Lucha
de imágenes.
Ensayo
sobre El Pozo (1939) de Juan Carlos Onetti |
El narrador, Eladio Linacero, el poeta.
En
las páginas blancas manchadas que empapelan las paredes de El Pozo,
el narrador es una suerte de poeta, uno que, como tantos otros poetas,
“recibe” imágenes. Y el narrador de este pozo cavado en la oscuridad
de la tierra blanca, es alguien que espera. Como tantos otros poetas,
espera. “Abierto
al torrente de imágenes”,
Eladio Linacero, narrador suerte de poeta.
Aquellos
tópicos románticos, sobre todo el tema de las imágenes, que en el
romanticismo conformaban un sistema de pensamiento, un arte igual a imágenes,
arte como pensamiento por imágenes que se reconocen, es manipulado y
transformado por Onetti que, en El Pozo, da a la imagen un status
de independencia con respecto al narrador suerte de poeta. Onetti pone en
evidencia la tensión entre aquella imagen romántica (y simbólica), que
es una manera de pensar y conocer lo que ya está realizado, y una imagen
diferente, que es como un objeto en constante devenir, un objeto que no es
“reconocido” por el narrador, poeta, Eladio Linacero, sino
“experimentado” por éste. Este
contraste que Juan Carlos Onetti despliega deliberadamente en El Pozo
se presenta en el texto como si fueran dos luchadores en el ring, “en el
pozo donde se lucha”: Por un lado (en este rincón), la imagen
realizada, que es reconocida por el narrador suerte de poeta y que
tiene una relación carnal y directa con éste, y, por otro lado (en el
otro rincón), la imagen que no está realizada, imagen que
no guarda relaciones de dependencia con respecto al narrador-poeta sino
que está configurada como imagen verbal autónoma. Esta imagen que no está
realizada se encuentra en un devenir constante y no puede ser reconocida,
sólo experimentada. Las
imágenes realizadas,
en la observación romántica, de los objetos, serían solamente la mesa
en donde se sirve la comida, elemento más importante aún. La comida que
se sirve en esa mesa, en ese paisaje, son los sentimientos del poeta. Es
decir, el poeta tiñe con el alimento elegido para esa cena, la condición
de la mesa. No será lo mismo una mesa que sostiene un soberbio banquete
que la que sostiene una solitaria taza de sopa. No será lo mismo una mesa
con platos fríos que una con platos calientes, ni será lo mismo una cena
a base de vegetales y pescado que otra a base de carne vacuna. Los
sentimientos del poeta varían y esto es básico en la literatura romántica.
Cuando los sentimientos varían, también varía el paisaje, “la mesa”
en donde se llena de contenido. El paisaje, según el romanticismo, está
triste cuando el poeta está triste. Es como una mesa que cambia su
aspecto según la cena que contenga. En
consecuencia, si pensamos en las imágenes realizadas del pensamiento romántico
como la simple mesa que contiene y que cambia su aspecto sujeta a los
caprichos del “apetito sentimental” del poeta, entonces las imágenes
realizadas serían solamente un reflejo. El poeta, que piensa a través de
esos reflejos ya conocidos, reflejos-imágenes que conforman su
pensamiento, se configura asimismo como algo tan importante que termina
desdibujando al paisaje, aunque éste no cese de ser “nombrado”. De
esta forma el paisaje ha dejado de tener independencia convirtiéndose
solamente en un reflejo de él mismo. Y los nombres de esos reflejos del
mundo exterior no son más que las miradas que “el ojo interno del
poeta”[1] recorre sobre la propia alma, sobre el
mundo interior. De esta manera, todos los objetos externos se reconocen rápidamente
como propios, y así el poeta romántico suele automatizar todas esas
percepciones, automatizar esos objetos en forma de imágenes realizadas
que se evocan, que se recuerdan y que se asocian a un determinado
