¿Hubo esclavos en Río Cuarto? "Sus dioses y sus
costumbres los ayudaron a soportar el inhumano trato del blanco a los
trabajos más crueles" Río
Cuarto... de donde venimos y como somos |
"No hay esclavitud sin degradación".
Gilberto Freyre Casa grande y Senzala. |
El cristianismo terminó con la esclavitud en Europa, era incompatible
con su doctrina libertaria, sin embargo, los que vinieron con la cruz y la
espada la implantaron en América, sin remordimientos de conciencia. Los negros africanos cazados como animales y amontonados como carbón
humano en los barcos negreros atestados, tratados a latigazos y separados
de sus familias, para surtir a las grandes ciudades de América con
escasez de mano de obra, se diseminaron a los cuatro vientos. Ingleses,
holandeses y portugueses estuvieron a cargo de esta empresa criminal.
Murieron más de la mitad al cruzar el océano, pero las ganancias fueron
millonadas. En tiempos virreinales los indios fueron
desapareciendo de las encomiendas, lugar de trabajos forzados donde
murieron por malos tratos, enfermedades y hambre. Algunos, como nuestros
Comechingones, que levantaron la ciudad de Córdoba con su trabajo
esclavo, huyeron a esconderse en las sierras. A los Pampas y Ranqueles no
los pudieron dominar por ser razas aguerridas que prefirieran morir a
servirlos. Los que llegaban a Buenos Aires eran luego transportados al interior donde había demanda, dándose en subasta en las plazas, frente a las iglesias, para hacer los trabajos de las minas, las canteras, los ingenios, las estancias, las construcciones civiles, militares, conventos, represas, puentes, barracas. Las parejas eran separadas, los niños quitados de sus madres y vendidos aparte, rematados por toneladas. |
Hasta en iglesias y conventos hubo esclavos para todos los trabajos. No
había individuos que con este destino durara más de cinco años. En Río
Cuarto, también el que pudo comprarlos, tuvo su servicio de esclavos y
esclavas que eran procedentes de Benguela, del Congo, Bantúes, destinados
a los saladeros, transporte, construcción y tareas agrícolas. Como aquí no había minas y lavaderos de oro, la vida de estos
desdichados era algo mejor, sus trabajos no eran tan extenuantes;
quinteros, hortelanos, monteros, hacheros, aguateros, serenos, vendedores.
Ya los vimos en los manuales escolares, como las pintorescas mazamorreras,
empanaderas, cebadoras de mate, nodrizas, niñeras, cocineras, fregonas y
algo insólito; la despiojadora que debía ocuparse de esa tarea que
reclamaban las grandes familias invadidas por los parásitos. La negra debía
ser muy prolija y de confianza, pues debía tratar todos los bichos que
alberga el cuerpo y en gente de poca higiene como eran aquellos tiempos,
tenía sus buenas propinas. Con el tiempo, se podía comprar un caballo y
hasta su libertad. Pero seguía con su oficio porque era muy importante:
también traficaba información de casa en casa. (No había secretos de
familia que la negra no tuviera en su nutrida clientela) de allí que era
requerida no sólo para despiojar sino para que diera datos de las demás
intimidades. Por este informado personaje se intercambiaban chismes de
embarazos, romances secretos, infidelidades, riqueza, bancarrotas,
conquistas y de culebrones que ocurrían entre las paredes de las muy
vigiladas casas coloniales. Un secreto muy bien
guardado La cazadora de piojos, una realidad que
se guardaron de mostrar nuestros historiadores, sí se conoció en
nuestros países limítrofes, en tiempos virreinales. Todo el mundo
occidental estuvo invadido de parásitos del cuerpo, donde la escasa
higiene reemplazada por perfumes, que por supuesto no alcanzaba a usar el
pueblo. Quien ha visitado los soberbios palacios reales, donde el lujo era
la primera necesidad, habrá notado que en los innumerables cuartos
destinados a los placeres, la holganza y las fiestas eran para vivir
alocadamente y en la molicie. El palacio real "de Oriente" tiene
más de 2.000 habitaciones, pero sólo dos baños. En Versalles y Tullerías,
pasó lo mismo, las necesidades se hacían en bacinillas que luego su
contenido se arrojaba por las ventanas a los jardines. De esta manera
también los rodeaban las enfermedades, las plagas y las pandemias. Una
investigación muy entretenida me llevó a esta nota que incluí en el Oro
de América, página 215. Era por lo general una negra, de largos y finos
dedos, de vista de águila, capaz de encontrar el piojo mas resabiado o la
