Un recuerdo
Philip K. Dick

Allá vamos, señor -dijo el robot.

Las palabras desconcertaron a Rogers, que levantó la vista al instante. Enderezó el cuerpo y ajustó el cinturón de seguridad en el interior de su chaqueta cuando la nave burbuja empezó a descender, veloz y silenciosamente, hacia la superficie del planeta.

Éste era el Mundo de Williamson, pensó con el corazón encogido. El legendario planeta perdido..., y descubierto después de tres siglos. Por accidente, desde luego. Este planeta azul y verde, el santo grial del Sistema Galáctico, había sido localizado de una manera casi milagrosa por una expedición cartográfica de rutina.

Frank Williamson había sido el primer terrícola que inventó la propulsión adecuada para viajar al espacio, el primero que abandonó el Sistema Solar y voló hacia el universo que se extendía más allá.

Nunca regresó. Él, su mundo, su colonia, jamás fueron encontrados. Surgieron incontables rumores, pistas y leyendas falsas..., y nada más.

-Recibido permiso de aterrizaje.

El piloto robot aumentó el volumen del altavoz y prestó atención.

-Pista preparada -dijo una voz fantasmal-. Recuerde que su mecanismo de propulsión es desconocido para nosotros. ¿Cuánta necesita? Hemos levantado los muros de frenado.

Rogers sonrió. Oyó como el piloto les decía que no necesitaban ninguna. Con aquella nave no.

Podían bajar los muros de frenado sin el menor problema.

¡Trescientos años! Habían tardado mucho en encontrar el Mundo de Williamson. Muchas autoridades habían desistido. Algunas creían que jamás había tomado tierra, que había muerto en el espacio. Tal vez no existía el Mundo de Williamson. No contaban con pistas reales, desde luego, nada tangible en que apoyarse. Frank Williamson y tres familias habían desaparecido sin dejar rastro en el vacío insondable. Nunca se volvió a saber nada de ellos.

Hasta ahora...

El joven le recibió en la pista. Era delgado y pelirrojo, y vestía un pintoresco traje de un material brillante.

-¿Es usted de la Coordinadora Central Galáctica? -preguntó.

-Exacto -respondió Rogers secamente-. Soy Edward Rogers.

El joven extendió la mano, y Rogers se la estrechó, algo desconcertado.

-Me llamo Williamson -dijo el joven-, Gene Williamson.

El apellido martilleó en los oídos de Rogers.

-¿Es usted...?

El joven asintió, con aire enigmático.

-Soy su tataratataranieto. Su tumba está aquí. Si quiere, puede verla.

-Casi esperaba encontrarle en persona. Él es..., bueno, una figura casi divina para nosotros. El primer hombre que salió del Sistema Solar.

-También significa mucho para nosotros -dijo el joven-. Él nos trajo aquí. Exploró durante mucho tiempo antes de encontrar un planeta habitable. -Williamson indicó con un ademán la ciudad que se extendía al otro lado de la pista-. Éste reunía las condiciones necesarias. Es el décimo planeta del sistema.

La mirada de Rogers brillaba. El Mundo de Williamson. Bajo sus pies. Pisó el suelo con firmeza cuando bajó por la rampa y se alejó de la pista. ¿Cuántos hombres de la galaxia habían soñado con bajar por una rampa de aterrizaje y poner pie en el Mundo de Williamson, acompañados de un joven descendiente de Frank Williamson?

-Todo el mundo querrá venir -dijo Williamson, como si adivinara sus pensamientos-. Para arrojar basura, pisotear las flores y llevarse a su casa un puñado de tierra. -Lanzó una carcajada nerviosa-. La Coordinadora les controlará, desde luego.

-Desde luego -le tranquilizó Rogers.

Rogers se detuvo en seco al pie de la rampa. Por primera vez veía la ciudad.

-¿Qué pasa? -preguntó Gene Williamson, algo divertido.

Se habían quedado al margen de todo, claro. Aislados... Por tanto, no era tan sorprendente. El que no vivieran en cuevas y comieran carne cruda era un portento. Pero Williamson siempre había simbolizado el progreso, el desarrollo. Había sido un hombre adelantado a los demás.