contexto. Por ejemplo: el paisaje compuesto por una pradera florida en
primavera será un buen “socio poético” para la escena que transcurre
en una tarde feliz junto a la enamorada; el paisaje, en cambio, compuesto
por una llanura desolada y desértica en una lluviosa mañana de invierno
será un buen “socio poético” para la escena en donde un hombre llora
por un viejo amor. Entonces, en un contexto romántico, el poeta llena el paisaje con sus sentimientos, y esos sentimientos son tan importantes que las imágenes del paisaje, de los objetos que rodean al poeta, son simples recipientes a llenar. El aspecto de estos recipientes está sujeto a su contenido. El poeta dirige toda su atención hacia el contenido; el recipiente, en cambio, el objeto, el paisaje, es simplemente reconocido y utilizado como un instrumento. Es reconocido rápidamente, en forma automatizada, asignándole a éste (al paisaje) la categoría de reflejo. En el romanticismo el reflejo guarda relación directa y estrecha con lo reflejado. |
Pero |
Otros[2]
vinieron después y dijeron que el reflejo es autónomo, simplemente
porque no es un reflejo. Es otra cosa. El paisaje, las imágenes de los
objetos, no dependen del poeta y no pueden ser reconocidas. Son imágenes
que no están realizadas y que se encuentran en un constante devenir
independiente al poeta. Estas imágenes autónomas sólo pueden ser
experimentadas[3]. Y tal experiencia se logra desde una
“visión” a través de un “extrañamiento”.[4] En
El Pozo, aquí se afirma, Eladio Linacero es un narrador que ha
tenido destino de poeta, de hombre que “recibe” imágenes. ¿Pero
cómo pensarlo? ¿Cómo pensar al poeta Eladio Linacero frente a las
imágenes? ¿Como un poeta romántico que reconoce los objetos que lo
rodean, que reconoce al paisaje, y que se dispone a llenar con el
contenido de sus sentimientos? ¿O debemos pensar a Eladio Linacero como
un poeta conformado a la manera de Shklovski, un poeta anti-romántico que
no reconoce a los objetos sino que experimenta las imágenes de los
objetos desde un extrañamiento y que “ve” a esos objetos como
independientes a sus emociones? La
respuesta se muestra en la primera oración del texto. Eladio Linacero,
este poeta que está frente a su cuarto, a sus objetos, a su paisaje, nos
dice: “Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió
de golpe que lo veía por primera vez”. Eladio Linacero, el
poeta, comienza El Pozo con un “extrañamiento”. Y
así, con “paladas extrañadas”, Eladio Linacero continuará
excavando, evocando: “Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa
sencilla”. Puede leerse que, de entrada nomás, comienza el diálogo
con los tópicos románticos al entregarse al recuerdo, sin duda uno de
los mecanismos más frecuentes del romanticismo, pero este mecanismo que
consiste en recordar, aquí aparece transformado, porque el narrador
suerte de poeta, Eladio Linacero, recuerda, sí, pero desde un
“extrañamiento”. Y no es lo mismo el recuerdo de un poeta romántico
que asocia objetos, hechos, en forma automatizada, rápida, con el fin de
servir a una determinada situación emocional que este recuerdo, en
cambio, de mirada aguda, distante, que implica el “extrañamiento” de
Eladio Linacero, “extrañamiento” dentro del cuarto desde donde se
recuerdan imágenes. En el “extrañamiento”, el recuerdo será como un
paisaje o un objeto a “experimentar”, no a “reconocer”, y el poeta
Eladio Linacero obtendrá, como dice Shklovski, una “visión” de ese
objeto, de ese paisaje, de ese recuerdo. Así
pues, frente a este poeta anti-romántico, el recuerdo se conforma como
una imagen verbal autónoma. Y esta autonomía del recuerdo se encuentra
además en un incesante devenir. En
consecuencia, también, paralelamente a esa transformación de los
objetos-recuerdos, se irá transformando la percepción de Eladio Linacero.
