Recorrer sus salas, admirar los jardines y el huerto desde las luminosas ventanas, es percibir el perfume de la historia, que lejos de estar oculta por falsos pudores, se muestra en la calidad humana de sus protagonistas cuando recorremos curiosos sus secretos pasillos. |
Ahora,
si se quiere saber de la heroína revolucionaria que acompañó al
libertador hay que asomarse a sus biógrafos más felices: Gabriel García
Márquez en "El general en su laberinto" o a Víctor Von Hagen
en "Las cuatro estaciones de Manuela", donde tanto el novelista
como el arqueólogo nos pueden pintar con finura esta personalidad
avasalladora, esta mujer múltiple, que tanto fue su enfermera, su mano
derecha, a quien Bolívar confió más que en sus generales. A
ella le dedicó sus cartas más ardientes, añorándola cuando la tenía
lejos y llamándola "su amable loca", por las escenas que le hacía
que tanto podían ser amorosamente cariñosas, como escandalosas al máximo. Las
noticias de estos amores fueron registradas por primera vez por el
escritor peruano Ricardo Palma en su libro "Tradiciones
peruanas", quien la visitara en su exilio y ya muy anciana, en una
aldea de pescadores. Las
rutas seguidas por el ejército bolivariano tienen las huellas de esta
amazona que no sólo fue "el reposo del guerrero", su fiel
confidente, la que llevó consigo adonde fuere el libertador sus secretos
de guerra. A punto tal que la independencia de América del Sur estuvo en
sus manos. Manuelita
Sáenz Tal
vez ninguna mujer bajo el cielo de América haya sido tan sistemáticamente
perseguida por la murmuración, la maledicencia o la intriga política y
tan estimulada quizás por ella misma, que esta inquieta quiteña que
gravitó en la vida de Simón Bolívar, no sólo en su faz amorosa sino
también en la acción política. Fue la mujer más importante de su meteórica
existencia, donde menudearon las relaciones amorosas de toda índole, si
bien ambos tuvieron una adversa predisposición a la situación estable.
Manuelita Sáenz fue no sólo su amante más duradera sino la depositaría
de los secretos de Estado, el archivo y papelería de la Gran Colombia, la
única persona que "podía decirle la verdad" ya que para eso la
había facultado explícitamente. Pero,
por sobre todo, fue la que se jugó en los momentos de mortal peligro
defendiéndolo con las únicas armas que supo manejar eficientemente: una
indomable fiereza de gladiador y una extraordinaria seducción femenina. Cuando
en 1822 Simón Bolívar entró en Lima durante las luchas de emancipación
americana, la ciudad lo recibió como a un emperador romano, bajo arcos de
triunfo hechos con flores, música, bailes y desfiles. De las ventanas y
los balcones las bellas le arrojaban pétalos al Libertador que montaba en
su famoso Palomo Blanco rodeado de los vítores de la multitud y
subiendo a la tarima instalada en la Plaza Mayor, donde restallaba el
fuego revolucionario para arrebatar al gentío con su palabra. De pronto
se abre un balcón y unas manos diminutas arrojan al héroe una corona de
laurel que hace centro en la frente del destinatario y con ese golpe
comenzó otra historia paralela a la emancipación. Bolívar
le pregunta a su ayudante de campo quién es la dama. "Es Mrs. Thorne,
esposa de un rico comerciante". Esa noche, en el baile de gala, el
Libertador pudo agradecer a la autora de la corona el honor. Bailaron
desesperadamente, seduciéndose. Se pertenecieron
antes, durante y después del baile. Mrs.