Su propulsión espacial era primitiva si se comparaba con los criterios modernos, por descontado; una curiosidad. Sin embargo, el concepto no se había alterado: Williamson, el pionero, el inventor.

El hombre que la había construido.

No obstante, la ciudad era un simple pueblo, compuesto por una docenas de casas, algunos edificios públicos y complejos industriales en la periferia. Más allá de la ciudad se extendían campos verdes, colinas y amplias praderas. Algunos vehículos de superficie se arrastraban perezosamente por las estrechas calles, y la mayoría de los ciudadanos se desplazaban a pie. Parecía un increíble anacronismo, arrancado del pasado.

-Estoy acostumbrado a la civilización galáctica uniforme -dijo Rogers-. La Coordinadora mantiene invariables los niveles tecnocrático e ideológico. Es difícil amoldarse a un estadio social tan radicalmente diferente. De todas formas, ustedes han permanecido aislados.

-¿Aislados? -se extrañó Williamson.

-De la Coordinadora. Se han visto obligados a evolucionar sin ayuda.

Un vehículo de superficie frenó ante ellos. El conductor abrió la puerta manualmente.

-Ahora que he recordado estos factores, me acomodaré -le aseguró Rogers.

-Al contrario -repuso Williamson, entrando en el vehículo-. Hace más de un siglo que recibimos directrices de la Coordinadora.

Indicó a Rogers que tomara asiento a su lado.

-No lo entiendo. -Rogers estaba asombrado-. ¿Quiere decir que han establecido contacto con la Coordinadora y no han tratado de...?

-Recibimos sus directrices -dijo Gene Williamson-, pero nuestros ciudadanos no están interesados en utilizarlas.

El vehículo de superficie corrió por la autopista y pasó junto a la falda de una inmensa colina roja.

No tardaron en dejar la ciudad a sus espaldas; un débil resplandor reflejaba los rayos del sol. Arbustos y plantas bordeaban la autopista. La parte escarpada del acantilado se alzaba hacia el cielo, como una enorme muralla de piedra arenisca roja, mellada y virgen.

-Hermosa noche -comentó Williamson.

Rogers asintió con la cabeza, aturdido.

Williamson bajó la ventanilla. El aire frío se introdujo en el coche, acompañado de unos insectos parecidos a mosquitos. A lo lejos, dos diminutas figuras araban un campo: un hombre y un gigantesco animal.

-¿Cuándo llegaremos? -preguntó Rogers.

-Pronto. La mayoría vivimos lejos de las ciudades. Vivimos en el campo, en granjas aisladas autosuficientes, siguiendo el modelo de los feudos medievales.

-Por tanto, su nivel de subsistencia es de lo más rudimentario. ¿Cuánta gente vive en cada granja?

-Unas cien personas, entre hombres y mujeres.

-Cien personas no pueden realizar tareas más complejas que tejer, teñir y prensar papel.

-Contamos con complejos industriales especiales, sistemas de manufactura. Este vehículo es un buen ejemplo de nuestra producción. Tenemos comunicaciones, alcantarillados y servicios médicos.

Nuestros adelantos tecnológicos son iguales a los de la Tierra.

-La Tierra del siglo veintiuno -protestó Rogers-, pero eso fue hace trescientos años. Ustedes mantienen a propósito una civilización arcaica, a pesar de las directrices de la Coordinadora. No tiene sentido.

-Tal vez lo preferimos así.

-Pero no tienen derecho a preferir un estadio cultural inferior. Cada civilización ha de adaptarse al rumbo general. La Coordinadora se encarga de uniformizar el desarrollo. Integra los factores válidos y rechaza el resto.

Se estaban acercando a la granja, el «feudo» de Gene Williamson. Consistía en unos pocos edificios sencillos, arracimados en un valle, a un lado de la autopista, rodeados de campos y pastos.

El vehículo de superficie se desvió por una carretera lateral angosta y descendió con precaución, curva tras curva, hacia el fondo del valle. Oscurecía. El aire frío penetraba en el coche, y el conductor encendió los faros delanteros.

-¿No tienen robots? -preguntó Rogers.

-No. Todos hacemos el trabajo que nos corresponde.