Juan
Carlos Onetti escribe en este texto ambos caminos de imágenes,
evidenciando así su oposición. Por un lado, el narrador-poeta, Eladio
Linacero, cuenta cómo fueron los hechos, los objetos, que recuerda del
mundo real, y, por otro lado, el poeta cuenta también cómo son de
diferentes esas imágenes que le llegan y que cambian con respecto a ese
mundo real que cree haber vivido. Es decir que lo que ve el narrador-poeta
es la transformación, el cambio, el devenir. De esta manera, El Pozo
se convierte no sólo en un pozo-abismo adonde caen imágenes, sino
también en un pozo en donde se bombea, y de donde fluyen imágenes
re-elaboradas nuevamente hacia la superficie del texto. Si
invertimos el razonamiento y dejamos de pensar a las imágenes y a su
devenir como un espectáculo visto por un ente fijo denominado poeta o
narrador-poeta y pensamos ahora al poeta “mirado” por las imágenes,
entonces éstas lo encontrarán también en distintas fases o lugares de
percepción, lo encontrarán también sometido a un devenir. Los
diferentes lugares de percepción que podría señalar son los siguientes: Primero,
el poeta ve las imágenes en un supuesto mundo real. O las imágenes
“ven” al poeta en una situación de mundo real. Segundo,
el poeta las ve en el recuerdo. O también al revés: las imágenes
encuentran al poeta en una situación de evocación. Tercero,
el poeta las ve representadas en la escritura que lleva a cabo y que aquí
funciona como un ángulo más para su percepción. Es decir, desde la
escritura, el poeta encuentra un sitio para “ver”, lo que implica un
nuevo ángulo para la observación “extrañada” de esas imágenes con
vida propia, que son “imágenes autónomas” y que cambian
constantemente. También al revés podemos pensarlo: las imágenes hacen
interacción con el poeta escritor. La
lectura de los lugares de percepción puede darse de ambas formas porque
en este caso se parte de la condición autónoma de las imágenes, lo que
implica un status igualado frente al poeta. Por
lo tanto, el devenir de las imágenes está acompañado por el “cambio
de lugar” que este narrador suerte de poeta, Eladio Linacero, va
eligiendo para experimentar las “visiones”. Sin este “cambio de
lugar” del poeta la experimentación del devenir, de las distintas fases
en la transformación de las imágenes no sería posible. Y el “cambio
de lugar” en donde el poeta viaja persiguiendo a las imágenes hace de
él, como de las imágenes, una categoría en movimiento, en cambio, en
devenir. Entonces,
es la persecución mutua y simultánea de poeta e imágenes la que hace
posible la experiencia. Y
el lector, en su experiencia de lectura, también irá cambiando de fase,
por su condición de perseguidor por antonomasia del narrador. El lector,
frente a estos sucesos-imágenes que no cesan de transformarse en las
páginas de El Pozo, también se encontrará (y lo encontrarán) en
diferentes lugares de percepción, aunque aparentemente, como Eladio
Linacero, crea hallarse en un mismo sitio, en un mismo “cuarto” de
lectura. Así pues, el lector, como una imagen, caerá en este pozo que es
El Pozo de Onetti para ser re-elaborado y fluido nuevamente hacia la
superficie del texto. Las
imágenes tienen tanta fuerza (por su autonomía) en El Pozo que
aunque el narrador suerte de poeta quiera sujetarlas, atraparlas, como un
poeta romántico (y esto es lo que pone en evidencia el texto), es, en
cambio, arrastrado por ellas. El diálogo que el texto El Pozo
establece con el romanticismo es tal que por momentos pareciera que Eladio
Linacero intenta “ver” al paisaje y a los objetos para atraparlos y
asociarlos a sus emociones como si él, el poeta, fuera un hombre de
mirada romántica. Pero tal empresa no es posible, porque Eladio Linacero
está en un estado particular, está en “extrañamiento”. Onetti
manipula a la perfección estas dos condiciones de “poeta” y las
posiciona en el texto como dos luchadores sobre el ring. Por momentos,
Eladio Linacero, anhelando un romanticismo que le está vedado, quiere
tomar al paisaje, a los objetos, a las imágenes que “ve”, pero desde
su inevitable anti-romanticismo de poeta en estado de ostranenie lo único
que logra es ser atrapado por las imágenes que tienen más fuerza (por su
autonomía) que él mismo, que tienen más fuerza que sus emociones. Así,
el “torrente de imágenes” se nos lleva al poeta (y hasta al
lector). El “torrente de imágenes” es en el texto como un mar
incesante, poderoso e independiente. Y
ni siquiera con la escritura el narrador suerte de poeta, Eladio Linacero,
logra mantener quietas a las imágenes: “Me
hubiera gustado clavar la noche (la imagen) en el papel como una gran mariposa nocturna. Pero, en
cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de
un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche
abajo (imagen abajo)”. El
poeta Eladio Linacero no puede clavar “la imagen” en el papel porque
ésta no se deja reconocer, está en continuo cambio, en movimiento
permanente, al igual que él, que en su persecución va, como escribí
anteriormente, “cambiando de lugar”, y así, con el cambio
irrefrenable, como movida por poderosas turbinas, la energía de la imagen
es energía cinética en su cenit, con tanto poder que no hay mirada que
la atrape. Para
el poeta solamente es posible ver, ver a las imágenes en su
“visión”, pero no es posible atrapar, porque la “visión” del
poeta no está guiada por su voluntad ni por sus sentimientos, sino que la
visión del poeta está, desde el extrañamiento, sujeta a la persecución
de las imágenes externas que lo interactúan, que le llegan, y que son
independientes e impredecibles. Para el poeta Eladio Linacero la
experiencia de este “torrente de imágenes” es como para el
cuerpo del nadador la fuerza tremenda del mar. Y
las olas de este mar, de este “torrente de imágenes”, ajenas a
la voluntad del poeta, se mueven (por su autonomía) con algún tipo de
vida y de voluntad propia. Las imágenes, el mar que envuelve a este poeta
anti-romántico, Eladio Linacero, controla sus propias mareas y deviene
como se le antoja: “Después
apagué la luz y me di vuelta esperando, abierto al torrente de imágenes.
