De Pavos y Devociones |
Desde la
ventana de mi dormitorio en La Josefina veía apuntar la aurora que cada
mañana me regalaba un paisaje cautivador y cambiante, pese a la monotonía
de la llanura por donde cruzaba el Arroyo del Medio. Era la hora en que
todo el mundo se ponía en movimiento, gente y animales. Amaba sentir el olor
a mañana, la frescura de los pastos, el perfume de la arboleda despertándose,
ver los cuadros de maíz y los interminables potreros salpicados aquí y
allá con las siluetas de vacas y caballos. Más hacia la cañada, la
majada se reunía o se dispersaba según los perros ovejeros dispusieran
el cambio de rumbo, interpretando los silbidos de los peones... Y ese olor
penetrante, característico del bañado, tierra salobre donde la chuza de
la paja brava se ralea para darle lugar a la "cola de mula",
pasto amargo, resistido por los animales hasta con hambre. Pero éste no era el
caso de lo que debían comer los pavos. Ellos embuchaban lo mejor. Los
pavos mamouth eran la hacienda de la tía Maggie junto con las gallinas
coloradas, ponedoras y carnudas. Las finanzas caseras se manejaban con
esta explotación que ella ejercía como si el atender aquel antiguo caserón
que había sido fuerte y siete u ocho hombres activos y de buen diente no
le fueran basta. Los pavos pastaban en
el alfalfar que rodeaba al casco y luego de hartarse de cogollos, orugas y
mariposas se paseaban por el camino hacia la tranquera en una algarabía
de gorgoritos o haciéndoles la rueda a sus hembras para enamorarlas. Los pavos de la tía
Maggie eran famosos en la comarca. En Pascuas o Navidades estaban siempre
listos para sacrificarlos honrando las mesas festivas. Eran tiempos en que
la tía hacía "sencillo" — y por sencillo se entendía
la plata chica que entraba por el lado de la mujer, como en toda explotación
rural — . Venían uno o dos camiones y se llevaban los pavos machos a
los gorgoritos... pero no por amor a sus pavas, sino por el pánico que
les producía lo incierto de su suerte. La tía Maggie
cobraba meticulosamente una vez constatado el peso y discutido el precio.
Los billetes iban a parar al bolsillo de su delantal y luego al misterio
de su ropero, un monstruo de caoba con espejo de luna que llegaba hasta el
techo y que contenía en su interior otro mueblecito con puerta y
cerradura. Allí, con orden impecable se apilaba el ajuar de la casa, los
trajes y las capelinas que ella amaba usar para cubrir sus blancuras. Una
vez, pude vislumbrar, mientras la ayudaba a atarse los bigudíes para
rizar sus lacios cabellos de lino, la puertita secreta del monstruo, ésa
del mueblecito interior. Era su "secretaire", tenía una
preciosa llave cincelada, un auténtico misterio. El tal "secretaire"
era cosa de picarle la curiosidad al más indiferente. Por supuesto que la
picardía infantil fue más fuerte que todo lo que se me había enseñado
sobre la discreción. No pude más y le tiré a quemarropa: — Y esa puertita
tan escondida, ¿qué es? Me hizo una señal cómplice
y respondió: —Allí guardo mi devocionario. —Sí, tía, pero yo no veo que recés
mucho, salvo cuando vas a misa. El trabajo no te deja tiempo –encaré. —Chito, uno reza
con o sin libro, cuando está inspirada o cuando hace falta, o para San
Patricio o... —¿Y no me lo
mostrarías? Los misales antiguos tienen bellas láminas y estampas. Además
allí las señoras anotan las cosas más importantes de sus vidas: el
nacimiento de sus hijos, sus muertes, los casamientos, los funerales... qué
sé yo.. . La tía parece algo
turbada por mi cháchara, pero al fin, me mandó a cerrar la puerta con
llave que daba al otro cuarto, para transmitirme el secreto sin
sobresaltos ni meteretes. —Bueno, pero ahora
hagamos un pacto. De lo que verás, nada a nadie -y se cosió la boca con
un gesto y me la hizo coser a mí también. Con la llavecita
llena de adornos abrió la puerta secreta, y sacó de la penumbra un viejo
libro de oraciones, antiguo camarada de un alhajero de plata, un paquete
de fotos, otro de cartas amarillas, un abanico de nácar y un ajado ramo
de novia. El libro, forrado en
cuero de Rusia estaba amarrado con una faja elástica pues parecía
albergar más hojas que con las que había nacido. Mi tía corrió la faja
y abrió los folios. Entre las hojas de liviano papel de biblia, billetes
y billetes de cien pesos. Los famosos canarios de los años en que la
plata argentina era la más fuerte del mundo. Era su pequeña
fortuna. El dinero para los por-si-acaso. El producto de la pavada
y los huevos de las coloradas. . A veces los chicos
que juegan junto a los grandes, dan la sensación de estar atentamente en
"sus cosas", pero sin querer escuchan las bromas de los mayores.
A la tía Maggie, su marido, el tío Pancho, la solía azuzar con
sus "secretos de alcoba" o con "las devociones
de mi mujer", haciendo alusión a lo que ella guardaba
celosamente en su "secretaire". Cada vez que los hombres
hablaban de carreras en tal o cual pueblo, había gran movimiento en el
gran ropero y yo veía todo aquel ajetreo con los respectivos comentarios
como quien no oye. Pero tenía las orejas como cartucho para no perderme
nada. Una vez escuché a una de las mujeres de la familia hacer
comentarios: —Yo no sé, esta
Maggie, para qué junta tanto en el devocionario si después se lo juega a
las patas de los matungos. La tía Maggie me
resultó "burrera"1, pasión que desde entonces
comparto, ¿quien, con medio litro de sangre irlandesa en las venas no la
tiene? 1 Burrera: Vulgarismo. El que se dedica a las carreras de caballos. |
Susana
Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad
Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997
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