Después empezaron a reír desde lejos porque a los que tenía próximo los liquidó a estocadas y fueron nombres muertos.
Por esas muertes más las de sus atacantes de aquella pelotera por la dama, tuvo que poner distancia.
No era cosa de pasar la juventud en la cárcel, porque los caídos eran mozos de mucho pro. Bueno, a la cárcel o a América. Hijo vete, te andan buscando, te matarán. Vete a Haití dijo su madre y le escribió una carta al hermano que en la isla tenía una encomienda, campos y haciendas. Se fue como un ladrón y en lugar de quedarse con su pariente se hizo cada día más aventurero y pendenciero. En Santa Marta, sus compañeros empezaron: ¡Qué cosa más fea!, ey que te pasó...pero si es una nariz… otra vez la pelotera. Si la siguen mato a unos cuantos. Pero en las aventuras tras los indios del valle le fue bien, encontró oro por todas partes, oro que les sacó a los indios por las buenas o por las malas. Volvió a Madrid a dárselas de rico, llegó con tanto rumbo que ya sus amigos: Cono, no se te ve tan rara! Se le abrieron las puertas de la gran ciudad, y su mamá: Son amigos ahora por la plata. ¡Vaya al carajo, que no se puede estar en ninguna parte!
Con oro consiguió el mando de Nueva Andalucía, lo hicieron adelantado, compró barcos y contrató gente.
Llegó a Calamarí en enero de 1533. Allí se encontró con otros españoles que andaban tras el oro como poseídos. Con un contingente bien armado se metieron los recién llegados en los bosques donde vivían los labradores del precioso metal, que en esos lugares era abundante. Hasta las indias cocinaban en ollas de oro. En una de esas toda la selva quedaba callada, ni parloteo de loros, ni chillar de monos, ni rumor de pájaros. ¿Qué hacemos?, ¿quién nos sigue? Dale para adelante, el que recula es un flojo. De pronto todos quietos, esperando, silencio.
¿Nos vigilan? La selva tiene mil ojos. ¡Adelante! Ahí nomás desde arriba de los árboles, cae algo pesado. Todos: ¿Qué era? Cuando lo miran enloquecen. ¿Habrá más? En esto empiezan a caer lingotes y más lingotes de oro. Oro, oro, locura, locura. Esto les provocó a los hombres. Esperen es una emboscada. Y todos se zambullían sobre el oro, era un solo revoltijo de piernas, brazos, cabezas, manos ávidas. De improviso una lluvia de flechas, unos cien indios mandados por la cacica de los Turbacos, la princesa Metarap. De allá arriba más flechas. Quedó el tendal los que no murieron se salvaron gracias a las armaduras y entre ellos el desnarigado. ¡¿Dónde putas se escondió la india?! De regreso a la costa luego de todo ese desmadre se encontró con Diego de Nicuesa, que se había robado una indiecita como de cuatro años ¿Dónde vas con esa india? A venderla me darán buen dinero porque es bonita, la llevaré a Santo Domingo, me voy mañana.
A otro can con ese hueso! Así se separaron los aventureros. Partió Don Diego a Santo Domingo con un poco de oro en sus zurrones y se quedó Don Pedro en la costa pensando en fundar una ciudad, en un lugar al abrigo. Embarcó Don Diego con la indiecita, que lloraba de a ratos y de a ratos jugaba con abalorios que le daban los españoles, también se miraba su carita en un espejo y se reía de su propia imagen.
Comía lo que le daban y se ponía tristecita mirando cómo se alejaba la costa. En una rara lengua canturreaba algo que nadie comprendía y se hamacaba ella sola pidiendo a su madre.
El capitán Don Diego era aventurero y codicioso, pero se ablandaba con la niña. No bien arribaron a Santo Domingo, comenzó a recorrer la ciudad en busca de una casa en donde dejar la indiecita, golpeó puerta tras puerta con la pequeña llorando y cansada. Acertaron por fin con la familia del Tesorero de la Corona, donde la dueña, una dama muy caritativa y, con una hija de la misma edad, se queda con la pequeña secuestrada. A esa casa llegaban perros, gatos, niños, guacamayos y todos eran bien recibidos, lo que se dice un zoológico. Había jardín con flores, cocoteros, ñames, campos de maíz y en los corrales corderos y vacas, gallinas y puercos. La indiecita jugaba con los cachorros y los pollitos, acompañando a María de los Ángeles, la hija de los dueños, pero a la tarde se ponía llorosa y miraba hacia el mar, entonces empezaba un canto muy raro y dale y dale al mismo cantito moviéndose al compás. Se dormía chupándose el dedo. La bautizaron con el nombre de Catalina y tanto lloraba de a rato como salía a jugar a la playa. Era el sol tras la tormenta.