Thorne no era una inglesa insulsa, era Manuelita Sáenz, una quiteña
revolucionaria y apasionada, con varias locuras amorosas en su haber, en
aquella Lima de las aventuras galantes, de damas veladas y de lances
violentos. Se había casado con un inglés aburrido y realista que la
doblaba en edad. De
aquella noche se fueron juntos, él a perseguir la libertad de América,
ella a seguir la estela de su caballero de estatura heroica. La frívola
bailarina de salón se convertía por amor a aquel hombre en la amazona
incansable de las rulas de la independencia. Cuentan
quienes la conocieron que era encantadora, de una sugestiva belleza
criolla y formas redondeadas. Fumaba largos cigarros y jugaba a hacer
anillos de humo "con las manos más bellas del mundo", al decir
de su amante. Los
soldados de la escolta y los generales del estado mayor comenzaron a
adorarla: las pequeñas manos manejaban hombres y cabalgaduras con igual
destreza. No
sólo fue por aquellos tiempos la ardiente Manuelita en los comentarios de
salón, sino la republicana astuta, temeraria e implacable que se vestía
como un oficial en campaña y empuñaba las armas metiendo miedo al más
pintado. Popular entre la soldadesca, ocurrente y desenfadada en la vida
social en la que sobresalía con sus gracias. Cuando
San Martín llegó a Lima para cerrar de este modo la campaña
revolucionaria que había estallado de Norte a Sur, encontró a los
varones fríos y cautos, pero había prendido su mecha en las mujeres. Creó
entonces la Orden del Sol y premió a 112 mujeres que se decidieron
fervorosamente por la patria que nacía. Lima
apreciaba los títulos nobiliarios, allí habían anclado los nobles españoles
en puestos burocráticos de la corona. Aquello era un remedo de la corte
de la metrópoli. San Martín, en un gesto de astucia política, creó un
nuevo signo de gloria para las mujeres que querían ser protagonistas. A
Manuelita le impuso la orden con banda y medalla, y a Rosa Campusano, su
amiga íntima y según Germán Arciniegas "su pecadillo limeño",
también. De
este tiempo de galanteos, conjuras, revoluciones y sordas luchas por el
poder, son las cartas más interesantes que pintan la profundidad de la
pasión que los consumía y lo comprometida que estuvo por ese entonces la
suerte de la revolución y el destino de sus hombres. De esas cartas,
precisamente, Bolívar dijo: "Que se quemen", pero para fortuna
de la posteridad se han conservado, de manera que los héroes
inmarcesibles han adquirido carnadura humana, son próximos a nosotros en
sus pasiones, en su vida íntima, en su prosaica domesticidad. Toda esa época
epiloga en las batallas de Junín y Ayacucho. Después llegará el tenaz
forcejear de los hombres por el poder, donde las revoluciones devoran a
sus propios héroes. Desde
1822 hasta la muerte de Bolívar el 17 de diciembre de 1830, el romance
sería una suerte de violentos y fugaces encuentros con separaciones
dolorosas, cabalgando sobre los lomos de la América redimida por la
libertad, cimentada en fragorosas batallas, tensas vigilias, radiantes
victorias y sombrías derrotas, traiciones, intrigas y atentados. Toda la
epopeya surge entre humos y retumbos de cañones, subiendo las empinadas
crestas de los Andes, descalabrando caballos en las cornisas y envuelta en
el vaho cálido del Trópico, cruzando selvas y vadeando ríos. Allá fue
Manuela, amazona incansable tras las huellas de su hombre, arrastrando
tras de sí toda una comitiva de muías cargadas con los petates de la
independencia, los baúles con sus galas, los cofres con sus joyas, las
dos fieles esclavas, las jaulas con un zoológico ambulante, donde cabía
un oso cachorro que dormía abrazado a la garganta de su ama, turpiales,
monos escandalosos y guacamayos tan malhablados como la soldadesca, que
repetían los incendios que Manuela y su amante les enseñaban en los
fugaces y placenteros momentos de reposo entre el vivac y las batallas. El
Libertador, para tenerla más cerca, pues le resultaba utilísima, la
nombró curadora de los archivos de sus campañas. También recibía a
emisarios de Inglaterra y Estados Unidos, pues de su relación matrimonial
con Thorne, había llegado a practicar con solvencia el inglés, como se
las arreglaba perfectamente con el francés y hasta tocaba el clavicordio
con el estilo de una pacata niña de convento. Sin embargo, su letra y su
ortografía eran un verdadero desastre, pero aun con ese inconveniente se
las amañó para que el hombre más poderoso de su tiempo respondiera a
sus cartas y mantuvieran así una caldeada y reveladora correspondencia. Esta
pasión duradera estaba sostenida por la necesidad de que alguien, con la
gracia que la caracterizaba, le mostrara al Libertador la faz oculta de
las intrigas políticas y los subterfugios de los personajes que entraban
en el entorno del Estado Mayor en la preparación de los planes de guerra.
