De dónde les viene a las chilenas el ser emprendedoras |
Esta
historia es muy popular en Chile, aun desconocido, en tiempos que los
araucanos vieron por primera vez a los blancos montados en poderosas
bestias desconocidas que les hacían la guerra a patadas y relinchos. Pero
también vino una porfiada mujer que se las arregló para ser un personaje
de jerarquía en la conquista, pese a que no las querían sus compatriotas
verlas en las luchas, tan aguerridas como el más fiero varón. Con
sus apenas 26 años Inés de Suárez vino a América haciéndose a la mar
en la campaña de adecentar maridos por estas tierras de mujeres desnudas
que no tenían el culto de la virginidad. La guapa muchacha no quiso
quedarse en España a "guardar ausencia", como se estilaba
entonces, ponerse lánguida en la eterna espera sin que la mantuvieran ni
perro que le llore. |
Se
empeñó en venir a estas tierras, cuadró su atado con la ropa, algunas
vituallas, el libro de oraciones, algunas nueces, una ristra de salames y
una manta para las noches frías. En el viaje por mar tuvo que compartir
el lecho con vacas, caballos y gallinas. La bajaron en Venezuela, donde
pensaba encontrar a su marido, pero no lo conocieron, de modo que como era
de aventuras el viaje, pues, ¡a Cuzco! (por favor, mirar el mapa) y para
allá marchó, donde se le dijo que lo habían muerto. Ya que estaba en
camino no se iba a volver a pasar miserias, ella también tendría su
parte en el botín. Algo sabía hacer; cuidar puercos, gallinas y vacas.
¿Volverse? -¡Qué esperanza! - En pocos días se encontró solicitada. He
recorrido el camino que hizo Inés por el desierto que va desde el Perú a
Santiago de Chile, en ómnibus y haciendo escalas. A la gente que iba con
Inés le llevó año atravesar el desierto, la montaña y rodear el Pacífico.
No hay lugares en América más desolados y escasos de agua potable. Pero
ella vino a fundar ciudades, a luchar contra los araucanos que fueron los
guerreros más temibles de América. Don Pedro de Valdivia tuvo con ella
su fogoso romance, pero como siempre pasa, vinieron los frailes y ¡se
acabó la fiesta!. Tal vez, en esas tierras, se libraron las batallas más
sangrientas entre los codiciosos españoles y los temibles conas
(soldados araucanos). De
aquellas gestas son los más grandes jefes de la raza mapuche: Caupolicán
y Lautaro. Pero allí estuvo también Inés, metiéndole susto al miedo.
Si el viajero cruza los Andes, del otro lado, pregunte por Inés y por la
"Quintrala", no se aburrirá con lo que le cuenten, además
averigüé dónde queda el "pozo de Inés", una epopeya como las
de la Biblia. Doña
Inés de Suárez Los
cronistas venidos con los conquistadores fueron algo así como los
secretarios de prensa de aquella empresa que todavía nos conmueve: el cómo,
dónde y cuándo se desarrollaron los acontecimientos que dieron a España
el imperio más grande jamás conocido. La conquista de México fue
narrada magistralmente por Bernal Díaz del Castillo. Fue dicha con la
elocuencia que las circunstancias requerían. Tuvo
buen tino Cortés al elegir a su secretario; con Pizarro al Perú llegó
Cieza de León, apenas un muchacho, pero con agudo sentido de la observación;
al Río de la Plata, con Don Pedro de Mendoza, llegó el alemán Ulrico
Schmidell, que dejó una pormenorizada crónica de las miserias que
debieron soportar los pobladores de las primitivas Buenos Aires. Las
naturales no se dejaron intimidar como en otras partes por el caballo, ni
por el trueno de la pólvora... Pero
lo que más ¡lustró sobre la gesta fueron las cartas que cada
conquistador o adelantado escribió a su cesárea majestad, el emperador
Carlos X, verdadera
veta de información cuya lectura no sólo sorprende, fascina. En
cada crónica del Nuevo Mundo y en cada carta, el principal actor de este
drama refería con lujo de detalles y mucho besar a Vuestra Graciosa
Majestad pies y manos, la cantidad e importancia de lo descubierto geográficamente,
las ceremonias de las fundaciones, los trabajos a que sometían a los
conquistados, los combates, las guerras y matanzas de las que se gloriaban
para mejor servir al emperador y por supuesto, el oro incautado, saqueado,
robado, fundido a sus dueños, pero esas cifras no siempre resultaron
claras, tal como correspondía al reparto del botín, cuyo quinto debía
enviarse a Su Majestad. Las deudas contraídas con los usureros alemanes,
los Fulgor, los Welsers (verdadero Fondo Monetario Internacional de
aquellos tiempos) para pagar los intereses del costo de las guerras
sostenidas por el imperio. Otro dato que escapa a las crónicas y a las
cartas al soberano es qué hicieron las mujeres de los españoles en América,