-Ha establecido una distinción puramente arbitraria -señaló Rogers-. Un robot es una máquina. Ustedes no prescinden de las máquinas. Este coche es una máquina.

-Cierto -reconoció Williamson.

-La máquina es una herramienta desarrollada -prosiguió Rogers-. El hacha es una máquina sencilla. Un palo se transforma en una herramienta, o sea, una máquina sencilla, en manos de un hombre que busca algo. Una máquina no es más que una herramienta compuesta de múltiples elementos, que aumenta el porcentaje de su capacidad. El hombre es el animal que fabrica herramientas. La historia del hombre es la historia de las herramientas que se convierten en máquinas, elementos funcionales más grandes y eficaces. Si rechazan las máquinas, rechazan el instrumento esencial del hombre.

-Ya hemos llegado -dijo Williamson.

El vehículo frenó y el conductor les abrió las puertas.

Tres o cuatro edificios de madera enormes se erguían en la oscuridad. Algunas formas borrosas, formas humanas, se movían de un lado a otro.

-La cena está preparada -indicó Williamson, olfateando el aire-. Ya la huelo.

Entraron en el edificio principal. Varios hombres y mujeres estaban sentados a una larga y tosca mesa. Tenían ante ellos bandejas y platos. Estaban esperando a Williamson.

-Éste es Edward Rogers -anunció Williamson.

Los comensales examinaron a Rogers con curiosidad, y después se concentraron de nuevo en la comida.

-Siéntese a mi lado -le apremió una chica de ojos oscuros.

Le hicieron un sitio cerca del extremo de la mesa. Rogers se encaminó hacia el lugar indicado, pero Williamson se lo impidió.

-Allí no. Usted es mi invitado. Debe sentarse conmigo.

La chica y sus acompañantes rieron. Rogers, desconcertado, se sentó junto a Williamson. El banco era tosco e incómodo. Examinó una copa de madera hecha a mano. La comida estaba amontonada en enormes cuencos de madera. Había estofado, ensalada y grandes hogazas de pan.

-Es como si hubiéramos vuelto al siglo catorce -dijo Rogers.

-Sí -convino Williamson-. La vida feudal se remonta a la era romana y al mundo clásico. Los galos, los bretones...

-Esta gente, ¿es...?

Williamson asintió con la cabeza.

-Mi familia. Estamos divididos en pequeñas unidades, siguiendo el patrón patriarcal tradicional.

Soy el varón de mayor edad y cabeza de familia.

La gente engullía la comida con rapidez: carne guisada y verduras. Se ayudaban con rebanadas de pan cubierto de mantequilla y bebían leche. La estancia estaba iluminada con luces fluorescentes.

-Increíble -murmuró Rogers-. Todavía utilizan energía eléctrica.

-Oh, sí. Hay muchas cascadas en este planeta. El vehículo era eléctrico, alimentado con baterías.

-¿Por qué no hay ancianos?

Rogers vio a varias mujeres de avanzada edad, pero Williamson era el hombre más viejo, y no sobrepasaría los treinta años.

-Los combates -replicó Williamson, con un gesto expresivo.

-¿Combates?

-Las guerras de clanes entre familias constituyen una parte muy importante de nuestra cultura.

-Williamson indicó con un gesto de la cabeza la larga mesa-. No vivimos mucho.

-¿Guerras de clanes? Pero...

Rogers estaba asombrado.

-Tenemos pendones y emblemas..., como las antiguas tribus escocesas.

Tocó una cinta brillante que llevaba en la manga. Representaba a un pájaro.

-Cada familia tiene sus propios colores y emblemas, y luchamos por ellos. La familia Williamson ya no controla este planeta. Ya no existe un gobierno central. Los asuntos de gran importancia los solventamos mediante un plebiscito; todos los clanes votan. Cada familia del planeta cuenta con un voto.

-Como los indios norteamericanos.

Williamson asintió.

-Un sistema tribal. Con el tiempo, supongo que llegaremos a constituir tribus diferentes.

Todavía conservamos un idioma común, pero nos estamos desmembrando..., descentralizando.

Además, cada familia tiene sus costumbres y reglas.

-¿Por qué luchan? -preguntó Rogers.

Williamson se encogió de hombros.

