Algo esencial en la vida: jugar y divertirse |
Desde que el mundo es mundo, el hombre
naturalmente necesitó matizar sus actividades productivas, ya fueran de
paz o de guerra, con momentos de esparcimiento. El juego, las fiestas, las
diversiones, ayudaron al hombre que se aventuró en América a sobrellevar
las extenuantes cargas que el Imperio y la sociedad le habían asignado a
cambio de fama y fortuna. Sin ellas, su existencia hubiese sido tediosa e
inaguantable. El trabajo, el amor y la guerra no representaban otra cosa
que un continuo regocijo, siempre que se los salpimentara de tanto en
tanto con alguna actividad lúdica, aquello que lo gratificara de la
diaria rutina, de lo peligroso, de lo obligatorio, lo responsable y lo
cansador. A medida que la sociedad conquistadora se hace más compleja y
le impone al hombre una ocupación al margen de sus deseos, se ve en la
imperativa de buscar diversiones, en una palabra: jugar. Los españoles, allá en sus albores en la cabeza del Imperio, fueron proclives al juego, al riesgo, al todo o nada, porque venían de siglos de guerras de conquistas. Las soldadescas siempre anduvieron en juegos y pendencias. No sabían de trabajos sostenidos ni responsables. De modo que el complejo mundo de los entretenimientos llega a América junto con el caballo, las armas de fuego, la ambición y buscarse mujeres. Si se metieron de cabeza y ciegamente en la aventura fue para tentar a esa dama tan esquiva y seductora que es la suerte. Y toda aquella parafernalia de tentaciones también servía
para aculturizar a los nativos, imponerles nuevas costumbres, nueva religión
y nuevos amos. Todos los conquistadores, según lo dicho por los
cronistas, fueron impenitentes jugadores con sus peores vicios: tahúres,
coimeros, tramposos y estafadores. Fernando el Católico, sabiendo cómo
eran sus súbditos, le encargó a Diego Colón instrucciones al respecto,
pues le habían llegado noticias de los abusos ocasionados por el juego en
el Nuevo Mundo. Hubo capitanes que se jugaron las mesadas de sus soldados
y soldados que se apropiaron de riquezas sin respetar el porcentaje de sus
superiores. La primera noticia de estas actividades poco claras está
registrada en 1509 en que se les explicaba a los inescrupulosos: "...que
ponga especial cuidado en evitar el juego en la población", pero
por lo que pasó a la historia bien poco caso hicieron de tales órdenes
reales, que años más tarde mandó a cobrarles abultadas multas porque
seguían con sus mañas. El airado monarca mandó ajustar aún más a los
infractores, pero quienes debieron ajustarlos resultaron tan empedernidos
como los que se debía escarmentar. Hernán Cortés, conquistador de México,
debió ser sometido a juicio de residencia por ser encarnizado jugador.
Junto con Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala, tenían su propio
"tablaje", o sea su casa de juego que funcionaba día y noche.
Eran célebres las partidas que le jugaba a Moctezuma en que lo trampeaba
sin disimulos. Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, llegaba a apostar
de una sola vez catorce mil pesos oro. Francisco de Montejo, conquistador
de Yucatán, jugaba desaforadamente a los naipes y dados en Mérida. Se
dijo que era famoso por sus blasfemias cuando perdía. Francisco Pizarro, conquistador del Perú,
no sólo asesinó a Atahualpa luego de cobrar su rescate, también jugaba
con el Inca a una especie de dominó hecho con tejas punteadas haciéndole
trampas alevosas. Mancio Sierra, soldado de Pizarro, saqueó del
Coricancha, templo máximo de Cuzco, un sol de oro macizo del tamaño de
un hombre alto y esa noche no tuvo inconvenientes en apostarlo a los
dados.
Aquella gente podía ser en la noche rico de gran
fortuna y al amanecer volver a su antigua pobreza con un solo golpe de
cubilete. Los indios que veían a dónde iban a parar los objetos sagrados
de su culto no podían entender el porqué de este proceder tan
disparatado como abominable. El cronista de Pizarro anotó: "Jugó
el sol antes que nazca", y quedó el refrán. Juan Sebastián Gaboto en 1527 fundó el
Fuerte de Sancti Spiritu en la barranca del Paraná. Luego siguió viaje más
al norte, dejando al capitán Gregorio Cano a cargo del fuerte con la premisa de que lo cuidara y no
se entretuviera con el juego.
El capitán, lejos de tomar las cosas en serio, se
enfrascó en una partida con sus soldados, llegaron los indios y lo
arrasaron todo. En la futura Argentina funcionó la timba antes de que
fuera fundada ciudad alguna. Todos en aquellos tiempos eran jugadores
de naipes y dados. No estaban excluidos los reyes, los papas, la nobleza,
el alto y el bajo clero, sin olvidar a la gente común y muy especialmente
a las mujeres. ¿Cómo no haber, entonces, a lo largo de la ruta que nos
convoca juegos de azar en tierras en que hasta en conventos y sacristías
se apostaba sin temor a Dios? Cualquier lugar era válido para entregarse
al vicio: las plazas públicas, las calles, las tabernas, las pulperías.
Las postas hicieron las veces de garitos. Cualquier árbol con buena
sombra, algún vado de arroyo, algún rancho solitario, todos eran buenos
para despuntar la partida. También eran frecuentes los sobornos cuando alguna autoridad caía de improviso en aquellas partidas. La untada de mano nos viene de entonces. Hasta en las cárceles se jugaba. Hubo el caso de un gobernador de Puerto Rico, Sancho Velásquez, que iba a los calabozos a jugar con los confinados. Incluso hubo veces en que los hacía llevar a su casa para continuar con la partida, tan empedernido estaba. Todas estas circunstancias están narradas por los mismos cronistas que ponderaron las gestas de los que vinieron a civilizarnos. |
Susana
Dillon
De "Las locas del camino"
Universidad Nacional de Córdoba, 2005
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