las damas que vinieron a parir prole legítima, a ordenar la vida social
entre tanto desbarajuste con los naturales... una vez descubiertas las
Indias y "las indias". De
las que se ha soslayado en la crónica hay una precisamente que llama la
atención por experimentar una aventura tan extraordinaria y tan cercana a
nosotros, precisamente en la conquista de Chile, si es que Chile alguna
vez fue conquistado, pues los araucanos demostraron ser los más
indoblegables defensores de su tierra. Raza dura y guerrera, inteligente y
estoica, los araucanos no fueron vencidos por los blancos; antes se
apoderaron de armas y tácticas de los invasores oponiendo la resistencia
más heroica y prolongada que vieron los cielos americanos. En
sus cinco cartas a Carlos V,
don Pedro de Valdivia
cuenta cómo eran los araucanos, desbordando una notoria admiración hacia
este enemigo noble, tan aguantador e inteligente, con el que combatió en
forma encarnizada hasta caer vencido. Pero lo que Valdivia nos oculta en
esas cartas es la figura femenina a la que estuvo ligado durante su
aventura en el Arauco y que impregnó con su presencia toda la gesta. ¿Quién
era esa dama que se arriesgó en aquel desierto inconmensurable que va
desde el Cuzco hasta el Mapocho? Inés de Suárez, una de las tantas que
vieron partir a sus maridos, allá en los puertos de España y, al no tener
noticias de ellos, se hicieron a la mar, contrariando a sus propios
familiares, a los clérigos y a la misma sociedad de su tiempo. Está
indignada con la suerte de las que quedan guardando ausencia, con diez
castellanos de oro mandados una vez por su marido y mucho "Inés
del alma mía", pero ella tiene veinticinco años que le estallan
en las venas y que la ponen más bella cada vez que se indigna. Le traen a
cuento los peligros de la selva, las alimañas, los salvajes, la sed, el
hambre... y ella responde: "¿Acaso las hembras somos menos duras
para luchar contra todo eso que espanta a los soldados en las Indias?
"Qué pongan a mi marido a tener un hijo y ya veremos cómo grita y
se desmaya". "Me largo para Venezuela", dijo Inés. Y se
largó nomás. Quedó
el mujerío a los comentarios en el atrio de la iglesia. Los hombres
embarcaban de a miles, pero mujeres se contaban con los dedos de una mano.
Allá partió para donde están los peores aventureros, donde no hay
esposa ni moza decente, que aguante y se atreva. El cura de la aldea, que
sabía de estos temas, intentó hacerla pensar con calma, que se diera
cuenta del riesgo que corría, porque Inés era honesta, más que muchas
de afiladas lenguas. Además los hombres son todos lo mismo, desde Adán
hasta el presente. Y ella: "Que digan lo que se les venga en
gana". Se
embarcó Inés con su sobrina, una especie de garantía para esos
avalares. Fueron a parar a las bodegas con los puercos, los caballos, las
gallinas, los granos, el vino, todo entreverado con armas y aperos, el
acre olor de los soldados, a espuma del mar que salta desde la cubierta y.
por todos lados, rezos de ellas y blasfemias de los rústicos, y por ahí
"¿quién me habrá metido en esto, Dios mío?". Todo por el sueño
de pisar América. En el viaje Inés se interesó por las gallinas y los
puercos. Convivía con ellos. Cuando
llegaron a Venezuela, todo fue un correr tras la sombra del ausente...,
pero ni el rastro. Un día se lo dijeron nomás: "Su marido ha
muerto. Vuélvase a España". Pero las cartas ya estaban echadas y
por la costa del Pacífico se fue al Perú y de allí al Cuzco. Pensó
"tal vez mi marido esté con los Pizarro". No
fue fácil ser bonita y viuda a los treinta. Todos los bravos de espada al
cinto quisieron consolar a Inés. Pero ella les cosía la ropa, los
cuidaba como una madre... hasta les atendía las gallinas y los puercos. Teniendo
casa y repartimiento de indios, había huerto y ganado que acrecentar.
Pero ya los conquistadores, que habían comulgado repartiendo una sola
hostia entre cuatro, se estaban asesinando por la división del botín. No
solamente corrió sangre india sobre las piedras sagradas del Cuzco, también
hubo sangre española de entre hermanos. Una
noche Inés fue asaltada por uno de sus merodeadores. Era demasiado
apetecible para que durmiese sola. Inés gritó y se defendió. Apareció
Pedro de Valdivia, hombre de Almagro, rubio, fornido, gran espadachín.
Trazó con el codicioso círculos de acero en la noche cuzqueña, se
batieron ferozmente por la hembra. El que la quería por la fuerza tuvo
que huir e Inés cayó en brazos de su defensor. Así
el amor era otra cosa y ya no durmió sola de criadora de gallinas. Hubo
alboroto en el Cuzco, puesto que Valdivia tenía esposa allá en España.
