Seña, que es la abreviatura de señora desde la época colonial, tenía un hijo que era un calco de los villanos latinos de las películas yanquis: morocho subido, bigote ancho, guayabera y pantalón blanco, zapatos combinados y panamá legítimo, debajo del que se asomaba la expresión de pirata del caribe. El también tenía un departamento aparte y todos los demás iban a parar a un gran comedor que daba al jardín de las lagartijas que estaban en todas partes, como lo hacen en todo país tropical, para asustar y hacer gritar a quienes no saben la cosa.
En esa casa, albergue de tanta gente extraña, había alguien que la decoraba como si fuese un escenario. La puerta que daba acceso al departamento de Germán, que así se llamaba el hijo de la patrona, estaba cubierta por algo así como un telón que la ocultaba; parecía blindada y su dueño la abría con una llave que pendía de una cadena de oro colgada del cuello, El moblaje era antiguo y de pasadas opulencias, las paredes decoradas con afiches de hojas de retrogradados domingueros del Diario El Tiempo, con una Margarita joven y provocativa, leyendo sus poemas.
Germán tan obsequioso como su madre, me invitó a cruzar la puerta blindada para darme mayores informes sobre las esmeraldas que en mala hora se me ocurrió preguntar.
Descorrió el telón que cubría la puerta, sacó su llave y luego de una misteriosa combinación, la puerta reforzada se abrió, dejando ver todo el depósito de piezas artísticas y muebles chinos de su pisito de soltero. Luego descolgó un cuadro con una marina borrascosa, accionando inmediatamente una caja fuerte empotrada tan complicada como la puerta. Me sentó en un taburete y fue sacando estuches que contenían la más fantástica colección de alhajas donde las esmeraldas refulgían en toda su intensidad.
Aquel espectáculo hubiera hecho palidecer a la mismísima María Félix, aquella diva del cine mexicano que cada vez que cambiaba de amante se hacía regalar alguna pieza para completar su colección.
De un estuche sacó todo un juego de collar, pulsera, anillo y aros y me los fue exhibiendo con datos de procedencia, tallas, engarces y ocasiones de lucir... luego comenzó a abrochármelos para ver el efecto producido. Comencé a ponerme tensa porque vi en los ojos de villano del Caribe algo así como "ya la tengo en la bolsa", hice un ademán de arrancarme el collar, pero me detuvo en seco. Como la Coca Sarli en sus películas, yo debí decirle: "¿Qué pretende Ud. de mí?" - pero me quedé navegando en mis mares llenos de tiburones imaginarios. El tal Germán era contrabandista de joyas, ya no cabían dudas. Como no lancé las consabidas exclamaciones que él esperaba, me pidió permiso para probarme otras. En ese momento entró a la habitación mi compañera ya vestida para cenar, su jolgorio fue ruidoso cuando vio las alhajas, como si fuera una adolescente comenzó a probarlas y a exclamar su admiración. El pirata dijo entonces lo que faltaba:-Bueno señoras, ahora las invito a cenar, vamos a comer mariscos a la caribeña en la costa.
Llegó Seña Margarita y festejó el convite, las argentinas iban a tener escolta y yo me veía venir la tempestad. No hubo forma de disuadirlo, argumenté que ese no era mi look, pero Germán siguió insistiendo en que debía hacerle promoción a su negocio luciendo semejantes esmeraldas.
Sacó un automóvil de colección (un Studebacker del 38) y nos llevó a la costa a disfrutar de una cena pantagruélica. Por el camino, el pirata daba cátedra de cómo distinguir las legítimas de las imitaciones, ya que en toda la costa existía el negocio callejero de estas gemas, sobre todo con turistas. Vendían esmeraldas unos señores muy bien puestos, con un diario bajo el brazo, ese era el distintivo, “pararlo y preguntar”, allí comenzaba la transacción, pero Germán argumentaba que era peligroso, mejor sería comprárselas a él.
Llegadas a destino, vencí el mal momento con el primer Martini y luego los mariscos que son mi locura, pero procuré estarme sobria en la bebida. Mi compañera estaba exultante y festejaba con brindis por las noches caribeñas. Las esmeraldas siguieron siendo el tema principal y hasta nos enteramos que las verdaderas deben ser como una gota de aceite de oliva, así de satinadas y suntuosas. Hubo chistes y cuentos, pero sólo conté los de salón ante la sorpresa del pirata y algunas señas de que me callara que me hizo mi compañera. Llegó la hora de retirarnos para ver la ciudad desde la playa y mi amiga comenzó a dar signos de mareos.