-Cosas importantes, como tierras y mujeres. Algunas son de tipo imaginario. El prestigio, por ejemplo. Cuando la causa es el honor, celebramos un combate oficial público semestral. Participa un hombre de cada familia. El mejor guerrero y sus armas.

-Como las justas medievales.

-Somos una amalgama de todas las tradiciones. La tradición humana en conjunto.

-¿Posee cada familia una deidad diferente?

-No -rió Williamson-. Sostenemos en común un vago animismo, un sentido de la vitalidad positiva general del proceso universal. -Alzó una hogaza de pan-. Damos las gracias por todo esto.

-Que ustedes mismos cultivan.

-En un planeta destinado a nosotros. -Williamson comió el pan con aire pensativo-. Los viejos informes dicen que la nave estaba casi acabada. El carburante se había agotado; un desierto muerto y árido tras otro. De no topar con este planeta, toda la expedición habría perecido.

-¿Un puro? -preguntó Williamson, en cuanto se llevaron los cuencos vacíos.

-Gracias.

Rogers aceptó el puro a regañadientes. Williamson encendió el suyo y se recostó contra el muro.

-¿Cuánto tiempo se va a quedar? -preguntó, al cabo de unos instantes.

-No mucho -respondió Rogers.

-Le hemos preparado una cama -dijo Williamson-. Nos acostamos pronto, pero habrá un poco de baile, canciones y teatro. Dedicamos mucho tiempo a la interpretación y a la puesta en escena de obras dramáticas.

-¿Ponen énfasis en la liberación psicológica?

-Nos encanta fabricar y hacer cosas, si se refiere a eso.

Rogers miró a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de murales, pintados sobre la tosca madera.

-Me da la impresión que extraen sus colores de la arcilla y las bayas, ¿no es cierto? -preguntó.

-No del todo -replicó Williamson-. Tenemos una gran industria de pigmentos. Mañana le enseñaré el horno en el que cocemos nuestros productos. Algunas de nuestras mejoras obras se han realizado mediante la manipulación de telas y cedazo.

-Interesante. Una sociedad descentralizada que retrocede poco a poco hacia el tribalismo primitivo. Una sociedad que rechaza voluntariamente los productos tecnocráticos y culturales avanzados de la galaxia, que rehúsa de una forma deliberada el contacto con el resto de la Humanidad.

-Sólo con la sociedad uniforme controlada por la Coordinadora -insistió Williamson.

-¿Sabe usted por qué la Coordinadora mantiene un nivel uniforme para todos los mundos? -preguntó Rogers-. Yo se lo diré. Existen dos razones: primera, el cuerpo de conocimientos que el hombre ha acumulado no permite la duplicación del experimento. No hay tiempo.

»Cuando se produce un descubrimiento, es absurdo repetirlo en los incontables planetas del Universo. La información obtenida en cualquiera de los miles de mundos se comunica a la sede de la Coordinadora, y de allí a toda la galaxia. La Coordinadora examina y selecciona las experiencias, y las coordina en un sistema racional y funcional carente de contradicciones. La Coordinadora ordena toda la experiencia de la Humanidad en una estructura coherente.

-¿Y la segunda razón?

-Si se mantiene una cultura uniforme, controlada desde una sede central, no habrá guerra.

-Cierto -admitió Williamson.

-Hemos abolido la guerra, así de sencillo. Tenemos una cultura tan homogénea como la de la Roma antigua, una cultura común para toda la Humanidad, a lo largo y ancho de la galaxia. Cada planeta se encuentra tan implicado en ella como cualquier otro. No hay diferencias culturales que alimenten la envidia y el odio.

-Como sucede aquí.

Rogers aspiró aire lentamente.

-Sí. Ustedes nos han enfrentado a una extraña situación. Hemos buscado el Mundo de Williamson durante trescientos años. Deseábamos y soñábamos encontrarlo. Ha sido algo comparable al imperio del preste Juan, un mundo fabuloso, aislado del resto de la humanidad. Irreal, incluso. Existía la posibilidad que Frank Williamson se hubiera estrellado en algún sitio.

-Pero no lo hizo.

