El Gaucho que vio Hadas |
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“Hadas negros, grises, verdes blancos, juerguistas de ¡a luz de la luna y sombras de la noche." |
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Tía Maggie tenía
especial cuidado en aquello que tuviera que ver con las reglas de la
urbanidad para con huéspedes, visitantes y caminantes. Le encantaba, en
aquel apartado rincón de pampas y lejanos horizontes recibir a amigos y
familiares que la impusieran de novedades, noticias y comentarios. La
alegraban, en aquel mundo de hombres, las visitas femeninas. Con mi madre se
trenzaba en entusiastas conversaciones sobre los acontecimientos de la
parentela, recetas de cocina y algo de modas: aunque ambas eran sobrias y
prácticas, no les caía mal, de vez en cuando, divagar sobre alguna
frivolidad al alcance del bolsillo. Pero donde se observaban a rajatablas las reglas de la hospitalidad era con la llegada de algún caminante, o linyera, o croto, o mendigo que para el caso daba lo mismo. |
El caminante sabía
caer, por lo general en horas del crepúsculo, con sus bultos cargados a
la espalda, gastada o hecha jirones la ropa, una vara con pava, olla y
parrilla; en conjunto, un tipo estrafalario que causaba temor en los niños
y sospecha en los mayores. Esta clase de andarines caían de tanto en
tanto en busca de comida y reparo por una o dos noches, seguros de ser
recibidos. Nadie debía contrariarlos ni molestarlos con preguntas, menos aún echarles los perros. Nuestra tía salía a recibirlos en persona para asistirlos en sus necesidades. Les daba cobijo en un cuarto, que era también el de los peones, donde había catres y ponchos que el hombre podía usar, tina para bañarse y todo lo necesario para la higiene. Una vez instalado el viajero, nos mandaba a nosotros con yerba, azúcar y tabaco. De esa manera los surtía de "los vicios chicos", como es tradición en el campo. Tampoco les faltaba un plato de comida, la misma que se cocinaba para la familia y los peones, en la enorme y acogedora cocina de la casa. |
—¿Quiénes son?
-solíamos preguntar, porque aquellos caminantes eran gente de buenos
modos, casi siempre extranjeros, que recorrían, en el techo de los
vagones de carga de los trenes, todo el país. A veces trabajaban
temporariamente en lo suyo: hojalateros, talabarteros, carpinteros,
artesanos, que una vez arreglado lo que en la casa pedía a gritos
renovación y comprar nuevo, ellos seguían su camino silenciosamente, con
algunos pesos en los bolsillos, cargados de misterio. Ella entonces, ponía su índice sobre los labios y... |
—Shissss -nos
mandaba a callar-. Puede ser un hada disfrazada de mendigo, puede ser un
duende que viene a traer alguna noticia, o tal vez Nuestro Señor que
llama con su báculo en las puertas de nuestro corazón para probar cómo
andamos con la caridad o tal vez san Patricio que vuelve a andar por el
mundo... A todo esto, el
Eleuterio callaba, escuchaba y escudriñaba el campo hacia el lado de los
jagüeles viejos, en la estancia vecina, donde también había
veraneantes. Lo tenían intrigado la construcción de represas
artificiales para abastecer a la hacienda. Idas y venidas de gente foránea
que aprovechaba, en aquellos tórridos veranos, las aguas allí juntadas
por las lluvias para darse alegres chapuzones. Mientras preparaba la
cena, tía Maggie rememoraba: —Las hadas, allá
en mi tierra, tienen un modo muy semejante al nuestro de vivir, salvo que
su existencia es maravillosa. También montan briosos y magníficos
caballos a los que cuidan con esmero sus pajes, porque viven cientos de años.
Con ellos realizaban cabalgatas a la luz de la luna en las noches de
verano. Ondeaban sus rubias cabelleras al mismo tiempo que las crines y
colas de los caballos. En los pretales llevaban cascabeles de oro, los
cascos eran musicales porque las herraduras estaban fundidas en pura
plata. Las hadas, sobre sus cuerpos no tenían otro vestido que túnicas
de gasa que flotaban como nubes confundidas con los gallardetes de sus
insignias. Aquellas fantásticas cabalgatas solían terminar en los
estanques, ríos o lagos donde se bañaban deleitosamente. Los pájaros
las acompañaban con sus cantos, abriendo las flores sus corolas para que
ellas tejieran guirnaldas con las que se adornaban. —¿Y también
llevaban perros? -preguntamos, porque no concebíamos el mundo sin
nuestros amigos. —Sí, había
varios, parecidos a Chep y otros chiquitos como la "Milonga",
esa perra mostrenca, que según ustedes ya sabe hablar -contestaba
para darnos el gusto. La charla derivaba
hacia fantasías que nos resultaban tan necesarias como la comida, en
tanto el Eleuterio firme, con sus ojos oblicuos y brillantes mirando hacia
los jagüeles viejos, ahora convertidos en aguada muy concurrida. Todo
anduvo normal hasta que una mañana, mientras desayunábamos aquel
formidable tazón de café con leche de medio litro, con pan, manteca y
mermelada, cayó el Eleuterio, que venía de recorrida, pálido, como de
muerte. Entonces Frankito adivinó: —¡Zas!, ¡el
Eleuterio ha visto fantasmas! Y en efecto, aquel
gaucho descendiente de indios, "con más espinas que un
tala", de común impasible, se había transformado en la viva
imagen del espanto. Señalaba con el rebenque para el lugar donde se
construía la represa y casi sin poder articular palabra, farfullaba: —¡Las vide a
todas, son las hadas que dice doña Maggie. Andan desnudas arriba de los
caballos. Se meten en el agua y alborotan a las risadas, haciéndose
bromas y a los gritos! Nada que ver con los cantos de los pajaritos, como
dice la patrona. Bastante mal enseñadas me han parecido... Ahora que,
como buenas mozas, vea... ¡qué lindura! Los cuatro muchachones de la
casa salieron de la cocina a los empellones a reírse con todas sus ganas.
Frankito los siguió para no perderse la jarana. Tía Maggte empuñó el
cucharón saliendo tras sus cinco hijos a decirles algo en inglés donde
lo más chiquito era "stupid", que les cayó como chaparrón. Tío Pancho, en ese
mismo instante salía a dar su recorrida habitual, se apeó haciendo sonar
el talero en sus botas para darle una mano a su hombre de confianza. —Vamos, Eleuterio,
hay que dar una vuelta por los jagüeles viejos ahora que se arremolina
tanta gente, a ver qué pasa de día, ya que de noche se ven visiones -y
mirando hacia el lugar donde estaban sus hijos-: ¡Habrá que preguntarles
a esos cinco pavos qué han visto, que ni siquiera se han animado a darles
unos pellizcones a las bañistas! Ya sobre los
caballos, todavía le sentí entre sonrisas cómplices: —Ya va a ver
Eleuterio, que a los espíritus de la noche hay que tratarlos cara a cara,
por muy malenseñados que sean, así nos quieran jorobar con la pinta. Y allí partieron los
dos jinetes a emprender la aventura, recortando sus siluetas contra el
horizonte que se poblaba de vida. En el cuarto de los
muchachos seguía la algarabía mientras tía Maggie todavía empuñaba el
cucharón. Me acerqué a ella, a modo de solidarizarme con su actitud.
Tuvo un arrebato típicamente feminista: —Un buen cucharonazo, en el momento oportuno, sobre esos lomos, es más eficiente que muchos discursos -me previno, y tal argumento me ha servido de por vida. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad
Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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