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Secretas alcobas del poder
 

Delfina Vedia de Mitre, "la abandonada"
Susana Dillon

 

Alguien dijo de Mitre: "Este es el hombre que va de la Revolución al destierro, de la batalla a la imprenta, de la cátedra a la tribuna, de allí otra vez al destierro, asilado en cinco repúblicas, soldado en la pampa y en la cordillera, en el mar y en la tierra, en el Atlántico y en el Pacífico".

Discípulo de Paz, no es sin embargo un pacifista ingenuo, sabe de luchas, de insomnios y de velar las armas, no lo asquea el combate, en tiempos en que los hombres deben jugarse hasta las esperanzas.

Se inicia en Montevideo, allí su inclinación a la lectura lo ilustra con la pasión de los jóvenes cuando tienen sed de instrucción. Allá conoce a Delfina de Vedia, señorita de familia distinguida, de casta militar. Ella es joven, bonita, educada en aceptar el destino sin rebelarse, esclava del qué dirán y de la férrea disciplina hogareña, junto a los tabúes del siglo XIX.

Se enamora del joven alto, rubio, de ojos claros como un gringo, que vive como los de su familia, vestido de soldado (en aquellos días de luchas, ¿quién no los tenía en el elenco familiar?).

Delfina de Vedia era rubia, diáfana y prolija, con la blancura de las vascas y el perfil de las griegas. Su padre, Nicolás de Vedia, también militar, se había entrenado en la lucha durante las Invasiones Inglesas. Por lo tanto, ella estaba enterada de lo que pasaba con un esposo militar, pero siendo romántica y veinteañera, nada podía sacarla de sus delirios por el muchacho argentino, de buena estampa y clase.

Cuando Delfina quedaba sola en su habitación, sacaba su cuaderno acunando versos llenos de palpitaciones y, como si bordara flores en sus sábanas de novia, cantaba endechas para acompañar el recuerdo de su amado.

Delfina había nacido para dama el 12 de diciembre de 1816, en Buena Vista, Uruguay, y era dos años mayor que su novio, que se la pasaba soñando con un campo donde relampaguearan los fusiles y él pudiera hacerse cargo de la jefatura de la artillería.

En tanto, ella, como las de su tiempo, no tenía más sueños que acariciar el piano, vérselas con las negras que fregaban cacerolas y obedecían a su autoritaria madre, ir a rezar a la iglesia por sus siete hermanos varones que también lucían entorchados y espadas. Había visto cómo vivían sus hermanos con la muerte mordiéndoles los talones. Escribió y acunó más versos, bordó más sábanas y compró encajes; y se casó con el argentino, que la hacía soñar con una paz que tardaría en llegar. Fue cuando la joven comenzó a pensarse una intelectual, acompañada por su amor, compartiendo ese placer estético de nutrir su pasión con el amado.

Mitre, en la carpa del campo de batalla, tenía sus libros; los clásicos que, en los momentos libres que le daba la artillería, traducía con prolijidad de monje benedictino, para retemplar los días en que no rugían los cañones, donde no los pudieran perseguir sus contrarios, leía, traducía, escribía. El placer se disfrutaba en soledad, sin que nadie lo rondara, donde solo las musas revolotearan por su oído creativo.

En el mundo de la política y en el de la guerra nunca se cruzó la silueta de Delfina; por eso ella se volcó a sus hijos, sobre todo en el menor, Jorgito, que era también el favorito del padre.

A él le escribió sus cartas más cariñosas, llenas de consejos y admoniciones, con pesadas reflexiones sobre lo que todo joven de familia austera y respetable debía inculcar a sus hijos. Tal como a ella su padre Nicolás de Vedia le había sermoneado durante su más tierna infancia hasta su juventud recatada, imponiéndole los cánones que ahora le tocaban al chico para que no fuera un joven a la moda.

Tal vez esas largas monsergas hubieran sido mejor que se las recitara al esposo que era una visita nada más en su hogar, pero Bartolomé se escurría a la calle o a sus tareas militares antes de sentirla y lo que debía ser un diálogo constructivo se convertía en una catarata de lágrimas y gemidos que arrancaban bostezos al muchacho con ánimos para expansiones más mundanas. Luego la santa madre juntaba sus apuntes, encendía la lámpara de su escritorio y se daba en rimar poesías con sus desvelos o le escribía cartas con consejos y normas olvidables.