Manuelita viajó una vez 300 leguas a lomo de muía para pasar sólo dos
noches con el general y eso porque le hizo una escena de suicidio. Otra,
encontró en la cama de su héroe un aro de diamantes, que no era
precisamente el suyo, condecorándolo con feroces zarpazos de sus
diminutas y cuidadas uñas que lo dejaron una semana con las marcas en la
cara y no pudo salir de sus habitaciones por "una súbita
gripe". Todos
cuantos podían llegar hasta el Libertador y "su amable loca"
quedaban con la impresión de haber podido compartir por un instante las
delicias del poder. Tal era el delirio que provocaba la presencia del
general revolucionario para que pudieran bailar con él las damas de Lima,
allá por 1826. En las fiestas y bailes que se celebraron al efecto, se
mandó tocar decenas de veces el mismo vals para que todas tuvieran
oportunidad de haber bailado con el héroe. En estas lides Simón Bolívar
era tan incansable como en las más fieras batallas y llegaba en el
jolgorio a subirse a las mesas y seguir allí la danza, en medio del
regocijo de los asistentes. No le iba a la zaga Manuelita bailando la
"ñapanga", danza sensual y provocativa, a la que el obispo de
Quito llamara "la resurrección de la carne". La pareja
disfrutaba de los momentos de gloria, puede decirse que los compartieron
sin importarles gran cosa los comentarios que como regueros de pólvora se
corrían por la América liberada. Manuelita cuidaba, con dedicación
exclusiva, de la salud de Bolívar, que padecía desde su juventud la
tuberculosis heredada de su madre y que la vida agitada y de constantes
vicisitudes le impedía curar. Sin embargo, la actividad que desplegaba
era de verdadero torbellino alternando las campañas militares con las
intrigas de salón y los devaneos amorosos a los que fue fiel hasta la
muerte. Hombre de gran fortuna, se calcula que fue en su tiempo la mayor
de Venezuela, pero al concluir las campañas y ya abandonando la escena
política, cuando sale definitivamente en su último viaje para la costa
colombiana, sólo lleva en su equipaje dos camisas, unas pocas mudas
interiores, sus ajetreados trajes de montar y un único par de botas al
estilo Wellington. Sin embargo, comía con vajilla de oro. Este hombre
enjuto, casi una sombra, fue el amor de su vida y eso que se le
adjudicaron varios y del entorno del general, precisamente. Sus contemporáneos
lo describen con las piernas cazcorbas y el modo de andar de los que
duermen calzados y con espuelas. Había hecho a lomo de caballo 180.000
leguas, tanto como dos veces la vuelta al mundo, de allí su apodo honorífico
de "culo de fierro". Manuela entonces lo vio partir doblado por
la enfermedad, viejo a los 46 años. Habían estado por última vez en la
quinta que Colombia le obsequiara como pago por sus servicios. Recorrieron
por vez postrera la gran casa y el jardín abandonado que los vio reír
felices bajo los grandes árboles cuajados de orquídeas trepadoras. Allí
hoy existe un museo que recuerda la intimidad del Libertador, donde hay
lugar para el "boudoír" de la dama de sus pensamientos y un
costurero de riquísimas maderas, trabajado en momentos perdidos en lo que
fue su "hobby": la carpintería. Pero ¿bordaría Manuela? Con
el corazón estrujado, pero siempre de él, lo despidió montada en su
alazán a la salida de la quinta. Lo seguían sus fieles y un centenar de
escoltas. Uno y otra alzaron sus manos y se perdieron en el polvo de la mañana
fría. Ya no se verían más, pero se siguieron escribiendo cartas donde