Lo de la trifulca nocturna fue nada en relación con el griterío que
se armó por causa de los nuevos amantes. Se tuvieron que ir a Chile, que
todavía resultaba una incógnita, el misterioso llamado de la
"Ciudad de los Césares", la eterna constante en la búsqueda
del "Rey blanco". La Trapalanda fabulosa..., la locura del oro. No
era Valdivia un talento como Cortés, ni tenía la fiereza tremenda de
Pizarro, ni la prestancia galante de Alvarado, ni la vena literaria de
Quesada, pero sí astucia, sentido común y tenacidad, que era el común
denominador de estos hombres crueles, fruto de tiempos crueles. ¿Qué
hombre estaba entero por aquellos siglos en Europa? Todos habían luchado,
ya en el saqueo de Roma, ya en Pavía, ya en Flandes y todos recibieron lo
suyo. Pero Chile no era la Italia del Renacimiento. Era un largo desierto
ya helado, ya ardiente, según fuese la noche o el día. Inés
se fue con sus gallinas, sus puercos, sus ovejas y algún caballo, sus
semillas y su gente; Valdivia con 126 castellanos, de a pie y de a
caballo, cuando un caballo valía por tres hombres. En el Cuzco al verlos
partir les dijeron: ¡Locos! En
más de un año cruzaron el desierto más despiadado del mundo, padecieron
hambre, fueron atacados por los indios y sobre todo sufrieron sed. Una
vez, ya muriéndose todos, Inés les ordenó a sus indios: "¡Aquí,
aquí, cavad aquí...". Y
habiendo ahondado cosa de una vara salió al puntó agua en abundancia,
que a todo el ejército satisfizo. Convengamos que desde Moisés para
estos tiempos, ésas son las cosas buenas que quedan para el comentario.
Entonces se le llamó "el pozo de Inés". El
12 de febrero de 1541, Valdivia fundó Santiago e Inés no sólo cuidó
de puercos, gallinas y ovejas, sino que sembró el valle y florecieron las
huertas cuidadas de día y de noche, pues los araucanos sabían que con
comida los españoles no se podrían vencer. Inés salvó a su hombre de
varias conspiraciones, pues sus subordinados no habían venido a América
a hacer de pacíficos hortelanos... y se fueron a buscar el oro. Muchas
crueldades cuentan las crónicas y las cartas sobre esas campañas. No sólo
son interesantes aún hoy, a 500 años de los acontecimientos, sino que
hay estilo y atractivo en la narración, como si lo hubieran escrito
pensando en el tremendo látigo de los críticos de la posteridad.
Hombres de manos callosas por el uso de las armas, ¿cómo pudieron empuñar
esa arma tan pequeña y sutil como es la pluma? Se
internó Valdivia en los dominios del Arauco en pos de las riquezas por
las que se había lanzado ferozmente. Indio que caía en sus manos era
esclavizado en el lavado de las arenas auríferas, a los que escapaban y
eran atrapados se les cortaban manos y narices. Los araucanos respondían
cada vez con mayor bravura. Hubo
traiciones entre los españoles y sublevaciones entre los invadidos.
El oro duramente arrancado tuvo destino incierto. Los araucanos se
fueron sobre Santiago y la incendiaron. Ardieron los huertos, las casas,
los pertrechos. De toda esa quemazón salvó Inés una pareja de puercos,
un pollo y una gallina además de una bolsa de semillas de trigo. A
comenzar otra vez. Como Noé, salvó a los suyos, pero en el mar de arena. Cuando
vino de España el licenciado La Gasea, para poner en cintura a los que
provocaron la guerra civil en el Perú, desarmó a la pareja amancebada e
hizo casar a doña Inés con el que más tarde sería gobernador de Chile
y mandó venir de España a la legítima esposa de Valdivia. Las leyes y
los funcionarios de la Corona eran muy tolerantes con las matanzas
-provocadas por sus enviados, pero muy remilgados en temas de
adulterios. Valdivia
volvió a la lucha contra Lautaro, aquel indio que no se asustó de los
caballos sino que se apoderó de ellos convirtiéndolos en una eficiente
arma de combate, en un fiel aliado, en un bravo compañero, como cuando
probó el uso de las armas de los blancos. Al tiempo el conquistador cayó
en una emboscada, persiguiendo el sueño del oro. Se dice que los indios
le dieron de beber oro derretido, ya que eso había venido a buscar
provocando tantos horrores. Su
esposa española fue viuda al pisar tierra limeña. Así estaban las cosas
en esos siglos y entre esa gente. En las crónicas escritas por los conquistadores que practicaban el más recalcitrante machismo, Inés entró por la puerta de servicio, entre un revoloteo de sabrosas y prosaicas gallinas, con los puercos gruñéndole a la historia. |
Susana
Dillon
De "Cazando
historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado
Diario Puntal - Córdoba - Argentina
14 de septiembre de 2008
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