Casi todo lo que le templa el carácter a una mujer, le pasó junto: la muerte de una hermana a edad temprana, al poco tiempo la de su padre; para peor, el marido siempre en campos de batalla o preparando las futuras, la fueron convenciendo de que los pasos de Bartolomé eran sólo de ida y vuelta. Cuando quedaba por días en su casa, se refugiaba en sus libros, en sus proyectos, en sus silencios, mientras Delfina trajinaba en la nave doméstica donde el silencio imperaba sobre los diálogos.

La vida militar lo envolvió no solo en sus rutinas, también fueron las antesalas de las batallas, esperando siempre un cambio en los temas políticos para posesionarse de un cargo con mejor futuro.

Delfina, en silencio, esperaba cartas que mojaba en lágrimas. Ella era la imagen repetida de las mujeres mansas, siempre esperando que su esposo volviera de guerras, exilios, heridas y muertes.

Pero cuando amenazaba una retahila femenina, el seductor Bartolo, como se le decía en la casa, sabía poner en juego sus estratégicas ocurrencias literarias. La quería ver sumisa y agradecida de la suerte que le había tocado en tiempos de un marcado machismo. Sacó él también su libreta, mostrándole un poema escrito para ella.

Así le calmaba las borrascas a su esposa este Bartolo, pero no alcanzaron para aplacar en el futuro a una libido sin respuesta, a una alcoba silenciosa sin locuras ni risas, nada de lo dicho podía taparse con sábanas heladas.

Al pasar los años, se acabó el cortejo epistolar. Se hizo más frío el trato. Su Bartolo escaló, de batalla en batalla, el ámbito político. Fue, para la gente, el hombre necesario después de que se aquietaron los campos de batalla.

A Delfina, desde el Uruguay, le mandaron la noticia de la muerte de su padre, y uno tras otro cayeron sus hermanos. ¿Cómo no odiar esa vida en que la muerte era la que disponía de sus seres queridos, todos bajo las armas?

Como resultado de esto, en la casa paterna hubo otra muerte, la de su madre, ¿dónde encontró entonces el antídoto para rumiar venenos?

Se sentó en la silla del pequeño escritorio femenino, encendió su lámpara y escribió en su fiel confidente: el cuaderno de sus pesares. Ella dejaba allí su grito desgarrador y ahogado. Un insólito legado de las mujeres de su siglo, en que las costumbres indicaban que las féminas no debían saber leer ni escribir, ni mandar sobre sus dineros y propiedades. Ni tampoco tenían la patria potestad sobre sus hijos. Eran consideradas seres débiles, ineptas e inferiores al hombre. Se decía con todo empaque: "El niño es a la mujer, como la mujer es al hombre". Y así debía ser, una cadena de autoritarismo y negación al derecho de los supuestos inferiores.

Allí, con su alma hecha añicos, ella se rebela del destino que le toca, abomina de las guerras por las que pasó y por las que pasará. .. y todavía no tenía idea de lo que el destino le tenía preparado.

Mientras criaba hijos y esperaba lánguida el regreso del marido ausente, tras la campaña del ejército Grande, el 3 de febrero de 1852, el general Justo José de Urquiza derrotó a Rosas. El combate dejó 400 muertos y duró cinco horas. Mitre luchó junto con Urquiza, César Díaz, José Pirán y Domingo F. Sarmiento.

Delfina mientras tanto ya tenía cuatro varones y dos niñas. También los anotó en su libreta de intimidades, así lo hacían en su sus devocionarios las damas de su tiempo... (eso también lo vi en el misal de mi abuela).

El 23 de octubre de 1859, Urquiza al mando del ejército de la Confederación derrotó a Mitre, pero don Bartolo se autoproclamó vencedor. Como era gente porfiada se volvieron a medir en 1861 en las cercanías del arroyo Pavón, provincia de Santa Fe. Mitre tuvo a su mando 22.000 hombres contra el ejército de la Confederación de 17.000 soldados. Esta vez Mitre se quedó con la victoria. A la renuncia de Derqui a la presidencia, Mitre asumió provisionalmente el Gobierno de la Nación. Estando en ese sitial, les quedó chica la casa que alquilaban, debido a las personas que iban por gestiones y los chicos que lloraban, peleaban y jugaban entre el gentío que se arremolinaba por lo de siempre: pedir una mejoría en sus austeros aconteceres.

Delfina le arregló a su Bartolo un recinto grande donde acomodarle la biblioteca, para que pudiera seguir con la investigación histórica, sus traducciones, sus mapas y a veces el pecado venial de alguna poesía, casi cursi.