Aprendió tan bien el español como sabía la lengua de los indios que traían a servir en la plantación. Con todos dialogaba y preguntaba por sus vidas.
Catalina crecía junto a la hija del dueño de casa pero era más avispada y aprendía todo más rápido y mejor que la niña rica. Se ponía cada vez más hermosa.
A Diego de Nicuesa ni bien cobró sus monedas por la niña, como a Judas, ya no se le vio el pelo. Pasaron unos años y de parto murió su protectora. Se quedó en la gran casa Catalina, abrazada al cachorro que le habían regalado. Sola y llorando con la vista fija en el mar.
Acertó a llegar Don Pedro de Heredia a Santo Domingo y al saber que la india era poseedora del raro don de las lenguas de los pobladores de esas regiones, ahí nomás arregla trato y se la lleva a Catalina como intérprete. La conoció a la mañana y a la tarde la instaló en su residencia, para éstas, ya la india tenía toda la casa en movimiento y Don Pedro admirado de semejante monumento de mujer.
¿Con quién tengo el gusto?- Pedro de Heredia, Adelantado y Gobernador, y tú? Yo soy Catalina, hija del cacique Zamba, pero criada por los españoles- Al tiempo se fueron en un galeón para Calamarí, allá donde el mar entra y sale por los manglares, formando lagunas y también alterna con playas bordeadas de palmares. El sol, al atardecer entra en un espectacular concierto de rojos y de púrpuras, en celajes inéditos que nadie vio jamás. ¡Calamarí que buen lugar había sido para fundar la ciudad que se llamó Cartagena de Indias, en memorias de la española cantada en tanta copla marinera! Llegaron al caserío que ya se iba convirtiendo en ciudad, Catalina con su perro, que a estas alturas hasta tenía nombre: Capitán en recuerdo de Don Diego.
El puerto había prosperado, donde entraban los veleros de la Armada con mercaderías de la metrópoli, soldados, funcionarios y regresaban con oro, tanto como jamás se vio.. Se embarcaban aves exóticas productos de la tierra y se traficaban chismes, si los de acá y los de allá.
Catalina salía por las tardes, las damas paseaban mientras disfrutaban de la brisa, donde de día aquello es la boca del horno, el Adelantado la escoltaba a pocos pasos, como si la india fuera una princesa. Las damas se cuchicheaban: Y que se cree la india ésa, mírenla con que aires al lado de Don Pedro. Y los hombres: Valiente cuerpazo y eso que es jovencita! ¡Y qué ojos y qué pestañas! ¡Miren su garganta y su porte! ¡Qué pechos y qué trasero! ¡Qué modo de menearse, si parece que baila! Con tan poca ropa les había puesto la pata encima a todas las españolas con salero!! ¡Vaya hembra...y dale!
Le cayeron enamorados y ella siempre mirando para otro lado, tratando de ser cada día más útil, bien educada y discreta, procurando proteger la vida de sus hermanos los indios cuando salían a dar batidas por la región. Iba Catalina donde Don Pedro tenía su despacho y echa un mar le lloraba por su gente masacrada para sacarles el maldito oro que los tenía locos y dale hipos y lágrimas, ruegos y quejas. Entonces Don Pedro: basta Catalina de estas vainas, que no aguanto tus pucheros. Sea, que no los maten, que bien saben que tienen que entregar su oro. Oro, oro, locura, se decía Catalina ¿Cuánto amainará esta enfermedad?...
En la lejana Madrid, Don Pedro tenía un sobrino, muchacho de estupenda figura y buen sentido. Se le metió en la cabeza largarse para América. Tenía por esto largas pláticas con sus amigos y compinches.
Mi tío allá es adelantado, el oro lo junta de a paladas. ¡Basta de chanfainas de dinero y a largarse!
Se embarcaron en una carabela. Venía Alonso Montañés y sus amigos ¡Tiembla América! Pero luego de tantos días de navegación llegaron en medio de una tremenda tempestad que les destrozó la nave y los arrojó a la orilla. La gente los encontró medio muertos. Se creyeron que sus salvadores eran gente de otro mundo. Se la pasaron cumpliendo promesas por varios días. Don Pedro los recibió jubiloso. Era bueno tener gente joven y de refresco para tanto como había que guerrear y construir. ¡Bienvenidos a Castilla del Oro! Y les echaba monsergas de cómo portarse.
