Eclipse en el papel
Marta Iris Díaz Gioffrè

Mariela era una jovencita larguirucha de sonrisa retenida y cabellos mustios. Erraba por la casa como un bote sin timonel, a merced de mareas anónimas. Ni la mirada cariñosa del padre, ni la evasión frecuente de la madre, o aún la música estruendosa de sus hermanos, captaban su interés. No se oponía a nada, encallaba casualmente en algún libro del colegio,  o en algún encargo de su madre, y seguía, con la misma sonrisa que dejaba puesta, a la manera de esos carteles que se encuentran en la puerta de los negocios cuando el dueño no está y quiere avisar su ausencia.

Mariela intentaba su sonrisa y el resto de ella desmentía el intento. Su figura, levemente torcida, su mirada sin objeto, la boca semiabierta de palabras perdidas, como de hablar para oídos sin tímpanos. 

Su padre, que sentía una debilidad opresiva por esta hija, había probado regalarle un cachorrito. Se lo había puesto en los brazos y la animó a darle un nombre. Mariela quiso entregarle una sonrisa consonante pero sus labios no se extendieron. Era incapaz de sentir el mínimo cariño por esa bola pedigüeña, tan débil, tan dependiente. Y el hombre cargó desde ese momento con un perro al que su mujer odiaba, sus hijos varones descuidaron, y Mariela trataba como a un marciano familiar, que la olisqueaba si comía algo dulce, y prescindía de ella por imposible, ni una miserable rascada de panza podía esperar de la niña.

No era buena alumna pero tampoco ocasionaba problemas en el colegio, cumplía con lo justo y pasaba desapercibida. Si las maestras no verificaban la lista se olvidaban de ella, en realidad se olvidaban de ella aunque pasaran lista, y era mutuo. El mundo era para Mariela una ocasión prescindible, colgaba su sonrisa de irse y se marchaba a esa otra posibilidad de no existir, porque tampoco las fantasías eran su fuerte ni su estilo.

Un día el padre apareció con una máquina para sacar fotos instantáneas, uno más de los muchos regalos con que trataba de capturar a su hija. Mariela vio salir de la máquina al mundo y se extasió con las fotos de sus hermanos, de su madre, de su perro. Se quedaba con los cuadrados coloridos en las palmas de sus manos, viéndolos, o se tendía en un sillón,  acurrucada, sonriéndoles.

Como a otras cosas, a esta también le llegó en la casa el momento del abandono. Los hermanos perdieron el entusiasmo, y el artefacto terminó perdido para el mundo. Ese fue el momento en que Mariela, heroína de una novela de instantes, se atrevió a poner el ojo en el sitio correcto, y avizoró un universo encuadrado que se deslizaba con sus movimientos. Durante un tiempo tuvo a la casa por horizonte y la recorrió, el ojo en la lente, viendo todo en cuadritos pequeños, no quedó ángulo sin ver ni esquina sin investigar. Otra vez, más por casualidad que por empeño, apretó el disparador, y de la máquina emergió una realidad plagiada pero crucial. Nació para Mariela una certeza de papel, tan asible como eran inexplicables el mundo, sus fantasías, y esos cuadrados que miraba a través de la lente. Aleteó, parecía una mariposa escandalizada, y se posó varias veces en la tecla novedosa. La máquina arrojaba imágenes confusas, decididas pero inciertas, y Mariela jugaba con las fotos como jugaría con cartas de valor desconocido. Se sentía dueña.

El padre previno el cambio de su hija como un observador atento advertiría en el hervor de un mar sereno la tormenta equívoca. Las aguas se movías: ¿qué podía esperarse de esa vibración? Tontamente quiso enseñarle a manejar la máquina, sólo retraso el descubrimiento, porque la ignorancia no era el problema de Mariela. Por fin convino en abandonar su esperanza, la chica le colgó su mejor sonrisa de ya vuelvo y se retiró hasta que al hombre se le terminaron las ganas de verla portarse de un modo normal.

Una semana más tarde reinició sus volteretas pueriles, donde la máquina fotografiaba facetas de la realidad, con voluntad propia y algo desencajada. Y Mariela se encontró con cada ángulo, con cada esquina, y rearmó en icosaedros asombrosos una existencia mágica.

El padre se encargaba de que la máquina tuviera siempre rollos, ella se ocupaba de construir su universo, multiplicación infinita de cuadrados desenfocados.

