El duende verde que bebe menta
Susana Dillon

Los duendes existen

 

Yo sé que me mirarán una y otra vez, haciendo el clásico gesto, de dar una vuelta de tornillo a la sien derecha, y decir: -Esta está chiflada. -Pero que los hay los hay.

 

Sí, hay duendes verdes, chiquitos como gazapos. Se pueden esconder detrás de un hongo y dialogar con el sapo mirándolo a los ojos.

 

Suelen habitar en el hueco de los viejos árboles, juro que he visto salir varios del hueco que tiene el fresno que sombrea nuestro Honorable Concejo Deliberante.

 

Cuando era chica los veía a menudo y cuando tenía fiebre hasta podía hablar con ellos, largas y profundas charlas. A más fiebre, mayor conversación.

 

Como fui muy enfermiza, me llevaban al campo para mis convalecencias, porque en las épocas que viví mi infancia, la gente, era muy proclive a irse a recuperar la salud "al campo de papá", por otra parte quedaba paquetísimo. Allá nos hacían levantar con la "fresca" a tomar el apoyo, o sea la mejor leche de la vaca, esa que el pobre bicho había reservado para su ternero y que por medios poco honestos, nos la apropiamos los humanos. Bueno, a tomar leche al pie de la vaca, a comer fruta al pie del árbol, a oler la frescura de los alfalfares y a revolcarse como Dios manda en la tierra, vieja y sabia manera de absorber la terramicina, sin la convencional terapia de culos acribillados con la aguja y a zamparse comida de verdad sabrosa, hecha sobre una cocina a leña, por una cocinera pachorrienta y bonachona que no tenía más reloj que el gallo.

 

En fin, esas eran convalecencias, con una yema al oporto a media mañana y un candeal antes de recluirnos en la abrigada cama, cubiertas con mantas tejidas al crochet. Por la ventana enrejada, entraba y salía toda la campiña: grillos, sapos, lagartijas, calandrias y tacuaritas incluidos, pero por sobre todo, los duendes verdes que impunemente transitaban mis sueños y mis vigilias. A veces venían varios, otras uno solito, pero muy conversador.

 

Mi madre siempre se preocupó por esta ridiculez mía de hablar con alguien a quien ella no veía, a veces no sólo hablaba, también gesticulaba y hasta discutía. Por lo tanto y visto que la cosa iba en aumento consultó a varios facultativos sobre lo que ya se pasaba de la raya.

 

-Señora, todos los chicos fabulan con compañeros imaginarios, algún animal, algún juguete... en fin, es natural. Pero yo hablaba de verdad con el duende verde. Por otra parte había una particularidad: me pasaba una cantidad inusitada de información -eso era lo grave-, después de la animada charla con el amigo, era seguro que yo daba una conferencia sobre las aves acuáticas de los cañadones del Arroyo del Medio o la posibilidad de nuevos terremotos en Sampacho. La gente de mis alrededores se comenzó a hacer cruces.

 

El duende verde, de ojos verdísimos era mi asiduo visitante. Esperaba que me metiese en la cama y ¡zas!, caía de las vigas del techo, deslizándose por una telaraña que la pasión por la higiene que perpetraba mi madre, había perdonado, se sentaba sobre mi mesa de luz cruzando sus piernitas y dale que dale toda la noche de gran palique.

 

En tiempos de convalecencia o cuando estaba muy inquieta era cuando más acudía a reforzar mi salud, alertándome de todas las cosas que me hacían mal. Siempre sus opiniones contrastaban con las de mis familiares y las del sufrido médico rural que sorteaba el suspenso de mis dolencias infantiles y demás alternativas de mi tan vapuleada salud, a la sazón: un verdadero asco.

 

Yo me negaba a comer toda suerte de sopas, potajes y otras suculencias, me revolcaba si venían con cataplasmas y sinapismos, me tenían que agarrar entre cuatro para aplicarme las terroríficas ventosas, todo por consejo del duende.

 

El me traía nueces, yuyitos, frutillas y tréboles de cuatro hojas que yo comía a escondidas. Odiaba la leche de la vaca Primorosa y sí le pedía a Agapito, el potrillo, que me permitiera tomar la leche de su madre, la yegua alazana, ¡ésa era rica y digestiva!. El duende se las ingeniaba para que la soltara y me la traía en tacitas de porcelana china de juguete, que mis tías rubias y bellas me regalaban de a docenas.

 

Una de ellas, precisamente Rosita, era la única que compartía las reuniones con mi duende amigo.