Corté en seco el tema y decidí aprovechar el momento, antes de que alguna de nosotras tuviera que hacer el papel de la Sarli en todas las películas. Volvimos a la pensión, acosté a mi compañera ante el alboroto de Seña Margarita preparando infusiones bajativas.
Entonces se produjo algo inesperado, la señora sacó de su antiguo ropero algo así como una pequeña guitarra, se sentó en su mecedora y comenzó a tocarla, arrancándole sonidos lastimeros que acompañaba con una canción que más se parecía al maullido de su Milonga. Tengo una canción para mejorar el malestar que provoca la bebida, aseguró y le dio a la guitarrita que según ella dijo era una bandurria. Su voz cascada y temblorosa me provocó una incontenible ternura y a la vez una incontrolable carcajada que ahogué a tiempo: debajo de la mecedora de Margarita, las dos tortugas apoyadas en el travesaño como si fuera un balcón, seguían el compás de ritmo de la canción con expresión de deleite.
A mi compañera le pude sacar las joyas de esmeraldas y metí en un pañuelo lo que habíamos usado en noche tan disparatada para depositarlo en un cofre de la doña.
Le di cumplidamente las gracias que luego trasmitiría a su vástago, mientras las lagartijas subían y bajaban por las ventanas. El tratamiento musical había surtido efecto: la mareada resoplaba su feroz curda.
No sé hasta qué hora siguió el concierto de bandurria, realmente, ahí supe, en ese instante en el que el sueño te lleva por el país de Morfeo, lo que era el realismo mágico.
Sobre la antigua cómoda de la enorme habitación, con todo el zoológico dormido quedaron las esmeraldas del pirata del Caribe, que afortunadamente a la mañana y todavía con resaca, pudimos abandonar.
Arreglamos cuentas con Seña Margarita, que insistía en que nos quedáramos otros días más y partimos para Cartagena silenciosamente, huyendo del contrabandista y sus tesoros.
Nos quedó por años el recuerdo de la terapia para neutralizar borracheras caribeñas. Las esmeraldas se perdieron en el mar del olvido.
Regresando a nuestros hogares, mi compañera me reconvino por contar cuentos de sobremesa en contrapunto con el pirata. -"Ese es tema para los varones, las mujeres deben ser más recatadas y no quitarles el espacio. Esa gente es muy machista, las mujeres sólo deben reírse y bajar los ojos si se pasan de la raya"- sentenció.
Menos mal que nuestros varones nos permiten entrar en el juego, hasta me piden que cuente alguno.
Los Arhuacos: antiguoé dueños del oro
Siempre añoré conocer a esta gente primitiva, tan opuestas a nosotros, los sureños como nos llaman... los melancólicos, los nostalgiosos argentinos, hábiles en arrastrar lunfardos y compases de dos por cuatro.
Gente de frío - dicen. Un buen día, que todos son buenos y de pleno verano, llegamos a San Sebastián Taironoca, con muy pocos trastos, lo elemental.
Tal como lo descubrieron los primeros blancos, para convertirlo en un infierno en nombre de la civilización, la gracia de Dios y la voluntad de aquellos biliosos soberanos de imperios donde "no se ponía el sol". Así los vi:
Juanita, sonriente con sus cuatro hijos tan aborígenes como ella, nos reciben en la rústica tranquera. Se conoce con el doctor que es el único blanco que puede entrar a la reservación. El los vacuna y les acerca los medicamentos que vienen de la civilización. La mujer de piel cobriza y rostro agradable, me aloja en una amplia, abrigada y limpia choza donde cuelga las clásicas hamacas de dormir o los catres hechos con cuatro estacas y un bastidor, retobados en cuero vacuno estirado. Las sábanas y las ruanas (ponchos) hechas a mano por ellas, seguro. Al momento se la ve trajinar en la choza destinada a cocina y trae un tinto bien caliente con esa sonrisa blanca y amplia que es el patrimonio nacional de los colombianos. El tinto... me sonrío y le digo que en mi tierra tinto es el vino rojo oscuro - y aquí es el café negro. Así empezó un juego que duraría los días que duró la visita a Los Arhuacos. En mi tierra esto es tomate y aquí es jitomate y crece en un árbol.