-No lo hizo, y el Mundo de Williamson existe y ha creado su propia civilización. Aislado a propósito, con sus normas de vida y criterios propios. Ahora hemos establecido contacto, y el sueño se ha convertido en realidad. Los habitantes de la galaxia no tardarán en saber que hemos encontrado el Mundo de Williamson. Ahora, podremos devolver a la primera colonia establecida fuera del Sistema Solar el lugar que merece en la civilización galáctica.

Rogers rebuscó en su bolsillo y extrajo un paquete de metal. Lo desenvolvió y depositó un pulcro documento sobre la mesa.

-¿Qué es eso? -preguntó Williamson.

-Los Artículos de la Incorporación. Deben firmarlos para que el Mundo de Williamson pase a formar parte de la civilización galáctica.

Williamson y las demás personas que se hallaban en la estancia guardaron silencio. Contemplaron el documento sin pronunciar palabra.

-¿Y bien? -preguntó Rogers. Estaba tenso. Empujó el documento hacia Williamson-. Aquí lo tiene.

Williamson meneó la cabeza.

-Lo siento. -Empujó con firmeza el documento en dirección a Rogers-. Ya hemos celebrado un plebiscito. Lamento decepcionarle, pero ya hemos decidido no aceptar su invitación. Nuestra decisión es definitiva.

La nave de Clase Uno describió una órbita exterior al cinturón gravitatorio del Mundo de Williamson.

El comandante Ferris estableció contacto con la sede de la Coordinadora.

-Ya hemos llegado. ¿Cuál es el siguiente paso?

-Lancen un equipo de minado. Infórmenme en cuanto hayan llegado a la superficie.

El cabo Pete Matson fue lanzado diez minutos después en un traje presurizado. Descendió lentamente hacia el globo azul y verde; giraba y oscilaba a medida que se aproximaba a la superficie del planeta.

Matson aterrizó y rebotó un par de veces. Se puso en pie, dando tumbos. Por lo visto, había caído al borde de un bosque. Se quitó el casco protector a la sombra de los enormes árboles. Se abrió paso con cautela, aferrando su rifle desintegrador.

Una voz resonó en sus auriculares.

-¿Alguna señal de actividad?

-Ninguna, comandante -contestó.

-A su derecha hay lo que parece ser un poblado. Es posible que se tope con alguien. Siga avanzando y mantenga los ojos abiertos. Acaba de ser lanzado el resto del equipo. Recibirá más instrucciones.

-Estaré atento -prometió Matson mientras acunaba su arma.

Para hacer una prueba, apuntó a una colina lejana y apretó el gatillo. La colina se convirtió en una alta columna de polvo.

Matson ascendió a la cumbre de un acantilado y se protegió los ojos para escudriñar su entorno.

Vio el pueblo. Era pequeño, como una ciudad provinciana de la Tierra. Parecía interesante.

Vaciló un momento. Después, bajó la elevación rápidamente y se dirigió hacia el pueblo.

Tres miembros más del equipo se lanzaron desde la nave de Clase Uno. Asían con firmeza sus fusiles y descendían poco a poco hacia la superficie del planeta...

Rogers enrolló los documentos de la Incorporación y los guardó de nuevo en su chaqueta.

-¿Se dan cuenta de lo que han hecho? -preguntó.

Un silencio mortal reinaba en la estancia. Williamson asintió con la cabeza.

-Por supuesto. Nos hemos negado a integrarnos en su sistema.

Los dedos de Rogers tocaron el micrófono oculto y lo activaron.

-Lo lamento -dijo.

-¿Le sorprende?

-No exactamente. La Coordinadora sometió el informe de nuestros exploradores a las computadoras. Existía la posibilidad cierta que ustedes se negaran. Me dieron instrucciones al efecto.

-¿Cuáles son sus instrucciones?

Rogers consultó su reloj.

-Informarles que tienen seis horas para integrarse en el sistema..., o ser borrados del Universo.

-Se levantó bruscamente-. Lamento que esto haya ocurrido. El Mundo de Williamson es una de nuestras leyendas más queridas, pero nada debe destruir la unidad de la galaxia.

Williamson también se había puesto en pie. Una palidez mortal cubría su cara. Los dos hombres se contemplaron, desafiadores.

-Lucharemos -dijo Williamson en voz baja.