liendre más oculta en cualquier lugar del cuerpo, desde la cabeza, barba,
pasando por los sobacos, hasta las partes pudendas, regiones anatómicas
negadas a la ciencia y a las conversaciones de la gente decente, dándoles
extermino al bicherío en menos de que los cuento. Colocaba la cabeza del paciente en su regazo, apartando minuciosamente
los mechones, desde la nuca a la frente y con verdadera saña se lanzaba
contra los bichos que reventaba entre sus largas uñas, hombres, mujeres y
niños, amos y esclavos, pasaban por su requisa. Casaba los piojos con la
misma celeridad que una gallina picotea los granos de maíz del patio,
mientras conversaba con los deudos del piojoso. No había de esa manera
familiar nada que se le escapara, a cambio, desparramaba rumores,
desmoronaba reputaciones, creaba intrigas, instigaba enredos mientras daba
cuenta con métodos y parsimonia de los piojos con pasmosa rapidez. Cuando
la cabeza quedaba bien catada y revisada era lavada con jabón de la
tierra (común de lavar), enjuagándola con una infusión de hierbas de
Santa María y... que pase el que sigue. La tarea se realizaba al sol, para mejor
encontrarlos. Resultaba un espectáculo común ver al paciente adormecido
sobre las faldas de la negra con expresión de deleite. Debía ser
delicioso ser revisado y tratado por la especialista. Cuando de la cabeza
había que seguir por otros lugares, privados, de pie revisaba la
pelambrera del tratado. Sus manos rápidas, ágiles, sabias, recorrían
implacables axilas y pubis no dejando repliegue sin investigar por recóndito
que fuere. Entonces eran manos de mujer, sabedora de todos los secretos de
la piel humana, de todas las humanas miserias y de todas las humanas
flaquezas. "Después del almuerzo o de la cena, en la red de la
hamaca era donde los señores patriarcas hacían la digestión, escarbándose
los dientes, fumando cigarro, escupiendo, eructando fuerte, pedorreándose
en ristra, rascándose los pies y los genitales, unos rascándose por
vicio, otros por enfermedad venérea o de la piel". Así explica el
antropólogo Darcy Ribeiro en "Indianidades y venutopías", la
escena por demás realista sobre estas minucias, la experta visitadora,
podía preferir a la comunidad inquisitiva toda una suerte de datos anatómicos
y fisiológicos de su clientela, dichos, claro está con voz confidencial
y muchos reclamos de secreto. Su memoria, era tan proverbial como su
eficiencia, su profesión le deparaba prestigio además de que en esa época,
por haber nacido en la senzala (lugar de confinamiento de los esclavos
recién llegados), se estaba destinada a la esclavitud. La historia
oficial nos ha privado del regocijo de saber que desde los virreyes hasta
el último esclavo, desde nuestros héroes inmarcesibles hasta las románticas
damitas de peluca y crinolina han tenido que ser hurgadas y revisadas en
lo más íntimo por estas animadoras de los más calientes chismes del
antiguo jet-set ¡Qué nos hemos perdido! Despejando misterios. Río Cuarto, portal de la
Trapalanda ... Y el Diablo dijo: "Hagamos la timba". Revolviendo las notas dejadas por don Libio Consolé, respetado
periodista de otros tiempos no muy lejanos, he encontrado unas páginas en
que nuestro sabio y ameno antecesor nos cuenta de la Trapalanda, conforme
se iban sumando historias, las más iniciadas en leyendas, allá por el año
1528. Don Libio argumentaba que esta Villa fue el portal de una región de
riquezas fabulosas, por donde se iba, vaya a saber por cuales rutas, a la
ciudad de los Césares, patraña inventada y agrandada por gente de gran
imaginación e inocultable codicia a la que trataron de encontrar
vanamente para hacerse ricos de una buena vez y volverse a España a lucirse en la corte de los reyes exhibiendo riquezas y lo que
más los ufanaba: fama, renombre, vivir en la holganza, como si dijéramos
ahora: llegar al jet-set. El tema histórico no dejó pluma quieta, las
grandes rotativas trabajaron febriles para aventar el pasado mítico
nuestro. La Nación, La Prensa, La Voz del Interior, La Capital de
Rosario, revistas y publicaciones especializadas se esmeraron en publicar
el asunto como atractiva leyenda, así nos pusieron en primera plana, pero
por siglos permaneció en el misterio, Don Juan Filloy, tampoco mezquinó
tinta en cuanto a aventurarse en el tema y fue en "Urumpta" que
dejó que su pluma se recreara en perseguir el origen de esta Trapalanda
que lo atrapó en su hechizo, para legarnos páginas memorables.
