El Cholo Neyra |
Las
tardes de verano, bajo las acacias, al fondo del enorme patio, eran
interminables: jugar, jugar y jugar haciendo tortas amasadas con barro y
polvo rojo de ladrillos, adornadas con crema de cal y bolitas de paraísos....
Toda una repostería del "como si fuera", horneada al sol. Venían
a jugar las nenas del barrio que serían tres o cuatro y allá en el fondo
no había peligros. Nuestras madres nos tenían vigiladas y en lugar
seguro, mientras ellas se entregaban fanáticas a limpiezas, tejidos u
otras labores del hogar. Haciendo
límite y junto al alambre tejido, un bosquecito de tunas formaba un
abrigo natural, con reminiscencias de gruta. Las silvestres y carnosas
hojas registraban una rara formación que nuestra mente convertía en
cueva de tesoros, iglesia, casita, teatro, escondite, aula, en fin, las
tunas pertenecían al reino de la fantasía. Seguro refugio de nuestras
cuitas y llantos, llegado el caso. Las
tunas se erguían libres, lozanas, entrecruzando sus brazos carnosos,
creando en ese crecer lujurioso todo un bello mundo donde se albergaban
nuestros miedos y nuestras deidades. Mi
madre nos miraba a la distancia y siempre recomendaba, desde la ventana de
la casa o desde el jardín que nos cuidáramos la ropa y no nos arranconáramos
los delantales. Estaban prohibidos por su orden sacrosanta, los juegos de
revolcarse o sentarse en el suelo. Las nenas debían lucir pulcras, aún
amasando tortas de barro. Nada de treparse a los árboles ni entablar
relaciones con los vecinos trans-tunales, porque eran criollos, pobres y
de yapa don Neyra era pompero. Sí, tenía pompas fúnebres para los
barrios más alejados. Porque en el pueblo había otros pomperos, pero
eran para la gente de sólidos medios económicos, como para sostener un
servicio fúnebre con carroza de primera tirada por seis oscuros de magnífico
porte, conductores de librea y una docena de berlinas lujosas para los
deudos, amén de autos negros, velos negros y una despampanante carroza
para flores. Lo que se dice magníficas y costosísimas pompas. Muchos de
los difuntos de esos tiempos habían yugado toda sus vidas como galeotes
para poder ser enterrados de primera. Demás
está anotar que las nenas y yo, éramos blancas, y rubias, como que
descendíamos de inmigrantes, precisamente, de aquellos que habían
llegado a estas tierras a yugarla, y a tener al final, una muerte que se
respete. Mi
padre era el único que revertía ese orden sacrosanto, además de importársele
un rábano el "hacerse la América", solía sostener con don
Neyra largas charlas sobre caballos, ya que tanto el viejo criollo como el
joven irlandés tenían algo en común: la pasión por los caballos; ser
jinetes y cuidar cada cual de su monta, con el mismo esmero y cariño. Debajo
de la tupida arboleda del predio, pastaba "Gavilán", un alazán
tostado, que constituía uno de mis soñados amores. El caballo se guarecía
a veces en el tunal y nos dejaba el piso de nuestra guarida ornamentado
con su estiércol; que debíamos barrer entre rezongos para hacerle lugar
al caprichoso fluctuar de tantas ocurrencias. Raramente
teníamos diálogo con los chicos de don Neyra, el predio de ellos era ya
lindante con los campos de cultivo o potreros de alfalfares y del precario
galpón se asomaba la culata de una carroza fúnebre, tan vieja y
desvencijada que todavía conservaba resabios de berlina histórica, de
esas que una vez me llevaron a conocer en el Museo de Lujan. Nos
matábamos de risa del coche fúnebre, de las berlinas para los deudos, de
la librea y galera de don Neyra, con accesorios de alpargatas y pañuelo
al cuello, de los caballos negros con raídos penachos, de los crespones
hechos tiras, en fin, sin piedad, nos reíamos de todo. Una
tarde, mientras desmoldábamos nuestras tortas de sus latitas y nos disponíamos
a decorarlas con primor, se arrimó al alambre-límite, un chico como de