Al tiempo la casa se halló invadida de instantáneas sin importancia que aparecían por los rincones menos apropiados: debajo de los almohadones, entre los libros, en el botiquín del baño y resistían, tercas, cualquier imposición de orden. Se escapaban de los cajones, de las cajas forradas por la madre, de los álbumes que el padre compraba concienzudamente. Si antes Mariela no se encontraba en el mundo, y su vida no se hallaba donde se halla todo, ahora las instantáneas rebasaban la vida familiar y se imponían.

Una tarde de domingo llegó de visita una tía vieja que había quedado viuda, el carácter algo avinagrado y muy de decir lo que pensaba. No habían pasado dos horas de clima pesado de luto impuesto cuando la mujer denunció los cuadraditos invasores. Uno de los hermanos de Mariela, con voz socarrona ubicó las coordenadas del desastre: «es que Mariela saca  instantánea todo el tiempo, vive en un mundo de papel»

Esa noche Mariela sintió una necesidad insistente, deseaba escribir, y sabía muy bien lo que quería anotar. Necesitaba descargarse de una urgencia que la afligía. Buscó entre los cuadernos del colegio y eligió uno casi sin uso. No sabía buscar otro confesionario que las hojas blancas, lo forró con un papel de maripositas y se escondió en su habitación para esperar. La máquina de instantáneas a su costado, como un gato negro y tieso, le hacía compañía. El cuaderno abierto la miraba expectante, por fin escribió:

«15 de abril: Hoy, quizá porque hay visitas, no quiso hablarme».

Una semana después Mariela volvió a insistir su necesidad.

«23 de abril: Apenas me nombra y sólo si tiene un buen día me indica con su voz de grillo, -aquí, allá, no te muevas, despacio».

«27de abril: Creo que está enojada, no sé qué hice mal».

«30 de abril: Parece que hubiera recuperado la voz. Otra vez  conversamos. La besé tantas veces que tengo miedo a que se enoje y vuelva con su silencio. Qué dulces son sus mimos, cric-cric-crac, parece una niñita pretenciosa, ahora quiere dormir lejos de mi cama, pero yo la necesito cerca, abrazada. No entiende cuánto la preciso. Su carácter es demasiado independiente. En cambio yo adoro sus caprichos, ayer se antojó con un rincón y estuvo de un lado para otro fotografiando pelusas, creo que buscaba una arañita vista al pasar que no quiso saludarla. Hurgué cientos de fotografías buscando en cuál habría quedado la imagen de la vanidosa y armé un álbum con las fotos de la arañita presumida. Si ella calla me siento morir».

«5 de mayo: He recorrido todos los cajones. Tomé conciencia de la gran variedad de arañitas que existen. Compuse un cuaderno nuevo y las clasifiqué por el tamaño de su abdomen. Mañana saldré a la búsqueda de la desaparecida, mi amiga no quedará penando su amor».

«15 de mayo: Me siento agotada, a pesar de mis esfuerzos mi amiga pierde día a día las fuerzas».

«20 de mayo: He compuesto un dodecaedro que hago rodar frente a ella, inútilmente: el mutismo invade nuestra relación.  Comprendo que su deseo supera mis posibilidades.  Nada de lo que hago satisface su afán. Agoniza. Nunca su negro fue más turbio y sus aristas menos ásperas. Qué impotencia la de mis ojos que no descubren su objeto. Flor que me brindó sus secretos, me hundiré en su pausa y seré su eterna compañía».

El padre de Mariela notó el desgano paulatino de su hija, nada nuevo sucedía en la casa, el crecimiento de sus hijos, las quejas rituales de su esposa, el desenvolvimiento de una familia con las incomprensiones lógicas, los desacuerdos comunes, alguna pelea más o menos ruidosa. Nada justificaba su evaporación, pero Mariela se hundía, sin remedio, en una ciénaga de silencio e indeferencia. No daba ni pedía respuestas. El hombre no dejó médico sin consultar ni brujo por obedecer. Un día, al volver del trabajo, la encontró en la cama, abrazada a su máquina y rodeada de mil fotografías masticadas, de la boca exánime le colgaba un hilo de saliva de colores. El hombre la abrazó desesperado y aulló:

– Mariela, ¿por qué?

– Papito, no te equivoques, por fin soy parte de su vida.

Esa realidad de papel, onírica y bidimensional, la asiló totalmente, por fin su eclipse existencial había encontrado un lugar vacante en la inercia del objeto.

Marta Iris Díaz Gioffrè

Ni siquiera molinos de viento
Ediciones Tu Llave,Buenos Aires,2006.

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