Jacinto Avestruz marcha al destierro |
Cada
verano que volvía a La Josefina, seguro que había alguna novedad. O el
parejero que mi primo Adolfo preparaba había salido de ley ganando varias
cuadreras, o teníamos nuevo padrillo pur
sang, o habían nacido potrillos de casta, o los nuevos cameros ya tenían
descendencia, o habían encontrado agua dulce en algún potrero, o había
otras visitas... esta vez había avestruz. Mi primo menor y compañero de juegos Frankito, con quien se repetía la costumbre de acriollar los diminutivos, había hecho empollar huevos de avestruz con una pava. Nacieron cuatro chantas del incómodo cabalgar de la pava clueca sobre aquellos huevos fuera de huella. La pava, pese a sus esfuerzos por criar hijos tan ajenos, buscarles los mejores bocados y mezquinarlos de las inclemencias del tiempo, vio morir de a uno a sus extraños vástagos... Sólo quedó Jacinto, de apellido Avestruz, según lo bautizamos. Recibió los más esmerados afanes de aquélla madre frustrada y las regalías de dos chicos en vacaciones. Todo era para el hijo único: bicho, lombriz, piedrita, vidrio, botón que diera vueltas por el campo. Todo era para Jacinto. El Jacinto escapaba para el lado de "las casas" y allí el banquete era completo: carne, sobras de comida y algún que otro picotón a la ristra de chorizos. |
La tía Maggie, cuando la etapa de pichón, le hizo mil regalías, pero ahora que estaba crecido y dañino lo corría a trapazos y más adelante le daba con la escoba hasta que quebró varias por el lomo. De modo que no bien aparecía el bicho le lanzaba toda clase de amenazas. —¡Fuera
de aquí zanguango! ¡¡¡Vago de la familia, ya te tengo hasta en mis
pesadillas!!! ¡¡A este paso te pondrán tan gordo que no saldrás por
esa puerta!! Y
Jacinto se hacía el que no entendía, quedándose a la espera de la opípara
ración. —Como
creció entre los pavos -decía Frankito-, seguro se cree su presidente. Se
lo veía andar siempre frente a la comitiva, solidarizándose con ellos y
aun defendiéndolos de los perros cuando se les acercaban demasiado. Hasta
que le empezó el gusto por estar entre las personas. Entonces yo me dije: —Ahora
el tipo se cree gente. El
Eleuterio, aquel gaucho aindiado que era el más fiel de los peones nos
advirtió cuando lo estábamos colmando de mimos y juegos: —Cuidado
con el choique[1].
Si los mira fijo es porque les quiere acertar un picotón. Le gustan los
botones y los ojos de los chicos. Y
a tales inclinaciones las vinimos a constatar a la llegada de otros primos
de la ciudad con un bebé de enormes ojos azules. A
la mañana, la madre del niño tendió ropa blanca y saquitos primorosos.
Ropa fina y muy adornada. Jacinto entró al tendedero y no dejó botón en
la ropa de las visitas. La tía Maggie hizo funcionar la escoba con más
energía que nunca sobre el lomo de Jacinto que miraba aquello sorprendido
de que su ama se hubiese puesto tan intolerante. —¡Fuera,
bicho insoportable! ¡Jamás volverás a este patio! -sentenció roja de
indignación, dándole a Eleuterio las órdenes más contundentes. Pero
el peón se fue de recorrida y quedó Jacinto otra vez merodeando. Es
sabido que luego de la larga siesta veraniega, se impone el mate bajo la
galería. El calor era insoportable y las señoras se abanicaban mientras
cuidaban al bebé que dormía en su cochecito en el cual refulgían los
consabidos sonajeros y esferas de colores. Mientras el mate circulaba
corno un beso comunitario, nosotros andábamos a la pesca de alguna
novedad. La
charla de las señoras debía ser muy interesante porque no vieron al
Jacinto que silenciosamente se acercó a la rueda. Miró largamente al bebé
dormido, cloqueó interesado y se sentó a su lado como haciéndose cargo. —Mira
si será maricón -me comentó Frankito, ahora cuida al chico. —No
-insistí yo-, el tipo se cree que es gente. La
tía Maggie estaba absorta con el relato de las damas venidas recién de
un casamiento de parientes irlandeses. Era larga la retahila de lo que había
vestido la novia y la lista de los asistentes de todas las líneas
familiares. Los
abanicos iban y venían, el mate de aquí para allá. Entonces
el Jacinto se irguió como resorte disparando un feroz picotazo a las
esferas del sonajero. Ahí nomás, la tía le rompió el abanico en el
pico, en tanto el chico berreaba como si le hubieran arrancado los ojos. Después
del disgusto y constatando que los ojos del rubio estaban en su sitio
hechos un cielo, se calmaron los ánimos, pero tal arranque al avestruz le
costó el exilio. Cuando
lo consultamos esa noche al Eleuterio sobre los procederes del animal, nos
explicó: —No
es que el choique sea un maricón, esa clase de bichos son muy amorosos de
sus crías, también ellos empollan y ayudan a la crianza. Son además,
buenos maridos... pero, Frankito, ¿usted dijo que cloqueaba? Viera, ¿no?