once años, con su pelo cortado a mordiscones, pantalón sostenido por una
cuerda, camisa trajinada y en "patas". Era el Cholo, hijo de don
Neyra. Su curiosidad había triunfado sobre el temeroso respeto hacia las
hijas de los gringos, esa prudente distancia que todo criollo escarmentado
cobija bajo su piel. -Taran
ricos loj higo e'tuna?- se atrevió el morocho y enjuto, mientras se prendía
del alambre. Primero nos miramos, a la vista del intruso y después Evita,
la más locuaz de mis amigas le espetó: -¿Así que vos comes las tunas,
che?- ¡Qué cochino!. Pero el Cholo ni se mosqueó por el sarcasmo. -Qué
vai a saber vó, lo que es rico, si lo único que sabej hacer ej torta
e'barro? Y
se fue pateando marlos para la cocina del rancho, de donde salía un
provocador y penetrante olor a tortas fritas. Tanta
fue la provocación que al rato caí a mi casa y solicité tortas fritas a
mi progenitora, quién alarmada por mi ex-abrupto folklórico, me cocinó
unos "scons" para el té, que por supuesto me dejaron una honda
frustración estomacal. A
pocos días y mientras tapizábamos el piso de nuestro reducto con colchas
viejas, sentimos en el patio de los Neyra el rasguear de una guitarra.
Miramos para el rancho y ¡qué espectáculo!. Bajo el ombú gigantesco,
una veintena de criollos, grandes y chicos bailaban al son de la guitarra
pulsada por don Neyra. El
Cholo y su hermana, cambiados y calzados con alpargatas bailaban en una
serie de requiebros y zapateos, haciendo castañetas y gozando, por la
expresión de sus caritas encendidas de esa actividad para nosotras
desconocida. Todo fue un tirar nuestros trastos y juguetes para prendernos
del alambre tejido sin perdemos detalle. -Pero
míralo al Cholo bailando...¿y qué baile será ese?.-les dije atónita a
mis compinches. Era la primera vez que tal escena se me presentaba, sin un
libro de por medio. Mi pregunta quedó sin respuesta. Las hijas de
alemanes y austríacos, tampoco sabían nada de aquel asunto. Intenté
ridiculizar la escena señalando la vestimenta de la concurrencia que
feliz reía o festejaba versitos que uno empezaba y la pareja contestaba,
entre aplausos y chanzas, música de por medio. El mate pasaba de mano en
mano, no bien los bailarines se daban una tregua y las tortas fritas en
sus fuentes emanaban un aroma a grasa de peya que flotaba sobre el ombú y
el patio hasta penetrar seductoramente en el tunal. También un cabrito en
el asador desparramaba su humo delicioso, que nos retorcía los estómagos
y nos juntaba agua en la boca. El
Cholo de bombachas batarazas, camisa blanca, pañuelo al cuello y faja en
la cintura, dibujaba arabescos con sus alpargatas, terminando la danza con
garbo, en desplantes que nos dejaron mudas... Y todos reían y aplaudían,
mientras el pompero, saltaba del gato a la chacarera o a la zamba, lo que
después supe que era la música de esta tierra, porque para mi existían
valses, foxtrots, baladas, canciones y por supuesto el tango, pero que era
cosa de los grandes, que exclamaban escuchando sus lacrimosos argumentos:
-¡Cada tango es una vida!. Siguió
la fiesta bajo el ombú toda la tarde y nosotras tuvimos que abandonar el
insólito y gratuito espectáculo por el llamado insistente de nuestras
madres. A
partir de entonces el patio de los vecinos criollos fue motivo de una
persistente curiosidad. Hasta hubo veces que la hermanita del Cholo nos
trajo tortas fritas al alambrado en vista del interés demostrado. Reventó
la cosa cuando tuvimos la osadía de reclamar en nuestras casas el
hallazgo gastronómico autóctono, ajeno en las cocinas gringas. -¡Lo
que faltaba, dar ese parecer ante esa gente! ¡Andar de pedigüeñas, como
si no tuvieran de todo!... y la monserga iba para largo. A
veces mi padre mandaba al Cholo a buscar a Gavilán. Venían retozando
chico y caballo hechos uno sólo, airosos, flexibles, en raudo galope.
