Crimen en la casa abandonada |
El
barrio de la estación de ferrocarril a esa hora, seguía con la modorra
de la siesta, pero los paraísos añosos, a la tardecita, derramaban su
aliento perfumado. Cansado de la inútil caminata de la tarde, se metió
sigiloso por la calle Paso, poco frecuentada y sin mayores riesgos de que
vecinos y parientes lo reconocieran. Atisbo, por entre los árboles la
vieja casa abandonada. Allá, arriba susurraban las cuatro palmeras, tan
altas, tan antiguas que no sabía ni el nono la edad que tendrían. No
había un alma en todo el derredor, ni siquiera el perro que el año
pasado, le rompiera los pantalones de un tarascón, cuando se metió a
curiosear qué hacía un linyera. Se rascó la nalga mordida para tenerlo
presente y se apoyó en la inútil caña de pescar. Nada!, ni un renacuajo
para mostrar a la barra lo fenómeno que le había ido haciéndose la
rata, en esa tarde dedicada a aventuras junto al río. Olió otra vez el
perfume de los paraísos que venía mezclado al de las flores que luchaban
por emerger de entre la maleza que creciendo inmisericorde rodeaba a la señorial
casa abandonada. Según el nono había sido de una dama rica. Sí -pensó-
debía de ser muy rica para dejar en ese abandono a tanto mueble y
vajilla. Hasta piano de cola y automóvil habían quedado arrumbados en la
vivienda. La
casa abandonada de la calle Paso tenía su secreto prestigio y nadie
dejaba de comentarlo cuando se pasaba por su frente. Hasta el pintor
Otegui la había inmortalizado en lienzos que expresaban su misteriosa
melancolía. Daba miedo. Pero las últimas abejas de la tarde, nada sabían
de estos temores y libaban por última vez en el día, ya que esa era la
orden que tenían para cumplir con su metódica vida. Su maestra le había
contado que esos bichos picadores vivían en forma disciplinada,
cumpliendo con su deber, desde la reina hasta la obrera más modesta. Y
después lo miraba justo a él, como si le mandara un rayo laser. Se pasó
la mano por el rebelde flequillo pensando en la maestra... ¿y si se
destapaba que se había hecho la rata justo el día de la prueba final de
Lenguaje, esa materia que lo estaba matando?. Tendría
que inventar algo contundente, mandarse la película o provocarse una
enfermedad, pero debía regresar a su casa, ya era hora. Volvería pues,
debiendo pasar por el control de su hermana, que iba a secundario y que se
las sabía a todas... se daría cuenta... y tal vez la mamá le aplicaría
con todo rigor el reglamento familiar junto a unos buenos zapatillazos más
el consabido "A vos hay que cascarte antes de que comencés a
defenderte. -Entonces había que inventar algo. Pronto. Empujó
la puerta de la verja y entró en lo que tiempos lejanos fuera el jardín.
Las flores y las malezas convivían en silencioso matrimonio. Chirrió el
portón que se quedó atrás. El sol se escapaba entre las altas palmeras
y la apretada fronda de los árboles que crecían a su albedrío. Los
grillos ya comenzaban su música impertinente. ¿Y si me quedo un poco más
a ver si pienso? La vieja casa lo atraía. Nunca se había atrevido a
entrar en la casa solitaria. Pero realmente... estaría deshabitada... ¿y
si había alguien adentro? Ese alguien lo atemorizaba, como lo ponían en
guardia todas las historias de misterios. Su tío ferroviario, que se
acordaba de todos en el vecindario, que vivía en el barrio, cuando
comentaba el caso apuntaba: "Despelote familiar a raíz de la sucesión"
y la tía con otra información de cocina, retrucaba: "No, a causa
del testamento. Nunca se pusieron de acuerdo y con el correr de los años
se vino todo abajo". El
caso era que ningún familiar venía a verla ni se interesó por tanta
cosa de lujo que quedó a la buena de Dios, entonces se comenzaron a tejer
cuentos e historias. Se sabía que alguien entraba por las noches. Durante
el invierno, ese alguien la había usado como albergue y tal dato le
provocaba piel de gallina, a él y a los demás chicos del barrio,
incluidos los más vagos y corajudos, se dijo que era un prófugo. Cuando
se lo comentaron a la maestra, ella dictaminó que prófugo huye de algo,
de la Justicia. De modo que él era ahora un prófugo, fugado de la
clase... y total había pasado una tarde aburrida y "al cuete". Dejó
la caña en la galería del frente y tocó la puerta, dio vuelta el
picaporte y apoyó la rodilla. Nada. Miró a través de la ventana y empujó
varias veces. Nada. Se corrió hasta la puerta trasera y el picaporte
herrumbrado tampoco dijo nada. Sacó la cortaplumas del bolsillo y hurgó
la cerradura. Se quejó y chirrió. Se sintió violador de cajas fuertes.
Le siguió dando con el ganchito de alambre de unir
los anzuelos. Trac, cedió y se abrió. Un bicherío celebró la
apertura. Un tufo raro a humedad y a cera le golpeó la nariz. Latas de
miel y de cera por todas partes. Por fin llegó a lo que había sido un
amplio recibidor: qué revoltijo!, muebles desparramados y tumbados, en la
esquina, el prestigio de un piano de cola venido a menos, bajo ropa
revuelta y sucia. Cartulinas dibujadas, cabos de vela, papel crepé. En una
percha de pie, un disfraz de pirata, pendía exhausto. Siguió febril la
pesquisa. Con la escasa luz que se filtraba por las ventanas, pudo llegar
a la cocina. Allí encontró los oportunos fósforos y se hizo la luz!. De
allí en más se entregó frenético al mundo de los hallazgos. Llegó a
otra habitación muy grande y ¡Oh!, allí estaba el galeón de los
piratas casi totalmente desarmado, pero lo reconoció: había sido de la
comparsa de "Los Tigres de la Malasia" el pasado carnaval. ¡Cómo
lo había disfrutado entonces!, pero que terribles combates habría
librado en el mar del olvido para estar tan desvencijado. Recordaba
haberlo visto abordado por feroces mozalbetes y preciosas cautivas.