Los mozos salían de pesca. Desde la playa vieron a Catalina. Oye, mira Alonso esa india ¡Qué mujeraza! ¿Hombre quien la tuviera! ... Quietos y a no meterse con ella que es la lengua de mi tío y la tiene en gran estima. Es la intérprete entre todas las tribus de la costa.
De vuelta de una batida en busca de oro por entre terreno selvático, Alonso se largó a un día de pesca, que por ahí era muy abundante; meros, róbalos, pargos y mojarras. Acertó a pasar Catalina con su perro en locas carreras. Ya se internaba en el mar, ya salía gozosa, chapoteando con su compañero. Esta es la mía, se dijo Alonso e invitó a la india a nadar con el acicate de raras especies. Las aguas color turquesa los vieron perseguir bancos de sardinas plateadas, tan confiadas que hasta se podían tocar. Catalina sabía todos los secretos de la costa: dónde conseguir tortugas y erizos, conchillas de colores y estrellas, caracolas y medusas. Alonso la seguía nadando por entre las aguas transparentes, ebrio de júbilo tras su sirena. Agotados pero felices de la recorrida descansaron en la playa a contemplar el tesoro recogido: peces, tortugas, erizos, estrellas, risas y caricias, La ¡ndia dejó correr por su cuerpo, las diestras manos de Alonso y éste prometiendo delicias sin cuento... Pero todo el encanto se rompió de golpe. Catalina salió disparada a contarle al cura que en su cuerpo sentía cosas extrañas cuando Alonso la acariciaba. El cura le aconsejó cautela y que tanto cosquilleo debía terminar en el altar y sino, no. Y nada de encontrarse en nataciones y todo lo que dicen los curas de enamoramientos y recalentamientos. Catalina salía pues a retozar con Capitán, fuera del alcance de su enamorado y él con la vista larga mitrando hacia el palmar a ver si divisaba a su sirena y nada... Que ni miraba a otras, ni se iba de pesca mar adentro y dale por aguí y dale por allá como perro que ha perdido el hueso. Su tío Pedro le proponía expediciones para encontrar nuevos cultivos, levantar nuevos fuertes, lavar oro en la corriente de los ríos. Alonso, nada siempre echando el ojo para el palmar. Don Pedro que de joven ya había pasado por esos trances: pero mira Alonso que eres asno ¿Porqué no te buscas una dama de alcurnia, allí tienes a tu prima, que ni que fuera echa para ti? Hombre con esa estampa y tu posición, echo un pelmazo por esa india y dale que entrara en razón, que la india era india por bonita que fuera y que me haces quedar mal por todas partes. Mira que no te lo vuelvo a decir. Se aburrió de reprochar al muchacho y al fin se fue convenciendo de que hablarle del tema era lo mismo que hablarle a la pared. El muchacho lo miraba tierno, como diciendo, basta tío con esa cantaleta. Catalina vivía cerca del palmar con una vieja india, en una casita modesta pero bien limpia y encalada, rodeada de flores que ella usaba en el pelo endrino. Cierta noche uno de sus enamorados se metió por el ventanuco que daba al cuarto pensando caer sobre la joven dormida. De un empujón arremetió como un bruto, cayó estrepitosamente en la cama que era de la vieja. Entonces empezó el terrible escándalo con gritos, ladridos, llamados, llantos y vociferaciones. Se abrió la puerta y salió la vieja con un palo, zas, zas toma bandido, perdulario, buscabas a la muchacha, sinvergüenza y diste conmigo. Todos los vecinos con luces en las manos: ¡Qué lo metan en la cárcel por indecente! Y el apaleado: ¡Qué me saquen el perro de encima! Por fin se perdió en las sombras de la noche el forajido, ladrón de honras. Quedó refulgente la virtud de Catalina. Don Pedro tuvo que razonar que mujer que cuida su honra, sabrá sin duda cuidar su casa y su amor. Se dejó de monsergas y recomendaciones con su sobrino y transó. Llamó a Catalina y le dijo: luego de esta peripecia no puedes estar sin que cuiden de ti, es hora de que vayas a decirle a Alonso que estoy conforme con vuestra boda, ya mismo. Después de todo, cuando el oro no le provocaba la locura, Don Pedro era pasable, así que salió corriendo la india para la playa donde su enamorado extendía las redes a secar. El perro adelante, loco de alegría, sabiendo que portaba una muy buena noticia, a los saltos y ladridos, jugando con su ama. La pareja se secreteó y arrulló, mientras los vecinos conjeturaban tras las puertas de las casas, ellos dos, como solos en el mundo, mirándose como si recién se descubrieran.