En Argentina esto es palta y aquí aguacate, allí poncho, acá ruana. En Argentina es azúcar y aquí panela y así hasta el infinito. El juego divirtió desde el primer momento, al rato todos participaban y cada vez que la cosa, animal o planta era llamado de la misma manera, todos aplaudían a las carcajadas.
Previo permiso para introducirnos en la aldea, ubicada en el centro del valle, recorrimos las callecitas que rodean las chozas, agrupadas en el orden de la cosmovisión aborigen, el sincretismo aparece sin duda en la calle empedrada que dar a la capilla abandonada y a la choza comunitaria donde el Mamo (sabio cacique) reúne a los pobladores por temas de importancia, fiestas, duelos.
Alrededor de la aldea, protegiéndola, un grueso muro de piedra la circunda, también hay un foso invadido por la grama. Testigo de la conquista, como él abandonado cementerio y la vacía misión allá lejos. Conocí al sabio conductor del pueblo: el Mamo, también al hechicero y al comisario, pero primero tuve que platicar con Salvador, algo así como un embajador entre dos culturas. Por dura experiencia los blancos no son admitidos directamente en las comunidades, pues desde hace quinientos años hemos dado reiteradas muestras de codicia, rapiñas y crueldad. Los sabios arhuacos han tenido sobradas razones para escarmentar.
Las mujeres de la aldea bajan la cabeza cuando me ven. Fingen ignorarme. A los días me recibe el Mamo en su choza. Es un anciano venerable y fuerte. Sus ojos se asoman por entre un nido de arrugas, perfora su mirada de halcón. Sereno me sienta a su lado y me convida con frutas para mí desconocidas: chirimoyas y papayas. Revuelvo mi cartera y encuentro un paquete de galletitas hechas trizas, se las cambio -así debe ser- También me da una mochila de lana tejida con primorosas grecas, contra un porta documento de plástico que lo fascina.
Me cuenta en un arcaico castellano, como trabaja sus parcelas, unas en las tierras templadas y otras en las frías (por altas)
dedicadas a la agricultura o a sus rebaños, adorando a sus dioses ancestrales y respetando sus leyes, con mayor fidelidad y pureza que la que he comprobado en mis compatriotas. Por fin, ya en confianza le pregunto si todavía trabajan el oro que antaño encontraban en los ríos... Entonces su sereno semblante se oscurece "nadie más busca oro" - sentencia. El oro trajo la muerte y la esclavitud a nuestro pueblo. Cerramos para siempre la montaña que tenía esa maldición. No lo buscamos en los ríos Nyeldué, el dios del agua, la canoa y el río, lo ha ocultado. Así la codicia del hombre blanco no hará más víctimas.
Cuando saben que soy maestra me piden que me quede a enseñarles a los 75 niños de la comunidad. Entonces les pregunto por las monjas de la misión abandonada pero todavía en pie. -"A las monjas las mandamos cuando vino el monseñor. Nos costaban muchas gallinas, puercos y corderos, además de los tejidos de las mujeres. El Dios de la Cruz parece que exige muchas limosnas y nosotros pensamos que la buena tierra se agota de tanto exigirle, por esto decidimos que es una maestra, mejor que no tuviera ese compromiso."
Me quedé perpleja ante la propuesta del Mamo. Gentilmente rechacé el empleo no porque me disgustara el trato, sino porque yo me sentía embajadora de mi propia tribu. Me volvería llena de conocimientos a mi tierra a contarles lo que habría visto y oído de mis originales anfitriones.
Juanita me esperaba en la choza. Me bañé en cueros en el río como todo el mundo, esa tarde preparé mis bártulos para la partida. Me despidieron con otro banquete a la madrugada, rematando con el chocolate batido.
Nos abrazamos cariñosamente como dos viejas amigas, con los niñitos alrededor que me alcanzaban mangos y guanábanas para el viaje, contra unos frasquitos de loción y libretitas usadas que los enloquecieron.
Cuando hicimos el viaje de regreso, el poderoso Jeep cruzó el río San Sebastián justo donde una cascada despliega su lujo de caídas. Allí, entre la espuma, me pareció ver a Nyeldúe, el padre de las canoas, el oro y los árboles. El viejo dios de los Arhuacos... después de quinientos años volviendo a habitar su paraíso.
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