El duende verde que bebe menta |
Los duendes existen
Yo
sé que me mirarán una y otra vez, haciendo el clásico gesto, de dar una
vuelta de tornillo a la sien derecha, y decir: -Esta está chiflada. -Pero
que los hay los hay. Sí,
hay duendes verdes, chiquitos como gazapos. Se pueden esconder detrás de
un hongo y dialogar con el sapo mirándolo a los ojos. Suelen
habitar en el hueco de los viejos árboles, juro que he visto salir varios
del hueco que tiene el fresno que sombrea nuestro Honorable Concejo
Deliberante. Cuando
era chica los veía a menudo y cuando tenía fiebre hasta podía hablar
con ellos, largas y profundas charlas. A más fiebre, mayor conversación. Como
fui muy enfermiza, me llevaban al campo para mis convalecencias, porque en
las épocas que viví mi infancia, la gente, era muy proclive a irse a
recuperar la salud "al campo de papá", por otra parte quedaba
paquetísimo. Allá nos hacían levantar con la "fresca" a tomar
el apoyo, o sea la mejor leche de la vaca, esa que el pobre bicho había
reservado para su ternero y que por medios poco honestos, nos la
apropiamos los humanos. Bueno, a tomar leche al pie de la vaca, a comer
fruta al pie del árbol, a oler la frescura de los alfalfares y a
revolcarse como Dios manda en la tierra, vieja y sabia manera de absorber
la terramicina, sin la convencional terapia de culos acribillados con la
aguja y a zamparse comida de verdad sabrosa, hecha sobre una cocina a leña,
por una cocinera pachorrienta y bonachona que no tenía más reloj que el
gallo. En
fin, esas eran convalecencias, con una yema al oporto a media mañana y un
candeal antes de recluirnos en la abrigada cama, cubiertas con mantas
tejidas al crochet. Por la ventana enrejada, entraba y salía toda la
campiña: grillos, sapos, lagartijas, calandrias y tacuaritas incluidos,
pero por sobre todo, los duendes verdes que impunemente transitaban mis
sueños y mis vigilias. A veces venían varios, otras uno solito, pero muy
conversador. Mi
madre siempre se preocupó por esta ridiculez mía de hablar con alguien a
quien ella no veía, a veces no sólo hablaba, también gesticulaba y
hasta discutía. Por lo tanto y visto que la cosa iba en aumento consultó
a varios facultativos sobre lo que ya se pasaba de la raya. -Señora,
todos los chicos fabulan con compañeros imaginarios, algún animal, algún
juguete... en fin, es natural. Pero yo hablaba de verdad con el duende
verde. Por otra parte había una particularidad: me pasaba una cantidad
inusitada de información -eso era lo grave-, después de la animada
charla con el amigo, era seguro que yo daba una conferencia sobre las aves
acuáticas de los cañadones del Arroyo del Medio o la posibilidad de
nuevos terremotos en Sampacho. La gente de mis alrededores se comenzó a
hacer cruces. El
duende verde, de ojos verdísimos era mi asiduo visitante. Esperaba que me
metiese en la cama y ¡zas!, caía de las vigas del techo, deslizándose
por una telaraña que la pasión por la higiene que perpetraba mi madre,
había perdonado, se sentaba sobre mi mesa de luz cruzando sus piernitas y
dale que dale toda la noche de gran palique. En
tiempos de convalecencia o cuando estaba muy inquieta era cuando más acudía
a reforzar mi salud, alertándome de todas las cosas que me hacían mal.
