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Secretas alcobas del poder

Juana la Loca. La que no fue reina
Susana Dillon

"Era la única reina que había amado y la encerraban por eso. No era una loca sino una enamorada y la insul taban ruinmente".

"Dona Juana era feliz mirando de vez en cuando su querido baúl de amor cubierto por los paramentos ya apolillados de la pasada grandeza.

Doña Juana la Loca, Ramón Gómez De la Serna.

"Así vivió en la locura, la Infortunada reina, por espacio de cincuenta años, mientras la tierra seguía dando vueltas, las estaciones se sucedían y la historia avanzaba en su inflexible ruta, aquella historia que ella podía haber escrito con sus hechos, aquella historia que todavía seguía haciéndose en su nombre..,".

Doña Juana la Loca, Lawrence Schoonover


Durante más de 500 años los españoles repitieron la historia que Juana estuvo loca de amor. Cuando se conmemoraron los 500 del descubrimiento, las mujeres españolas que no se tragaron el sapo comenzaron a escarbar archivos, a investigar en centenarios pergaminos, a sacar conclusiones y escribir lo encontrado: su padre, Fernando el Católico, encerró a Juana en el más oscuro y siniestro castillo declarándola loca. Él se quedó con el reino, casándose con una descocada francesa, Germaine de la Foix, que había sido amante de su yerno Felipe el Hermoso, pensando con ella tener descendencia. La coqueta les sorbió el seso a los dos.

Se supone que como los castillos eran muy fríos, en la corte debían hacer cama redonda, tal era la moral de ese entonces.

Había nacido poderosa y bella. Hija de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, dueños de España y América. De niña recibió cuidadosa educación para brillar en la corte: sabía música, bailaba con gracia, aprendió idiomas, sobre todo el francés, recitaba poemas y bordaba en oro. Amaba la vida y temía a la muerte hasta la obsesión. Isabel le destinó un rígido confesor y ordenó a sus maestros que le enseñaran el duro oficio de gobernar los reinos conquistados por innumeras guerras, sangre y fuego. En fin: "que Juana gobierne lo que yo obtuve con mi espada".

Heredó de su madre, aparte del imperio, su piel blanquirrosada y sus ojos verdes, salvo que tenían sombras tenebrosas. El cabello cobrizo, alta y garbosa, lo que se dice: una reina.

Con poder y belleza, ¿qué más? ¡Oh, sí! -dijo la bella- ¡falta el amor!, y a los quince años la casaron con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. Entonces el cuento de la princesa feliz debiera terminar aquí... y que fueran dichosos por siempre jamás. .

Mas habrá que dar crédito a las consejas: algún mal fario habría caído sobre la descendencia de los reyes que sobre la sangre de América edificaron su imperio... o los hados de Juana fueron adversos o los astros recorrieron órbitas maléficas.

De ese amor incendiario de Juana por el veleidoso y rubio Habsburgo, se pasó a los celos, de los celos a las disputas, de las disputas a las traiciones, y entre tanto Juana cumplía como toda reina fértil: daba hijos al reino y seguía amando a Felipe en forma harto vehemente, para el gusto de la reina madre.

A la muerte del heredero, a temprana edad, Juana y Felipe llegaron a España para ser coronados, dejaron a sus hijos en Flandes y mientras tanto se desarrollaron torneos y bailes, partidas de caza y ceremonias de nunca acabar. Felipe gozaba de la vida, la disfrutaba por todos los sentidos. Las damas de la corte lo adoraban, mas él prefería a las rubias, traídas de su tierra. Siempre se descubría algún pajecillo que no era tal, sino una divertida y picante doncella disfrazada.

Juana no se resignaba a pasar por alto estas aventuras e inventó mil tretas y sutiles estratagemas para no perder el amor de su príncipe seductor: ya se convertía en mora, ya en danzarina, ya en aldeana, hasta se tiñó de rubio su esplendoroso cabello... ¡mil variantes para el amor voluble! Ante esta conducta desordenada, ordenó la reina madre que se volviera Felipe a gobernar su Austria y ella pondría a Juana a administrar Castilla. América era un mundo nuevo, donde no se ponía el sol y llegaba de allá el oro en las bodegas repletas. El oro y la sangre de los indios venían en galeones y servían para armar ejércitos y recamar imágenes. El oro y la plata fluían sin pausa por el ancho camino del mar y en América los mares se teñían de rojo por la sangre que costaba arrancarlos.