"Leyendas, leyendas descalabradas, rendidas por el fracaso, volvieron
todas las expediciones que fueron en pos de presuntos "El Dorados de
la Trapalanda", pasaron por el Soco Soco de ida y vuelta...". Según Aníbal Montes, arqueólogo e
historiador, allá por los años 1528 al 1573, sostiene que existieron
circunstancias extraordinarias que hicieron vincular al paso de los
conquistadores con la especie de chismerío que hicieron circular los
habitantes del valle del Conlara y los de La Chocancharaba[1] que ya sabemos eran las tierras del
cacique Chocan, en que se pusieron de acuerdo con Yungulo, del valle
citado para sacarse de encima a los molestos recién venidos, que luego se
convirtieron en enemigos por sus imperiosas exigencias de víveres, compañía
femenina y el paradero de la ciudad maravillosa. Tanto Chocan como Yungulo que eran comechingones y bastante listos,
pues se dieron cuenta de las negras intenciones de los blancos, fueron
astutos en darles datos. Cuando les preguntaron dónde estaba el oro. ¿Oro?
dijeron asombrados, sí, más al sur, y los hicieron llegar hasta la
Patagonia y pasar hasta la actual Chile con el mismo cuento. Tantos fueron
los buscadores de la mítica ciudad de los Césares y lodos los resultados
fueron negativos. No dieron ni con la más mezquina pepita de oro. pero se
conoció la región, se descubrieron caminos, llegaron a las costas del
Atlántico y hasta pudieron confeccionar mapas. Según don Libio esta
verdadera pasión por encontrar aquello que los hacía caminar como si
tuvieran las botas de las siete leguas, les duró hasta el siglo XVIII en
que la entrada o portal seguía siendo nuestra modesta y polvorienta
Villa, una población mísera, sacudida por malones, lugar de paso,
encrucijada de caminos, pobre y arrumbado fortín, refugio de gente de
toda laya, descanso de viajeros, recreo de carreteros, posta y fogón de
troperos... Levantada tantas veces como fue destruida, centro geográfico
de un país que apenas si era conocido, ciudad, la nuestra, que alguna vez
don Carlos Mastrángelo llamó "la capital del centro argentino'1,
¿sería predestinación? o será que desde el vamos nos gustó contar las
cosas más grandes de lo que eran, o recrearnos en inventar alguna
fanfarronada que se les quedó para siempre. Se critica a los habitantes
de esta Villa de ser veleidosos, agrandados, fantaseosos, amigos de
gustarles la vidriera, darse corte, jactarse de tener amigos prominentes,
en fin, creer que se está en la cresta de la ola por salir en algún
semanario haciendo rostros con el whisky en la mano en el centro de la
reunión... que ya que les hicieron creer que estamos en el Imperio, somos
los nietos de Sobre Monte. Son muchos los que descienden de caciques, pero nadie se declara indio
de pata en el suelo. No señor. Las chicas puede que sean princesas
ranqueles. Aquí nadie se achica, es más, inventaron la consigna:
"Si hay miseria que no se note". El señor Mastrángelo descubrió
que aquí se hicieron los mejores cuentos por que desde allá venimos, de
los Yungulo y de Chocan que iniciaron la dinastía de los agrandados y
mentirosos sin abuela. Venimos de las ciudades con los techos de oro y los
adoquines de plata, las ventanas de gema de colores, los ríos de buen
vino, las puertas sin cerraduras y hasta la mujer de la guadaña no tenía
nada que hacer, porque la gente gozaba de eterna juventud, con salud sin
mutuales. Ahora, vamos a tener que averiguar de dónde nos viene esto de
vivir en permanente jolgorio, a eso lo inventaron los nuevos trapalandones.[2] Y el diablo dijo: ¡hagamos la timba! En 1528 y siguiendo la ruta que antes había navegado don Juan Díaz de