Pero antes del casamiento, Don Pedro organizó una expedición punitiva, contra la princesa Metarap, que los había dejado fregados años atrás cuando les tendió una emboscada con el señuelo del oro. Partieron bien armados y cubiertos con armaduras, recomendó mucho a su gente, esta vez no dejarse tentar por la codicia.
Chapotearon los nobles brutos y se internaban por esos terrenos donde el calor es sofocante y la humedad es pegajosa. Nubes de mosquitos los acosaban. Ni rastros de los indios, sólo el zumbar de los bichos, de vez en cuando sapos y ranas. Mucho ojo y silencio... Al otro lado de la laguna y a tiro de mosquete unas indias desnudas, bañándose en una corriente. Estamos en la ribera del Turbacos. Si tiran oro, seguid adelante. Mirad arriba los árboles, estos hijos de puta son como monos de allá nos tiran. Sobre unos árboles la figura de Meratap, sin arco ni flecha, espléndida recortada entre el follaje. Las indias aparecían y desaparecían allá arriba y las otras tranquilas bañándose y tejiendo guirnaldas a la orilla del pantano. El aire denso y los españoles sofocados por las armaduras y por la vista de las indias en cueros. ¡Montar y atraparlas, cueste lo que cueste, las quiero vivas! Ya estaban sobre las mujeres. Los caballos enterrados hasta la panza en el fango, se hundían y se hundían por el peso de los jinetes y las armaduras. Cuando se dieron cuenta era demasiado tarde, habían caído en una ciénaga. A casi todos los atrapó el agua pútrida, sin fondo, bordeada de lentejas de agua y camalotes, todos florecidos. El perfume de las flores era tan intenso que cubría tanto hedor. Al menos la muerte fue olorosa. A la costa sólo llegaron Don Pedro y Alonso Montañés. Meratap siguió siendo dueña de los pantanos.
En la ciudad del adelantado no se habló de otra cosa durante meses. No bien se repusieron del revés, se ordenó la boda.
Se casaron con gran fiesta, fue padrino Don Pedro y madrina la cacica de tierra bomba. Catalina vestía de española, con traje ceñido, gran falda y mantilla. Alonso Montañés, todo de negro con golilla blanca, espada al cinto, capa y sombrero emplumado. La gente importante forcejeaba para ocupar lugares prominentes, el pueblo disfrutaba. Capitán, como siempre metiendo la cola en todo el barullo y oliendo fundillos de tanto noble traste.
Se volvió Don Pedro a España, Tal vez lo dejaron de molestar con su nariz, por otra parte, no podía ver a Catalina tan feliz al lado de su sobrino, de modo que era mejor poner distancia. Pero los dioses del agua y deidad del oro se tenían una venganza para el que había profanado sus selvas sagradas. Una tempestad rompió el timón de la nave capitana y arrojó a los náufragos a lo peor de la tormenta. El famoso desnarigado cargó el zurrón más pesado y se largó a nado para la costa... Se lo tragó el mar embravecido. Se acabó el lidiar con el angurrioso Don Pedro. Se terminó también la chinchorrera.
La pareja feliz, allá en la costa de Cartagena, recorría la playa cubierta de palmares, interesados en nadar por las aguas turquesas, pescando meros, róbalos, erizos y estrellas. Se perdió en los laberintos de la leyenda.
Cartagena frente al mar, hoy tiene una hermosa estatua dedicada a la india de la que tanto se habló. El culto popular la asocia a una época de contiendas sangrientas donde Catalina trató y pudo salvar la vida de muchos de sus hermanos de raza. Su don de lenguas la convirtió en una eficaz mediadora entre la prepotencia imperial y su propia gente.
Eladio Gil Zambrana, escultor andaluz, pero cartagenero de adopción, la ha inmortalizado en una obra escultórica que se yergue majestuosa donde antes ella se paseara a la sombra de los palmares. De pie en actitud de arrojarse al mar, soberbia en su desnudez, frente al Castillo de San Felipe, que simboliza el poder de España, allá está Catalina... “Y toda la piel de América en su piel"
Nota:
Chinchorrera: Impertinencia, chisme. |