Abrió y cerró los dedos con violencia.

-Eso es ridículo. Ustedes han recibido información de la Coordinadora concerniente al desarrollo de nuestras armas. Saben cuáles posee nuestra flota.

Los demás seguían sentados en su sitio, mirando sus platos vacíos. Nadie se movió.

-¿Es necesario? -preguntó Williamson, con voz ronca.

-Hay que impedir las diferenciaciones culturales si queremos que reine la paz en la galaxia -replicó Rogers con firmeza.

-¿Nos van a destruir para evitar la guerra?

-Destruiremos cualquier cosa con tal de evitar la guerra. No podemos permitir que nuestra sociedad degenere en nacionalismos separatistas, siempre ansiosos de pendencias y enfrentamientos..., como sus clanes. Nuestra estabilidad se basa en la ausencia del concepto de diferenciación. Hay que preservar la uniformidad y desalentar el separatismo, una idea que ni siquiera debería difundirse.

Williamson estaba pensativo.

-¿Cree que lo van a conseguir? Existen muchos correlativos semánticos, sinónimos, metáforas. Aun en el caso que nos destruyan, surgirá en otro lugar.

-Correremos el riesgo. -Rogers se encaminó a la puerta-. Volveré a mi nave y esperaré. Sugiero que vuelvan a votar. El saber hasta dónde estamos dispuestos a llegar puede que altere el resultado.

-Lo dudo.

El micrófono de Rogers susurró de repente.

-Norte a Coordinadora.

Rogers tocó el micro con los dedos.

-Una nave de guerra Clase Uno se halla en su zona. Ha aterrizado un equipo. Mantenga a su nave guarecida hasta que pueda regresar. He ordenado al equipo que siembre el terreno con terminales de minas de fisión.

Rogers no dijo nada. Sus dedos se cerraron en torno al micro.

-¿Qué ocurre? -preguntó Williamson.

-Nada. -Rogers abrió la puerta-. Debo volver cuanto antes a mi nave. Nos vamos.

El comandante Ferris llamó a Rogers en cuanto su nave abandonó el Mundo de Williamson.

-Norte me ha dicho que usted ya les ha informado.

-Exacto. También ha llamado a su equipo, para que prepare el ataque.

-Así me han informado. ¿Cuánto tiempo les ha ofrecido?

-Seis horas.

-¿Cree que aceptarán?

-No lo sé. Espero que sí, aunque lo dudo.

El Mundo de Williamson giraba lentamente en la pantalla, con sus bosques, ríos y océanos verdes y azules. En otros tiempos, la Tierra había tenido este aspecto. Rogers vio la nave de guerra de Clase Uno, un enorme globo plateado que orbitaba alrededor del planeta.

El mundo legendario que había sido localizado y visitado iba a ser destruido. Había intentado evitarlo, pero sin éxito. No podía impedir lo inevitable.

Si el Mundo de Williamson rehusaba integrarse en la civilización galáctica, su destrucción se convertía en una necesidad, tajante, axiomática. O el Mundo de Williamson, o la galaxia. Había que sacrificar lo secundario en aras de lo fundamental.

Rogers se acomodó ante la pantalla y esperó.

Al término de las seis horas, una línea de puntos negros se elevó del planeta en dirección a la nave de Clase Uno. Reconoció lo que eran: cohetes de reacción pasados de moda. Una formación de anticuados bajeles de guerra, dispuestos a presentar batalla.

El planeta no había cambiado de opinión. Iba a luchar. Deseaba ser destruido antes que cambiar su forma de vida.

Los puntos negros aumentaron de tamaño hasta transformarse en relucientes discos metálicos que se movían con torpeza. Un espectáculo patético. Rogers se sintió extrañamente conmovido, al ver que las naves de propulsión a chorro se abrían en abanico para ofrecer menos blanco. La nave de guerra de Clase Uno giraba en su órbita, describía un perezoso y eficiente arco. Sus filas de tubos energéticos se alzaban poco a poco para entablar combate.

De repente, la formación de anticuados cohetes cargó. Se precipitaron sobre la nave y dispararon sus armas. Los tubos de la nave de Clase Uno siguieron su curso. Los cohetes retrocedieron desmañadamente para tomar distancia para la segunda intentona, y volvieron a cargar.