 

Ella estaba al tanto del secreto porque era maga, sí, maga y no tanto asombrarse. ¿Acaso no se es maga por aguantar tanto chico ajeno que anda por ahí en busca de cariño y comprensión?. ¿Acaso no se es maga por llevar chicos al cine y enseñarles a valorar a Chaplin, un Gary Cooper, una Garbo, o un Fernandel hasta pulirle el gusto para separar lo que es ir a ver arte de lo que es patalear por una bronca de cow-boys?...¿Y si la cosa se daba en un infernal matinée infantil?.Y qué no decir si a uno se le disipaba como por encanto un rubicundo sarampión contándole Las Mil y Una Noches, adaptadas al cacumen de una niña de seis años. Bueno, por todas esas artes la tía Rosita era maga.

 

Sobrados méritos tenía adquiridos, de modo que bien podía tener largas y lúcidas pláticas con mi duende.

 

Pero aquí no terminaban nuestras aventuras, había otras actividades que me fascinaban: era irnos a fabricar licores a la cocina. La tía Rosita preparaba un licor de menta a nivel de elixir.

 

Siempre había en aquélla lejana casa de mi infancia una botella de exótica forma cuyo contenido lucía un verde maravilloso: satinado, terso, impetuoso, resplandeciente y de cuyo cuello salía un olor a menta, del que parecía desprenderse música de Tchaikowsky. Estaba en medio de la mesa ratona del recibidor y al alcance del visitante que entrara, no importaba el rango. Algo así como: ¿Gusta servirse?.

 

Todos hacían honor al licor y lanzaban el veredicto. Era un verdadero ritual de bienvenida.

 

La tía Rosita no paraba en su trapiche, el duende afirmaba que en otra vida, ella había sido un monje trapense, pues sabía tanto de fórmulas, como de oraciones.

 

También sabía mucho de tangos, a los que era fanáticamente aficionada, cuanto más canyengue, más entusiasta y vehemente.

 

Mi duende era el más eficaz catador de aquella obra del buen gusto doméstico.

 

En tanto mi rubia y alegre tía mezclaba ingredientes y trasegaba enfundada en una bata orlada de blondas y festones, el duende verde cataba el licor con beatífico deleite.

 

Si llegaba alguien a la cocina, todo se interrumpía hasta una nueva oportunidad donde sólo estuviéramos los tres. El gato y el canario podían permanecer, pero con la siguiente condición: el pájaro cerrando el pico, ya que los vecinos venían a pedir "que se calle el cantor, que no deja dormir" y el gato sin relamerse ni ronronear pidiendo mimos. Estábamos en algo muy delicado y serio.

 

El gato, se llamaba Cafiso, su biografía era tanguera y el canario, Caruso, verdadera estrella de la lírica avícola, pero muy extemporáneo. 

 

Pasada mi infancia, creía haber perdido a mi duende, pues para poner fin a mis disparatadas conversaciones, pasadas de datos y terribles preocupaciones de mis padres, me llevaron muy lejos, con otras gentes y otras obligaciones, pero por sobre todo estar en contacto con personajes de gran severidad y cordura.

 

Como tal circunstancia me sumió en una honda tristeza, pensé muy fuerte, muy insistentemente en mi tía Rosita, que había fallecido hacía un tiempo y... ¿No va que aparece el duende?. Pero ya no tenía los ojos verdísimos, sino ojos color miel, como los de la tía Rosita. Ella se los había regalado antes de partir a vivir su próxima vida, tan sencillamente como una reina regala su anillo a quien fiel la ha servido.

 

Fue entonces cuando comenzó una nueva historia. En el secundario fui el terror de los profesores desinformados. Siempre el duende pasándome los datos más insólitos, siempre soplándome en los exámenes, siempre haciéndome sacar las bolillas que sabía y haciendo sonar las campanillas y los timbres para salvarme en el justo momento. Mis compañeros me miraban con indisimulado recelo. No sabían de donde sacaba tiempo para dar lecciones consultadas, si siempre andaba papando vientos, abriendo el libro e inventando historias para pasar el rato.

 

¿Se explica ahora lo de mi memoria de elefante, mi éxito como conferencista que no olvida un dato, que no necesita de ayudamemorias?. Se explican los insobornables críticos de actos culturales, mi enjundia?.

 

¡Hummmmm! Me sale una que otra botellita de licor de menta.

 

Nota secreta: El duende se hospeda en las palmeras de la Escuela Normal. Si logra ver una nota verde fosforescente en el penacho de una de ellas, es la nariz de mi duende. Seguro que anda rechupado.

Susana Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993

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