el amor estaba intacto. Quedó
tiempo para recordar, sobre todo la negra noche de la conjura, dos años
atrás, el 25 de septiembre, cuando pasaban la sobremesa de la cena en el
palacio residencial del Libertador, que era casi un cuartel. Manuela acudía
a pasar ratos amables, leía las noticias del día, volvía sobre las
viejas crónicas de campañas, cartas de todo el mundo que daban pie a
largas pláticas. Esa noche los conjurados estaban siendo denunciados por
quien tenía el difícil compromiso de "decir la verdad", quien
era los ojos y los oídos de la causa revolucionaria. A pesar de las
prevenciones, Bolívar confiaba en que no pasarían de escaramuzas. A
media noche los perros guardianes atropellaron y los centinelas dieron la
voz de alto. Todo se precipitó rápidamente, los conjurados entraron al
palacio al grito de "¡Muera el tirano!" Los fieles oficiales
cayeron en un charco de sangre, bajo el puñal de los sublevados. Gritaban
los sirvientes, era el caos. Manuela
despertó al Libertador que descansaba en su lecho y, ya en ropa de
dormir, Bolívar alzó la espada siempre al alcance de su mano y una
pistola haciendo ademán para salir a contener el alboroto. Pero ella lo
detuvo en seco, ató las sábanas enristradas y lo conminó a saltar por
la ventana del primer piso que daba a las caballerizas, de allí a las
oscuras calles bogotanas y más allá a la libertad. Cuando los asaltantes
entraron al cuarto, la cama estaba tibia y Manuela sola. "Buscamos
a Bolívar". "No está, búsquelo". Y salió, apenas
cubierta por un tenue camisón, llevada a empellones por los corredores
del palacio para que dijera dónde se ocultaba. Cuando al regreso de la
recorrida vieron la ventana abierta, se dieron cuenta de que la astuta
mujer los había paseado por un laberinto haciendo tiempo. En ese momento
alguien quiso matarla en la incontenida ira por ser burlados, pero otro
dijo: "No hemos venido a matar mujeres". Al
otro día, en medio del regocijo popular y en acto público, Bolívar
tiernamente la proclamó "la Libertadora del Libertador". Fue su
hora de mayor esplendor. Allí
estuvo su cenit. Bolívar
se apagaría en Santa Marta,
lejos de ella, lejos de la política ya, "sin patria por quien
sacrificarse", sólo con unos pocos fieles y añorando las gracias de
su "amable loca". Ella volvió a conspirar contra los que se
sirvieron de la herencia revolucionaria. Entonces fue desterrada a una
costa perdida en la arena del olvido, allá en Paita, un puerto ballenero
en el Perú, lejos de la política, los hombres que la habían amado o los
que la difamaron. Vendía tabacos, velas, azúcar. Era un harapo de la gloria arrojada al exilio, lo que quedaba latiendo de la leyenda. La visitaba de tanto en tanto algún historiador como Ricardo Palma, para hilvanar Tradiciones Peruanas, o algún soldado errante como Garibaldi para refrescar en su corazón lo que vallan las bravas mujeres americanas, o Simón Rodríguez, el viejo maestro de Bolívar. La vieron envejecer en el desierto y murió con sus cartas, sus medallas de pasadas glorias y los recuerdos del hombre amado. Hasta último momento y como en los viejos tiempos de campañas, se fumaba un puro, convertido en anillos, jugando con sus manos graciosas, humo ella misma, la que había sido brasa en la gran hoguera de la epopeya americana. |
Susana
Dillon
De "Cazando
historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado
Diario Puntal - Córdoba - Argentina
21 de setiembre de 2008
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