Pero aquella noche no vino ninguna aventura para recompensarme el día”. Entonces
y en resumen parcial, Juan Carlos Onetti, a través de singulares
metáforas, escribe en El Pozo el contraste de dos clases de
“poetas”: el poeta romántico que Eladio Linacero, por momentos,
hubiera querido ser para lograr atrapar a las imágenes, y el poeta anti-romántico
que realmente es Eladio Linacero desde su “extrañamiento” que, aunque
logra experimentar “las imágenes”, no puede de ninguna forma
controlarlas. Por
lo tanto, de este modo, más cerca, gracias a la distancia del
“extrañamiento”, de los objetos, de los recuerdos, el poeta anti-romántico,
descubre cierta angustia. Porque en la mirada aguda descubre el devenir,
el cambio incesante de los objetos-imágenes, y con él, aunque se empeñe
en perseguirlos, la imposibilidad de representarlos. Quizá, aquellos
poetas románticos, aunque pudieran estar hundidos en alguna falacia,
desde su mirada superficial de objetos que no eran tales, creyéndolos
quietos, estables, representables, lograban cierta satisfacción. En
cambio, Eladio Linacero, no logra representar a las imágenes. Las cuenta,
pero descubre que debería contarlas otra vez porque las imágenes han
cambiado. El narrador suerte de poeta anti-romántico Eladio Linacero,
como el nadador que da brazadas en el inmenso mar, va perdiendo sus
fuerzas frente a la gran fuerza que quiere controlar: “Hubo
un mensaje que lanzara mi juventud a la vida; estaba hecho con palabras de
desafío y confianza. Se lo debe haber tragado el agua como a las botellas
de los náufragos”. Eladio
Linacero, por momentos, desea ser un poeta romántico y atrapar a las
imágenes, a los objetos, al paisaje. Por momentos, cree estar cerca, pero
siempre las imágenes se escurren, se fugan: “Hay
una humedad fría tocándome, la frente en la ventana (hasta acá
parece que el narrador suerte de poeta, Eladio Linacero, logra acercarse
lo suficiente como para sujetar al objeto-imagen, pero...) PERO toda la
noche está, inapresable, tensa, alargando su alma fina y
misteriosa en el chorro de la canilla mal cerrada”. Y de alguna forma, porque como a todo poeta, la fortuna o el destino le dio una suerte rara, Eladio Linacero es, en síntesis, toda la lucha, todo el duelo de los “poetas” en uno solo. De alguna forma, porque como a todo poeta, la fortuna o el destino le dio una suerte rara, Eladio Linacero es, en síntesis, en su única imagen, la lucha de todas las imágenes que, entre empujones y golpes, van rodando por El Pozo.
|
Bibliografía Juan
Carlos Onetti, El Pozo en Cinco Novelas Cortas, Monte Ávila
Editores Latinoamericana, 1968. V.
Shklovski, El Arte como Artificio Alexander
Potebnja, Notas sobre la Teoría de la Literatura M.
H. Abrams, El Espejo y La Lámpara Samuel
Taylor Coleridge, Biographia Literaria Samuel
Taylor Coleridge, Baladas Líricas William
Wordsworth, Los Narcisos Jorge Luis Borges, El Hacedor |
Notas: [1]
Extraído de William Wordsworth, Los Narcisos. [2]
Por ejemplo Víctor Shklovski, exponente destacado de los Formalistas
rusos. [3]
Ver Víctor Shklovski, El Arte como Artificio. [4] Para Shklovski, el extrañamiento (ostranenie) nos permite percibir de forma desautomatizada lo que está automatizado por el hábito. |
Juan Diego Incardona
Editado por el editor de Letras Uruguay
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