Ellos dando y recibiendo estocadas y ellas desparramando melifluas
sonrisas entre la concurrencia del boulevard Roca. Aquel corso sí que
estuvo divertido y los piratas se llevaron el primer premio. También,
como para no, los chicos del secundario trabajaron todo un verano para
hacerse a la mar en una hermosa y terrestre aventura. Recordó al airoso
galeón, con sus tres palos, sus velas desplegadas, su castillo de popa, y
en la proa su mascarón que representaba a una mujer con toda la pechuga a
la vista. Todo parecía de verdad. ¡Pero cómo habían exagerado los
guasos con la despechugada!. En aquel destrozo sólo sobrevivía el puente
de mando y la cubierta sobre el casco. Las airosas velas eran harapos
miserables. ¡Qué lástima!, tantos sueños hechos trizas... Siguió
buscando más víctimas del desastre. Encontró una cimitarra de latón y
una capa negra con las tibias y la calavera en la espalda. Se los llevaría
como recuerdo. Se ató la capa y se ciñó la cimitarra al cinto. Pero
tendría que encontrar
siquiera alguna de aquellos sombreros de tres picos con el símbolo de
la piratería que lo fascinaban. ¡Flor de griterío que se iba a armar
cuando lo vieran sus compañeros de quinto grado! Se terció un pañuelo
sobre la cabeza ya que no aparecía el soñado sombrero. También
encontró el parche para el ojo. Se lo puso. Ya había reunido su botín,
pero todavía tenía que inspeccionar el dormitorio. La vela despedía
destellos fantasmales sobre las camas revueltas. Sobre una de ellas lucía
gallardo, incólume, fantástico, el turbante de Sandokán con un rubí
despampanante. Se lo encasquetó victorioso. De pronto se miró en el
espejo terriblemente opaco por la tierra amontonada en años, por el
mismo, vio algo en la otra cama. Se volvió sobre el talón, de un salto.
Era un bulto como de persona dentro de las cobijas. Lo destapó casi sin
sangre en las venas: yacía una mujer con el rostro desfigurado y
totalmente desnuda. El olor que despedía se había corrido por toda la
casa, desde que llegó lo sintió. Resultaba insoportable. Quiso gritar y
no pudo. Se aferró al cabo de la una vela y buscó la salida. Corrió,
corrió como loco, tropezando con todo. La capa se le enganchaba en los
muebles, en las puertas y después en las ramas. El parche en el ojo le
dificultaba la fuga. Por fin en la calle le salió la voz: ¡Un crimen, un
crimen, en la casa abandonada! ¡Un crimen, seguro por la sucesión! Sus
buenas piernas de futbolista de baldío lo llevaron a las calles con luz.
Por fin llegó a Bolívar. Los perros y los chicos lo seguían fascinados.
Un crimen! Un crimen! Gritaba ya sin aliento!. Los vagos de la esquina lo
farrearon por el atuendo. Las mujeres que volvían para sus casas a
despacharse la telenovela, se lo explicaban: ¡Tanta televisión, Dios mío!.
Llegó a su casa, seguro refugio. Su hermana quedó auténticamente
helada. La madre que ya empezaba a sacarse la zapatilla para zurrarlo, se
paró en seco y lo miró perpleja. -¡Un
crimen, má, yo lo vi!¡ Es en la casa abandonada! -El vecindario,
alborotado, invadió la cocina. El pirata contó el cuento y hasta aderezó
el final. El más grande de los vagos de la esquina, canchero espetó: -¡Al
muerto hay que verlo y al miedo hay que encontrarlo!.- El
chico se encasquetó aún más el turbante y partió al frente de la
comitiva. Los vagos, como primera medida, se cercioraron de que no hubiera
policía en el contingente. Las cuadras fueron desandadas a los zancos y
el chico se olvidó del cansancio, como las mujeres de sus ollas al fuego.
Se consiguieron linternas y palos por lo que se presentara, alguien hasta
alzó una llave inglesa. Todo fue un entrar silencioso, a la tétrica
morada, sólo interrumpida por el jadear de gente y perros. Una linterna
oportuna iluminó la escena macabra: la mujer toda desfigurada y desnuda
quedó a la vista de todos. -Pero
pibe, ¡si es el mascarón de proa que me fabriqué de cera! -dijo el vago
de la esquina. En el invierno, alguien lo metió en la cama para nacerle
una broma al linyera que andaba rondando. -¡Uy
Dios, que comparsa de giles que somos! -acotó el otro vago y se disolvió
la manifestación. Al
otro día en la escuela, el chico tuvo que dar la prueba final. Sí o sí.
La maestra lo esperaba con una mirada que lo perforó como si fuera un
rayo láser. Cada vez que le echaba esas miradas, le venía un dolor de
panza, como si adentro le funcionara un lavarropas. Le tocó composición,
tema: "Qué hago cuando no vengo a la escuela". Se jugó y lo
contó todo, con lujo de apreciaciones sensoriales y vuelo literario. Sacó sobresaliente y pasó de grado, como tiro.- |
Susana
Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993
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