Solís cuando descubrió el Río de la Plata llamándole Mar Dulce porque
nunca se había conocido río más ancho, don Sebastián Gaboto encontró
buen lugar para fundar un fuerte a orillas del río Carcarañá donde
vuelca sus aguas en el Paraná. La expedición era muy sencilla y el
marino italiano al servicio de España, traía órdenes de encontrar
alguna vía fluvial que se comunicara con la gente que se suponía venía
del Perú. Los indios querandíes, que habitaban esas regiones eran
belicosos y fuertes. Al río le habían puesto ese nombre porque
significaba devorador de hombres, tan peligroso y torrentoso era. Como al
principio los indios les conseguían buena pesca y animales de caza, también
los censaron para luego empadronarlos y hacerlos sus esclavos por el
sistema de la "Encomienda" y comenzaron los abusos. Gaboto construyó el fuerte al que se le llamó Sancti Spíritu con la
ayuda y el trabajo de los indios, pero siguieron las exigencias. De modo
que las relaciones entraron en crisis. El objetivo que llevaban los
expedicionarios era fundar ciudades y fuertes, reconocer el territorio,
buscar ríos que se comunicaran para acercarse a los otros españoles que
por el Pacífico habían llegado con el mismo fin. Gaboto, reparó sus bergantines, naves
livianas y bastante veloces, para iniciar el reconocimiento del Paraná
hacia el norte. Dejó un grupo de soldados al cuidado del fuerte indicándoles
los trabajos que harían en su ausencia, recomendándoles muy
especialmente que no se entretuvieran en juego de azar a los que eran muy
aficionados sus soldados, que como todos los españoles eran muy
inclinados a esos entretenimientos. Gaboto ya había experimentado ese
inconveniente, también los advirtió de los peligros que representaban
los indios vecinos... Y no estando el gato, los ratones hicieron la
fiesta. Las toscas mesas del fuerte, día y noche funcionaron como
garitos, mientras hubiera víveres y velas, seguirían azotando a los
indios para que los siguieran abasteciendo. A tanto llegó el abuso que una noche cayeron los querandíes a los
alaridos incendiando el fuerte con los jugadores adentro. Al tiempo llegó de regreso Gaboto de su excursión, encontrando el
desastre. Sus hombres incinerados, junto a los naipes, los dados y las
fichas. Derrotado y furioso se volvió a España sin encontrar lo que buscó.
De aquellos tiempos al presente, el juego, vicio, enfermedad,
entretenimiento o como quieran llamarle, nos ha dejado marcados. En nuestro país, que todavía no existía, ni se sabía hasta dónde
llegaba se había instalado "la timba'' antes que fundar ciudades.
Aquí, en nuestra ciudad pasó algo parecido: en tiempos del intendente
Cantero se instaló un casino, en lugar de una fábrica que era lo que la
población necesitaba para tener trabajo digno. Pero quienes viven del
vicio y de las coimas prefieren, como los soldados de Gaboto terminar sus
días incinerados... Notas:
[1]
Paso
a casos concretas, buscados en los archivos desempolvados para nuestro
goce. [2]Trapalandones: según el poeta Osvaldo Guevara son los habitante de la Trapalanda y desde el siglo de oro la vino usando don Miguel de Cervantes en su inmortal “Don Quijote”, gran fabricante de locuras.
BIBLIOGRAFÍA AGRIPA VASCONCELOS "CONGO SOCO". ED. BRASILIA 1968 • DARCY RIBEIRO INDIANIDADES Y VENUTOPÍAS. ED. BRASILIA 1990 GH.RKRTO FREIRÉ CASA GRANDE Y SENZALA. ED. RÉCORD 1989 • GUSTAVO ADOLFO OTBHO • LA VIDA SOCIAL EN EL COLONIAJE - ANDINA 1991 |
Por
Susana Dillon
"Buen día,
Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)
18 de enero de 2009
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