Sus modales refinados desde la cuna, hicieron de ella una esclava del protocolo, sabía cómo lucir digna y austera para preparar recepciones diplomáticas y respetar efemérides, pero fuera de estas representaciones públicas, la Intimidad se fue perdiendo hasta el punto de dormir en cuartos separados.

Jorge, el hijo predilecto, era un joven sensible a quien también le gustaba rimar, tal vez no fue todo lo aplicado en los estudios, como su madre ambicionaba y como fueron los mayores, entonces la madre imperiosa arreciaba con duras reprimendas.

Delfina tenía aún para sí los reglamentos militares que su padre le había fijado de niña y que ella ahora machacaba a su muchacho. El código del abuelo le fue transmitido letra por letra y le sucedían penitencias y reproches que el joven aceptaba compungido. Vio como tabla de salvación mandar a Jorge con una delegación diplomática encabezada por el general Wenceslao Paunero, donde el joven revistaría como oficial agregado, con destino a Río de Janeiro.

Ya en la ciudad, el joven comenzó su alegre tarea de investigación del bello espectáculo de la bahía y sus bellezas naturales, incluso las femeninas. Instalado en el hotel asignado para la delegación, Jorge fue visitado por una jovencita que se le presentó en su cuarto.

El escándalo fue mayúsculo, ya que el adolescente no tenia experiencia y, como fue criado entre algodones por una madre austera, la escena produjo hasta una tormenta diplomática. Al general Paunero, hombre sin hiel para matar indios y caudillos, se le hizo un mundo sacar al joven del atolladero, en el que lo había metido una mulatita de catorce años, que sin duda se la habían facilitado los hoteleros, como era costumbre. Lo cierto es que el chico estaba desesperado con el cariz que habían tomado los acontecimientos y su situación se agravó aún más al enterarse Delfina por las medías palabras de quien habría tenido que tratar con discreción ese desliz.

Desde Buenos Aires arreciaron las acusaciones. Ella no podía soportar conductas donde los asuntos sexuales pasaran al público. Desesperado, el chico se compró un arma y se voló los sesos.

Consternación diplomática, que optó por un cerrado silencio y depresión profunda de la madre.

Fue casi al mismo tiempo en que a Sarmiento, volviendo de un viaje a Norteamérica, lo fue a recibir Mitre para comunicarle que había sido designado su sucesor en la presidencia. Los dos hombres se habían quedado sin esos hijos a los que amaban tanto: Sarmiento perdió a su Dominguito en la Guerra del Paraguay; y Mitre, en una aventura de chiquilines en Río de Janeiro. Los que presenciaron la escena dicen que cuando se abrazaron los dos lloraron sin hacer comentarios.

La madre escrupulosa, severa e incomprensible siguió escribiendo en su cuaderno íntimo los reproches que no le pudo hacer en vida, tal vez por no poderlo hacer con el padre, el hombre que le robó la dicha.

Delfina murió de peritonitis el 6 de octubre de 1882. Su desaparición fue leída en cincuenta publicaciones porteñas. Muchos fueron a su cortejo fúnebre. Nunca se publicaron sus versos ni los de Jorge, que eran meritorios. En esas oportunidades Mitre comunicó a sus parientes que les haría el homenaje de publicar lo escrito por madre e hijo, pero jamás aparecieron a pesar de poseer una prestigiosa editorial. Tampoco la acompañó al cementerio.

Gente rara, cuando murió el prócer, la capilla ardiente se levantó por su expreso pedido en la biblioteca donde estuvo la mitad de su vida, el féretro sobre la mesa de trabajo, entre los libros lo velaron. Desde las estanterías, los historiadores y poetas lo acompañaron.

Mitre pasó al sagrado terreno de la historia oficial que fundó. Fue la que vivió, contó y creó. Luego tuvo más poder que nadie. Fue Presidente, general en jefe de la guerra más despiadada e inútil que tuvimos en el pasado, porque la ganadora fue Gran Bretaña. Se llamó de la Triple Alianza contra el Paraguay, a quienes les matamos un millón de hombres y dejamos en la miseria. Su mujer solo fue una sombra que pasa tras el amor romántico.

Bibliografía
Visita al Museo Mitre. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Amadeo, Octavio R. Vidas Argentinas, Ed. Bernabé y Cía., 1939.
Ottaviano, Cynthia. Secretos de Alcobas Presidenciales. De Delfina Mitre a Cristina Kirchner. Enciclopedia Levenne. Ed. Norma, 2003. 

 

Susana Dillon

11 de julio de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

 

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