Montado en pelo y en pata el Cholo se pegaba al lomo del alazán
y se apeaba, como un gato de un salto, pero me sorprendía aún más
cuando montaba sin estribar, como si fuera un gracioso paso de ballet: se
prendía de la crin, daba el envión y felinamente saltaba sobre el animal
que lo esperaba confiado, cómodo con su liviana carga, dócil para
emprender la marcha, guiado por el bocado. -Como
los indios- habían sentenciado las vecinas gringas, cuando lo veían
pasar sobre el alazán que escarceaba luciendo su estampa de pura sangre,
elegante y ligero, con el muchachito taloneándolo suavemente, acariciando
su lomo y susurrándole vaya a saber qué extrañas palabras. -Como los
indios- insistían. Entonces niño y caballo constituían una perfecta
combinación, un gozo mancomunado de galopar, o largarse a la carrera,
dando y pidiendo pista en vaya a saber qué carrera fantástica. Relucía
al sol su pelo rojizo, flameando sus crines al viento, soberbia, su larga
y cuidada cola rubia, todo era armonioso en ese ir y venir por la calle
sombreada de viejas y perfumadas acacias, por donde se filtraba el sol en
miles de reflejos, con rumbo al potrero. Esperaba
la llegada del chico sobre Gavilán, porque allí comenzaba un interesante
diálogo sobre su "toilette": rasqueteado, cepillado y
ensillado, quedaba listo para la caminata de las tardes. Así se iniciaba
mi conocimiento en el arte de montar. Mi padre observaba los cascos, los
recortaba, removía el candado, constataba el estado de sus poderosas
patas, acariciaba el anca reluciente mientras le murmuraba complacido -¡Bravo
Gavilán! ¡Hermoso Gavilán!. Me enseñaba a comunicarme, a darle órdenes,
a dar riendas, a rascarle la garganta y a acariciarle el belfo de
terciopelo, que nos conociéramos hasta por el olor!!. Nos hablábamos y
Gavilán entendía todo milagrosamente, pacientemente e inteligentemente. Cuando
volvía sudoroso de la caminata, el Cholo lo esperaba para bañarlo y una
vez cepillado y seco lo regresaba al box con el premio del agua fresca y
la rica comida del morral. Entonces niño y caballo se enfrascaban en
sonidos y cuchicheos ininteligibles para mí pero que ellos disfrutaban
tanto como de las carreras. Luego
vino la época de aprender a conducir y estimular a Gavilán. Para
entonces el Cholo me enseñó los secretos que según las gringas poseía
del tiempo de los indios. Sus
ojos oscuros y achinados se iluminaban al contemplar el soberbio ejemplar,
sus pequeñas y oscuras manos recorrían el pelaje quitándole cosquillas
y temblores, mientras le susurraba: -Tá
güeno con el Gavilán... Tá guapo! mientras el alazán tascaba el
freno y resoplaba mimoso...¡Tá güeno!. Como
si cayera un rayo, un día se murió don Neyra. Mis
padres inventaron un viaje precipitado y me mandaron con mi abuela a
Pergamino. A
mi regreso no encontré ni a Gavilán, ni al Cholo ni a su familia allá
en el rancho trans-tunal. La
sensación de despojo y de angustia fue total. Se me levantó una bronca,
como si fuera una tormenta. Lo encaré a mi padre que se la estaba
esperando. Con su tranquilidad habitual me explicó que el chico se había
quedado solo y como quien quiere apurar el mal trago, me lo tiró todo
junto: -Le regalé a Gavilán y un poco de plata, como para que empiece a
trabajar de peón,"porque de nada sirve un criollo de a pié...y a
caballo es un rey". Me fui por el camino de las acacias, cuando fue su tiempo, a buscar a los indios... sólo entonces pude achicar la bronca. |
Susana
Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993
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