Brotó una lengua de energía carente de color. Los atacantes desaparecieron.

El comandante Ferris llamó a Rogers.

-Menuda caterva de idiotas melodramáticos. -Su rostro grave estaba pálido-. Nos han atacado con esas antiguallas.

-¿Algún daño?

-Ninguno. -Ferris se secó la frente con manos temblorosas-. Por lo que a mí respecta, ninguno.

-¿Cuál es el siguiente paso?

-Me he desentendido de la operación de minado y se la he pasado a la Coordinadora. Ellos se encargarán. El impulso bastará para...

El globo verde y azul se estremeció convulsivamente. Se partió en pedazos, en silencio. Los fragmentos salieron volando y el planeta se disolvió en una nube de llamas blancas, una masa deslumbrante de fuego incandescente. Después, se convirtió en cenizas.

Los escudos protectores de la nave de Rogers entraron en acción para rechazar las partículas que se precipitaban contra el casco. Se desintegraban al instante.

-Bien -dijo Ferris-, todo ha terminado. Norte se encargará de difundir el error cometido por los exploradores. El Mundo de Williamson no fue encontrado. La leyenda seguirá siendo una leyenda.

Rogers continuó mirando la pantalla hasta que los últimos fragmentos dejaron de volar, y sólo quedó una sombra vaga y desteñida. Los escudos protectores se desconectaron automáticamente. A su derecha, la nave de batalla de Clase Uno ganó velocidad y se dirigió hacia el sistema de Riga.

El Mundo de Williamson ya no existía. La civilización de la Coordinadora Galáctica se había salvado. Había terminado de la manera más eficaz posible con la idea y el concepto de una civilización diferente, con sus costumbres y normas propias.

-Buen trabajo -susurró el micrófono de la Coordinadora. Norte estaba complacido-. Las minas de fisión fueron colocadas a la perfección. No queda nada.

-No -corroboró Rogers-. No queda nada.

El cabo Pete Matson abrió la puerta de su casa, sonriendo ampliamente.

-¡Hola, cariño! ¡Sorpresa!

-¡Pete! -Gloria Matson acudió corriendo y rodeó con sus brazos a su marido-. ¿Qué haces en casa? Pete...

-Permiso especial. Cuarenta y ocho horas. -Pete dejó caer su maleta con aire triunfal-. Hola, muchacho.

Su hijo le saludó con timidez.

-Hola.

Pete se agachó y abrió la maleta.

-¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo va la escuela?

-Ha contraído otro resfriado -dijo Gloria-. Se ha recuperado casi del todo. Pero dime, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué hicieron...?

-Secreto militar. -Pete rebuscó en su maleta-. Toma. -Alargó algo a su hijo-. Te he traído una cosa. Un recuerdo.

Tendió a su hijo una copa de madera hecha a mano. El chico la tomó y le dio vueltas, curioso y desconcertado.

-¿Qué es un..., un recuerdo?

Matson se esforzó en explicar el difícil concepto.

-Bueno, es algo que te recuerda un lugar diferente. Algo que no existe donde tú vives, ya sabes.

-Matson dio unos golpecitos a la copa-. Es para beber. No es como nuestras copas de plástico, ¿verdad?

-No -dijo el niño.

-Fíjate en esto, Gloria. -Pete sacó de la maleta un gran trozo de tela doblado, estampado con dibujos de muchos colores-. Me salió muy barato. Puedes hacerte una falda. ¿Qué me dices?

¿Habías visto nunca algo igual?

-No -reconoció Gloria, asombrada-. En absoluto.

Tomó la tela y la tocó con reverencia.

Pete Matson contempló henchido de alegría a su mujer y a su hijo, que admiraban los recuerdos que les había traído, recuerdos de sus excursiones a lugares lejanos. Lugares extraños.

-Caray -susurró su hijo, sin dejar de darle vueltas a la copa. Un extraño brillo iluminaba sus ojos-. Muchas gracias, papá. Por el..., recuerdo.

El brillo extraño se intensificó.

F I N

Título Original: Souvenir © 1954.

Philip K. Dick

Ir a índice de América

Ir a índice de Dick, Philip 

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio