El planeta sin sombras |
Aquel
planeta, el quinto en un sistema binario, estaba circundado por tres
lunas. Se distinguía por días largos, encendidos por la luz simultánea
de ambos soles, y noches de nácar con lunas sonrosadas, porque reflejaban
brillos acumulados. Se yuxtaponía sobre la superficie del planeta los
reflejos de sus dos estrellas, hasta teñirlo, también a él, de
un rosa desmedido. Los
habitantes poseían un solo ojo y casi no lo abrían. Ostentaban párpados
gruesos, más una membrana interna y radial, que se cerraba hasta reducir
su abertura a un minúsculo punto céntrico. Así se defendían de la luz
apabullante, oponiéndole una ceguera estructural y necesaria. Esta
quinta posición planetaria, muy alejada de los soles, procuraba un clima
frío aunque fúlgido. La vegetación, abundante y monótona, tendía a
los verdes decaídos y era incapaz de generar la mínima sombra. Esta
circunstancia no ayudaba a los habitantes para plegar su párpado hermético.
Medían
el tiempo según un acontecimiento asombroso: durante cierto período los
dos soles parecían situarse sobre los extremos de una línea recta
paralela al horizonte, y mientras esto duraba los objetos exhibían un
celaje agrisado. Eso consistía como lo más parecido a una sombra. Por
este hecho medían sus años y regían sus cosechas, las hembras concebían
y se apareaban los animales. Tanto era el valor que daban a este encuentro
horizontal y periódico. Sus
nidos procuraban ser tibios, por contraposición con el clima, brillante y
frío. Cuando no tenían obligaciones les gustaba hacer música y recitar
poesías. Pero su solfeo era uniforme y su poesía semejaba un salmodio
monótono. Agradecían mucho los contrapuntos y los contraluces, y aunque
no sabían crearlos, los reconocían. Su música carecía de síncopas y
silencios, y su paleta de colores no conocía el negro, al que reemplazaba
por mezclas exquisitas de violetas y encarnados. Una
leyenda primordial los proclamaba descendientes de un huevo que al
dividirse para dar lugar a la especie había perdido una mitad, así, se
reconocían hijos de la luz y huérfanos de su gemelo, las sombras, por lo
que estaban sentenciados a perseguir eternamente el reencuentro. El
advenimiento de las sombras proyectadas por los objetos era esperado con
grandes fiestas y concursos. Realizaban diversas obras arquitectónicas
para aprovechar al máximo la perspectiva que les ofrecía esa posición
recostada de sus soles. Techumbres y alerones de formas variadas conseguían
multiplicar las escasas penumbras, hasta lograr oscuridad en un paisaje
con pocos matices. Aquel
pueblo, de nombre impronunciable para nuestras lenguas, poseía un idioma
con cinco vocales y cinco no vocales. Al escribirse, cada una se
diferenciaba de las otras por la representación esquemática de sus soles
y sus lunas, y al pronunciarse, por la posición de la lengua contra el
paladar. Estas gentes la poseían muy gruesa, terminada en un extremo
romo, y la manejaban con agilidad. Sus letras se escribían así: ò,
ó, õ, ō, ŏ, ơ, ớ, ố, ỗ, ộ. La
organización social se fundaba en ciertos hechos sólo aparentemente
simples. Los habitantes eran ovíparos. Las parejas ponían un huevo cada
tres temporadas y alternaban entre ellos el cuidado de su cría. Lo atendían
tiernamente hasta que eclosionaba, y luego, hasta que el vástago se
abastecía por sí mismo. La señal de adultez y pericia se probaba con la
edificación de la primera techumbre y la confección de las primeras
sombras. Algunas temporadas después se elegían las parejas y recomenzaba
el ciclo lejos del domicilio parental. Formaban colonias, y si
algún desastre natural mataba a uno de los progenitores, otros se
hacían cargo de cuidar su huevo y alimentar su vástago. Demasiado
ocupados con la reinvención de su música, su poesía, y el proyecto y
ejecución de su obra arquitectónica anual, tenían poco tiempo para la
agresividad. No eran una especie técnica, más bien se dedicaban a la
filosofía y a la creación estética. Cada uno acompañaba al objeto que
creaba con una larga exposición melódica en la que relataba su labor y
la consecución detallada de su logro. Estas obras musicales se incluían
más tarde como parte de una novela familiar que ensalzaba su linaje y su
procedencia. El relato pormenorizado también servía de historia y de
canción de cuna para sus crías, aunque esta no era la intención
primera. El
mayor problema de estos seres consistía en el logro del espacio que les
tocaba en la feria de cada año. Allí establecían sus habilidades, y
alguno, ocasionalmente, se alzaban con la fama y el reconocimiento de sus
congéneres. Esta circunstancia no dejaba de causarles dolores de cabeza,
su vanidad no tenía descanso. Procuraban mantener en secreto los
detalles: el material, la forma, y la rapidez de la construcción. Ni
siquiera sus parejas conocían los pormenores y no eran afectos a trabajar
en equipo. Ejercían la solidaridad pero declinaban las asociaciones. Lo
único que la comunidad conocía de cada proyecto era su ubicación
respecto de un monolito, un triángulo isósceles invertido, hundido en
tierra por el vértice opuesto a la base, y que cuando sus soles yacían
reunidos y recostados en el horizonte, proyectaba la penumbra de la base
en un sitio muy alejado. Esa medida, desde el vértice a la proyección de
la base, les servía de referente y unidad longitudinal y horaria.
Localizar su trabajo a menos de mil
(ōō)
no sólo era para los muy privilegiados sino
para los más viejos. Un aprendiz no debía pretender menos de diez mil (ōō).
La desventaja de situaciones tan alejadas
consistía en que para cuando los concurrentes a la muestra llegaban a
cierta distancia del triángulo, los soles comenzaban a recorrer sus órbitas
de separación, y los objetos volvían a su carencia existencial. Ya nada,
ni los artilugios más comprometidos de cada arquitecto, lograban obtener,
o producir, la mínima sombra. Y todo quedaba para el próximo período, a
merced de su inutilidad y avejentado por los vientos de la desilusión. Sin
embargo la feria anual ponía en movimiento múltiples acontecimientos
colaterales: la formación de parejas y el establecimiento de camaraderías
y rivalidades construidas durante la espera de los paseantes. Las
expectativas de esos días gloriosos reunía a los jóvenes en veladas de
música, canto y poesía: ¿Quién
llega?, ¿cuántos han visto tu trabajo?, ¿nos alcanzará el tiempo para
que se valore nuestro ingenio? Los
más cercanos al triángulo, también los más añosos, aprovechaban el
reconocimiento de sus coterráneos de modos utilitario. No eludían las
insinuaciones acerca de las virtudes de la última cría, las pesquisas
sobre los nuevos materiales, las críticas disimuladas considerando el
poco resultado en relación con la cercanía del triángulo. La envidia
aumentaba con las posibilidades. En
uno de los tantos períodos, en nada diferente a los otros,
uno de los aspirantes, quizá empujado por la curiosidad y la falta de
experiencia, usó para su obra dos materiales sumamente novedosos,
conseguidos a fuerza de exploraciones y reniegos por zonas distantes. Uno
de ellos semejaba nuestras maderas de ébano, el otro, una piedra
desconocida, quizá turmalina. Por cierto, en ese planeta, ni
uno ni otro eran tan negros como los conocemos en la Tierra. La composición
molecular de los objetos, con seguridad químicamente idéntica, no
resultaba la misma a la luz de sus soles. El ébano tomaba matices purpúreos
y la turmalina sostenía un carmín profundo, casi amoratado. Sin embargo
este aprendiz intuyó como conseguir de ambos sus reflejos más oscuros,
un verdadero descubrimiento, un golpe de suerte y de ingenio. Pulió
varias vigas hasta arrancarles brillo y las patinó con su último
invento, un barniz semejante al grafito. Así obtuvo un gris intenso,
ineludible. Edificó con ellas el soporte de un pabellón circular
que techó con cortes de piedra encimadas, una sobre otra, hasta completar
un cono. La habitación, sin más abertura que una estrecha grieta, obtuvo
con su forma sencilla un interior lóbrego. La sorpresa de sus compañeros
agrandó el placer de su conquista. No evitó que la noticia corriera por
su colonia, y aún por las ajenas. Se sentía un inventor de fuste, un
creador en el sentido más acabado de la palabra. Comenzó a considerar
que el triunfo en la feria sería una victoria menor, la verdadera
ganancia era ese interior nebuloso donde podía instalarse a su antojo y
abrir el párpado radiado hasta su circunferencia máxima. Se asentó para
mirar desde dentro la luz recortada del exterior que parecía permanecer
afuera con humildad. Y aguardó. En el estómago sentía hormigueos
desbocados: las sombras eras sus aliadas, casi sus víctimas, las sometía
a su antojo. Su placer era erótico. No
le importó esperar a los visitantes. Le importaba imaginar donde iba a
edificar su próxima construcción, un imperio ignoto de misteriosas
penumbras y opacidades secretas. Con este ánimo comenzó a componer su
epopeya: como había conseguido sus piedras oscuras y sus maderas
charoladas. Su poesía, nacida en el hueco de su notable creación, poseía
versos novedosos. Su lengua traqueteaba en el interior de su boca
pronunciando palabras inéditas, su canto poseía vibraciones nuevas y
solemnes, parecía que la consecución de su espacio negro lo dotaba con
inspiraciones dramáticas. Y el principiante le cantó a su esfuerzo y al
vacío existencial, a la carencia de sombras y a
las sombras dominadas, a la pérdida de su mitad germinal, y a su
hallazgo, que paradójicamente se le hizo íntimo y penoso. No
tardó en conocerse el acontecimiento. La
noticia voló de rincón en rincón. El acontecimiento fundó una revolución.
La creación del aprendiz era una revuelta ética y estética, nada
retornaría a ser como había
sido. El color negro ya no sería una mezcla exquisita de púrpuras y
escarlatas. Debían encontrarse sustancias nuevas para componerlo, para
darle cuerpo, como el creador de la oscuridad lo había hecho con las
sombras y con el dramatismo de sus letras. Cuando
culminó el tiempo de la exhibición y los dos soles volvieron a recorrer
las órbitas habituales de sus llamaradas, el refugio cilíndrico de techo
cónico quedó en pie. Nadie se atrevió a desarmarlo y se convirtió en
el sitio obligado de encuentros, investigaciones, y proyecto para
simposios y congresos. No faltaron las alabanzas y sobraron las críticas.
A esto debieron sumarse las composiciones musicales y la creación de dos
letras distintivas, la primera significaba la división del tiempo en un
antes y un después, y la otra, el hallazgo de la mitad perdida y
recuperada, (ф, ө). Estas
dos letras, de creación medular, enriquecieron con sonidos graves y
nasales un idioma hasta ese momento parecido a un tableteo lingual, o a un
repiqueteo autoritario entre dental y palatino. El
principiante fue colocado en la mira de los ancianos. Algunos le
expresaron su admiración, otros, su audacia. Otros más, criticaron esa
osadía para concebir la falta, y lo tildaron de extremista, violento y
cismático. Aunque las opiniones conmovían la sensibilidad del aspirante,
prosiguió con el proyecto de edificar su próxima obra. Su
logro inicial fue apenas el preámbulo de una vida señalada por las
diferencias. Empeñado en la edificación de su quiosco paradigmático,
desatendió las sugerencias de sus padres y no tomó la pareja indicada
por las costumbres. Se alejó para retornar a sus exploraciones, y
persiguiendo el rastro de yacimientos de turmalina y bosques de ébano, se
distanció de los sitios habituales hasta anteponer su búsqueda a su
vida. Terminó aislado. Para
la feria siguiente construyó un templete, bastante más complicado que el
cono de la temporada anterior. El domo cónico se apoyaba sobre paredes
perfectamente balanceadas y lo rodeaba un atrio ancho, con columnas
delgadas, lo que agregaba una media sombra circular. El novel arquitecto
comenzaba a jugar con el objeto de su pasión. Una puerta giratoria de
cuatro hojas obturaba la que había sido antigua grieta, permitiendo que
una mota de luz entrara alternativamente, a su voluntad, en el interior. Pero
la belleza y la perfección no fueron gratuitas. El joven, agotado por el
esfuerzo, adquirió un carácter irritable, destemplado, y con tendencia
al insomnio. Las dilatadas horas de búsqueda y experimentación dejaron
huellas en su temperamento. El premio que significó la admiración de sus
coterráneos acabó por resultarle vago e innecesario. La soledad a que
aludía la mitología se hizo carne dolorida en su nostalgia. Ambos
padres, a pesar de poseer una prole numerosa, tenían hacia él una
inclinación especial. Consideraban su aislamiento como el estigma oculto
de la especie, y veían en su búsqueda la herencia de una raza cegada por
los brillos excesivos. Pensaban que su hijo, el arquitecto revolucionario,
era el exponente de su época, que actuaba de un modo valiente pero
temerario, con inclinación innecesaria a vulnerar normas ancestrales. Se
preocupaban por él. Los
ancianos, que sentían peligrar su lugar cercano al triángulo, lo tomaron
por comidilla de sus lenguas. Temor superfluo, ya que el joven creador había
encontrado el modo de suplir esa vecindad. Él generaba su propia sombra.
Y ese descubrimiento lapidario fue su desastre. Su
soltería fue el centro de las injurias más extravagantes y su obra
resultó el cogollo de impúdicas sospechas. ¿Qué
hacía en tanto tiempo “dedicado a la búsqueda”? ¿Qué
hacía cuando se alojaba en su “creación”, a cantarle recitados
plagados de letras insólitas? Mal bicho resultaban él y sus
innovaciones. Y peor alimaña sería lo que no se veía, lo que se
sospechaba. Fue tal el alboroto, aumentado por la prodigalidad de sus
innovaciones, que terminó censurado. Y para el arquitecto, su obra terminó
siendo la sepultura de su fama y de su honra. El
tercer año sumó a sus ya notables aportes otras contribuciones. La
primera fue la mezcla de hollín con gelatina de huesos, hasta obtener un
producto semilíquido con que teñía diferentes maderas, más fáciles de
obtener y trabajar que las de ébano. El
segundo invento fue la cocción del barro de su propia tierra en panes
rectangulares, lo que daba lugar a piedras de buena consistencia y
perfectamente manejables. Tanto
la tinta negra como los ladrillos implicaban un despliegue técnico
extraordinario. Fuego, hornos, trabajos en equipo, en fin, cada vez se
acentuaban las diferencias, los esfuerzos, las alianzas y compañerismos.
Los logros. Dos espléndidos recintos concéntricos, rodeados de galerías
amplias, con techos de pizarras y puertas giratorias que se cerraban
apenas la entrada era traspasada por un invitado. Y en el interior, el
colmo, para iluminar semejante negrura, ardían dos lámparas alimentadas
con aceites aromáticos y solemnes. No sólo se lograron las sombras, lograron la independencia de
las medidas. Ya no interesaban a cuantos miles de (ōō)
se situaba la creación. Existía más allá
de cualquier distancia, emancipada del tiempo. Su autonomía planetaria
quebró la paciencia de los más tolerantes. Aquel
pueblo, de humor pacífico, vio caer sus mitos. Uno sólo de ellos, un
jovenzuelo impertinente, había cuestionado su forma de vida, sus
tradiciones más arraigadas, su existencia planetaria. Llegado
a este punto, aquellas gentes, no fueron diferentes al resto del universo.
Reaccionaron con virulencia porque se sintieron atacados. Y censuraron. Si
al principio habían criticado, o temido, acabaron castigando y
prohibiendo. Prohibieron las construcciones concéntricas, cónicas y
circulares. Prohibieron los barnices enlutados, las maderas oscuras, las
puertas giratorias, los ladrillos y la turmalina. Prohibieron las letras
novedosas (фө),
y concluyeron exilando al arquitecto prodigioso, al superador de su
epopeya mítica, al que encontró lo que buscaban. Nadie
le avisó que los juegos periódicos alrededor del monolito eran las
complejas redes de sus intentos, su límite y su reaseguro. Nadie le avisó que la falta debía permanecer vacía. No lo sabían. |