Cosa rara. Al
otro día el avestruz fue a parar al alfalfar, sin posibilidad de
compartir la vida familiar. Anduvo
el animal, arriba y abajo queriendo volver a su querencia, listo para
encontrar algún hueco en el alambrado que lo liberara. Viéndolo en su
triste destierro, el Eleuterio filosofaba en su cátedra ecológica: —Vieran
que bicho tan sensible para los cambios de tiempo, él sabe antes que
nadie cuándo va a llover, invita a la lluvia con las alas, se esponja las
plumas y baila contra el viento para provocarla. Mis parientes, los
indios, antes de que los echaran de estas tierras, bailaban el choique purún,
una cosa como ceremonia... -y su mirada se oscurecía con el recuerdo de
pasados gloriosos. Tía
Maggie alentaba esas pláticas donde la ciencia gaucha nos despertaba el
amor a nuestro suelo, al conocimiento, a la vez que lo hacía sentir
importante ante nuestros ojos. De paso ella se daba un respiro para
satisfacer nuestra siempre despierta curiosidad. Teníamos pues, dos
fuentes de información, la que provenía de la experiencia indiana y la
que traía esta encantadora mujer de su tierra lejana. Pasaron
los días y nos olvidamos del avestruz. El Eleuterio había encontrado
tortuguitas pichonas junto al arroyo. Al rayo del sol todo el día con el
gaucho que se las sabía todas. Casi
a fin de verano cayó el Eleuterio con el bombazo: —Encontré
al choique, está empollando los
huevos. Se
desató la locura entre los chicos, quisimos ir a ver la nidada. —Nada
de ver -dijo el gaucho y escupió por el colmillo-. El choique es hembra y
los huevos son del viento. Aquel
misterio se tenía que aclarar, así que le insistimos con preguntas al
Eleuterio que hacía prolongar el suspenso con chispas en aquellos ojos
oblicuos, como quien va a demostrar un teorema enrevesado. Cuando
a la noche, comenzó a preparar el asado de cordero para la cena, nos fue
enterando de cómo era aquello de los huevos del viento, que de no tener
el esperma del macho, eran infértíles. La gente del campo, que vive en
la contemplación de las distintas etapas biológicas de animales y
plantas, no tiene inconvenientes en hablar de aquello que tiene a la
vista, sin malicia ni segundas intenciones. La
procreación, la gestación, el parto y la crianza son circunstancias
normales, de modo que nos las enseñaron en vivo y en directo. La misma tía
Maggie nos llevaba a los box cuando parían las yeguas para asistir al
milagro del nacimiento donde el Eleuterio era un avezado partero. Aquel
verano del avestruz se terminó como todo lo que es bueno, con nostalgia.
A la ahora Jacinta, la llevaron a otro campo con sus hermanos, por
supuesto que los chicos quedamos a los lamentos, pero tía Maggie explicó: —¿No
decías vos que se creía gente? Bueno, eso vendría a ser un problema de
identidad. Ahora con su familia va a hacer vida normal. Cuando nos llevaron a la estación y subí al tren, me sentí despedida por aquel fuerte olor a cañada. Instalada en mi asiento, acodada a la ventanilla para ver cómo se alejaba tía Maggie con todo su escenario. Allá quedaba ella con su fresco vestido acampanado, capelina con campanillas azules, el brazo balanceándose en el aire, despidiéndome con su mano de aletear de paloma.
[1] Choique: En ranculche, avestruz. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad
Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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