La reina Isabel, cansada ya de cabalgar para acrecentar sus dominios, enferma y desagradada por esta hija suya, súcuba del amor, se dio en poner coto a tanto desborde pasional y prácticamente separó a la pareja... Se fue el Hermoso a sus tierras brumosas y quedó Juana abrasada por el sol de Castilla. Le llevó años a Isabel el intento, entonces Juana comenzó a desvariar. La princesa golosa de vida, que otrora se bañara en agua de rosas, se convirtió en una sombra más del oscuro castillo y de los desvaríos pasó a los silencios y de los silencios a su terror a la muerte. Hubo de colocar arpas y laúdes en sus cámaras, pues un peregrino le había contado que donde pasa la muerte suenan las cuerdas. .. Se dio en buscar adivinos, moros y gitanos para que la exorcizaran contra la de la guadaña. Murió Isabel y Fernando se apoderó de los reinos, sutil, maquiavélicamente. Regresó Felipe y otra vez el amor fue un volcán. Mas en la política del poder, el amor es un estorbo. Felipe, el bello, el seductor, montó una corte de adoradores; Fernando, el viejo zorro, montó la intriga y obtuvo el poder. Siguieron las partidas de caza y los torneos, hasta que, en ardor de las justas, el Hermoso tuvo sed, mucha sed, y le dieron de beber una fresca agua de aljibe..., y comenzó la fiebre que lo llevó a la muerte (¿muerte natural?).

¡Yo quiero de esa agua! -gritaba Juana- para morir con mi amado. Lo embalsamaron como a un faraón, le rizaron el pelo y maquillaron su cara. Juana no lloraba: adoraba, sólo eso, adoraba a su hermoso muerto. Del norte de España fue llevado en cortejo hasta Granada, al panteón real.

Demoró años ese negro camino y Juana seguía aferrada a su muerto hermoso. El pueblo la vio pasar en su mula, tras la carroza, con sus verdes ojos cada vez más tenebrosos y siguió fielmente amando a su reina loca de amor y prisionera de la muerte. Se alzaron sus súbditos en banderas para que ella los gobernara, pero no los vio, sólo estaba rodeada por negros crespones. Clamaban justicia allá en América sus vasallos flagelados y masacrados. La raza nueva moría bajo el arcabuz y la espada. La reina loca velaba a su esposo, más allá de las lágrimas.

Con todo el poder de la tierra estaba prisionera de la muerte del amado.

Fernando, el astuto, se apoderó de los reinos, declaró a su hija insana. Pero fue todavía más lejos: se volvió a casar con una cortesana francesa, espía del rey enemigo y antigua amante de su yerno fallecido. Los castellanos volvieron a recordar a Isabel. Luego de veinte años regresó el primogénito de Juana, Carlos V, que ni siquiera hablaba el español y reconoció a su madre, prisionera en Tordesillas. En cincuenta años que duró aquella depresión extrema, el castillo más tétrico de España se detuvo en el tiempo. Las damas, los guardias, el gobernador, en medio siglo, siguieron vistiendo las antiguas modas de luto, para engañar a su reina en el paso de los años.

Cuando el nuevo emperador preguntó qué había dicho su madre al morir tan sonriente, "sintió campanas, campanas de plata, las de sus esponsales", le respondieron sus damas.

Carlos V se acarició el prominente mentón y caviló ceñudo.

En Europa rodaron cabezas coronadas, se perdieron reinos, se levantaron naciones.

Hubo guerras santas y santas causas, intrigas y traiciones, herejes e inquisidores.

En América otros dioses entraron en los templos del Sol y se empapó de sangre la Madre Tierra. La reina Juana, que tuvo en sus manos el poder más grande del planeta, sólo pensaba en el amor... ¡Qué loca!

Bibliografía

Juana la Loca. R. Gómez De la Serna

Doña Juana la Loca. Lawrence Schoonover.

Susana Dillon

13 de junio de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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