Siempre sus opiniones contrastaban con las de mis familiares y las del
sufrido médico rural que sorteaba el suspenso de mis dolencias infantiles
y demás alternativas de mi tan vapuleada salud, a la sazón: un verdadero
asco. Yo
me negaba a comer toda suerte de sopas, potajes y otras suculencias, me
revolcaba si venían con cataplasmas y sinapismos, me tenían que agarrar
entre cuatro para aplicarme las terroríficas ventosas, todo por consejo
del duende. El
me traía nueces, yuyitos, frutillas y tréboles de cuatro hojas que yo
comía a escondidas. Odiaba la leche de la vaca Primorosa y sí le pedía
a Agapito, el potrillo, que me permitiera tomar la leche de su madre, la
yegua alazana, ¡ésa era rica y digestiva!. El duende se las ingeniaba
para que la soltara y me la traía en tacitas de porcelana china de
juguete, que mis tías rubias y bellas me regalaban de a docenas. Una
de ellas, precisamente Rosita, era la única que compartía las reuniones
con mi duende amigo. Ella
estaba al tanto del secreto porque era maga, sí, maga y no tanto
asombrarse. ¿Acaso no se es maga por aguantar tanto chico ajeno que anda
por ahí en busca de cariño y comprensión?. ¿Acaso no se es maga por
llevar chicos al cine y enseñarles a valorar a Chaplin, un Gary Cooper,
una Garbo, o un Fernandel hasta pulirle el gusto para separar lo que es ir
a ver arte de lo que es patalear por una bronca de cow-boys?...¿Y si la
cosa se daba en un infernal matinée infantil?.Y qué no decir si a uno se
le disipaba como por encanto un rubicundo sarampión contándole Las Mil y
Una Noches, adaptadas al cacumen de una niña de seis años. Bueno, por
todas esas artes la tía Rosita era maga. Sobrados
méritos tenía adquiridos, de modo que bien podía tener largas y lúcidas
pláticas con mi duende. Pero
aquí no terminaban nuestras aventuras, había otras actividades que me
fascinaban: era irnos a fabricar licores a la cocina. La tía Rosita
preparaba un licor de menta a nivel de elixir. Siempre
había en aquélla lejana casa de mi infancia una botella de exótica
forma cuyo contenido lucía un verde maravilloso: satinado, terso,
impetuoso, resplandeciente y de cuyo cuello salía un olor a menta, del
que parecía desprenderse música de Tchaikowsky. Estaba en medio de la
mesa ratona del recibidor y al alcance del visitante que entrara, no
importaba el rango. Algo así como: ¿Gusta servirse?. Todos
hacían honor al licor y lanzaban el veredicto. Era un verdadero ritual de
bienvenida. La
tía Rosita no paraba en su trapiche, el duende afirmaba que en otra vida,
ella había sido un monje trapense, pues sabía tanto de fórmulas, como
de oraciones. También
sabía mucho de tangos, a los que era fanáticamente aficionada, cuanto más
canyengue, más entusiasta y vehemente. Mi
duende era el más eficaz catador de aquella obra del buen gusto doméstico. En
tanto mi rubia y alegre tía mezclaba ingredientes y trasegaba enfundada
en una bata orlada de blondas y festones, el duende verde cataba el licor
con beatífico deleite. Si
llegaba alguien a la cocina, todo se interrumpía hasta una nueva
oportunidad donde sólo estuviéramos los tres. El gato y el canario podían
permanecer, pero con la siguiente condición: el pájaro cerrando el pico,
ya que los vecinos venían a pedir "que se calle el cantor, que no
deja dormir" y el gato sin relamerse ni ronronear pidiendo mimos. Estábamos
en algo muy delicado y serio. El
gato, se llamaba Cafiso, su biografía era tanguera y el canario, Caruso,
verdadera estrella de la lírica avícola, pero muy extemporáneo. Pasada
mi infancia, creía haber perdido a mi duende, pues para poner fin a mis
disparatadas conversaciones, pasadas de datos y terribles preocupaciones
de mis padres, me llevaron muy lejos, con otras gentes y otras
obligaciones, pero por sobre todo estar en contacto con personajes de gran
severidad y cordura. Como
tal circunstancia me sumió en una honda tristeza, pensé muy fuerte, muy
insistentemente en mi tía Rosita, que había fallecido hacía un tiempo
y... ¿No va que aparece el duende?. Pero ya no tenía los ojos verdísimos,
sino ojos color miel, como los de la tía Rosita. Ella se los había
regalado antes de partir a vivir su próxima vida, tan sencillamente como
una reina regala su anillo a quien fiel la ha servido. Fue
entonces cuando comenzó una nueva historia. En el secundario fui el
terror de los profesores desinformados. Siempre el duende pasándome los
datos más insólitos, siempre soplándome en los exámenes, siempre haciéndome
sacar las bolillas que sabía y haciendo sonar las campanillas y los
timbres para salvarme en el justo momento. Mis compañeros me miraban con
indisimulado recelo. No sabían de donde sacaba tiempo para dar lecciones
consultadas, si siempre andaba papando vientos, abriendo el libro e
inventando historias para pasar el rato. ¿Se
explica ahora lo de mi memoria de elefante, mi éxito como conferencista
que no olvida un dato, que no necesita de ayudamemorias?. Se explican los
insobornables críticos de actos culturales, mi enjundia?. ¡Hummmmm!
Me sale una que otra botellita de licor de menta. Nota secreta: El duende se hospeda en las palmeras de la Escuela Normal. Si logra ver una nota verde fosforescente en el penacho de una de ellas, es la nariz de mi duende. Seguro que anda rechupado. |
Susana
Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993
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