El puma blanco

Cuento de Antonio Di Benedetto

Buscamos un puma blanco. Polanco lo precisa vivo, para hacer cruza. Llevamos red, lazo y narcótico. Pero todos cargan revólver o pistola, como precaución. La única arma larga es mía. Soy el tirador, el contratado. No soy cazador; no me gusta matar animales. Sólo tiro a la paloma, por ejercitarme en blanco móvil.

 

—Todo esto es una estancia —indica el hombre con el ademán, trazando un medio circulo con el brazo—; pero más allá...

—¿Más allá?. . .

—Están las minas, usted sabe; pero muy adentro en la cordillera.

Pienso que él también debiera ser un contratado, para guiarnos. Polanco no quiere; ya lo previno. Teme que nos salga un supersticioso.

El puestero observa nuestras armas y deduce, sin duda, que no somos cazadores;

—Si se puede saber qué andan buscando...

—Sí —dice Polanco—; un puma.

—¿Puma?... Pocos quedan. Los matamos. Si no hay caso, los corremos.

—Pero vuelven.

—¡Pucha si vuelven!...

—¿Usted sabe, usted ha visto —averigua con cautela— uno que sea blanco?

—¿Blanco? —y ríe.

Creo que se ríe de nosotros.

 

La firmeza de Polanco viene de su ciencia.

Alrededor del fuego comemos la mitad del corderito que nos vendió el puestero.

Yo oigo hablar, pero contemplo los retazos obstinados de luz que se prenden de lo alto de los cerros. Es la hora azul del monte y de las nubes, y al llano, en torno y por encima de nosotros, desciende ese color.

Polanco tiene los datos de gente del sur que decidieron la marcha. Y algo más: la certeza de que puede existir un puma blanco.

—Hay pantera negra. ¿Por qué no puede haber puma blanco?

Parece estar discutiendo al puestero que dejamos atrás en la mañana.

—No son degeneraciones de la especie, son mutaciones, por combinación de genes. No influyen ni el clima ni el ambiente. Sus amigos entienden más que yo y con seguridad saben perfectamente qué son los genes. Yo lo supe, creo; pero lo he olvidado. Me incomoda preguntar.

¿Por qué lo siguen, Iribarne y Giménez? No es por la ciencia, se ve. Estas cosas, por lo menos, las aprenden ahora, como yo. de lo que habla Polanco.

—Hay un antecedente. Uno solo, pero hay. Mendocino también. Veinticinco años atrás. De otros animales, de zorros, por ejemplo, se sabe de muchos casos, tal vez porque son más numerosos y, como viven cerca del hombre, el hombre descubre los albinos fijados como especie.

Yo atiendo, mas no dejo de observar otro prodigio blanco, que está más cerca de nosotros y se multiplica hasta donde la cercana noche permite verlo: la flor del cacto, que aquí y allá, a esta hora, cierra sus pétalos como nosotros juntamos la punta de los dedos.

—Claro que no son propiamente blancos, sino albinos. Se les dice blancos y después de todo, en un sentido vulgar, está bien. En el museo Darwin, de Moscú, hay un especialista en albinismo.

—¿No hay otros?

—Sí, debe haber, supongo. Ese que digo trabaja mucho en lobos. Pero escuchen esto —y lo posee el entusiasmo—: tiene un zorro albino y ese ejemplar salió de Mendoza. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En que forma fue llevado tan lejos? —se anticipa a las preguntas—. No lo sé. Pero el catálogo del museo del Darwin, dice Mendoza, Argentina.

¿Se dan cuenta? —pregunta y es feliz.

Cabalgamos sin entrarle a la montaña.

De piedra y techo de chapa encontramos construido un rancho.

—¿El puma blanco?. ..

No dice “un” puma blanco y todos advertimos el sentido del cambio del artículo. Polanco resplandece, pero no para enrostrarnos su victoria.

—Supo andar, más al verano. Lo ahuyentaron los perros. Es receloso y tímido ese bicho. De noche anda.. .

Polanco se agita de entusiasmo y quiere explicarnos, cortándole al anciano:

—Le molesta la luz, tiene las pestañas blancas y no lo protegen.

El anciano lo mira, extrañado de los conocimientos del recién llegado, y prosigue:

—.. .sin compañera andaba y era época...

Polanco atropella otra vez y lo justifico, porque está en lo suyo y no puede contenerse:

—El mismo se siente inferior a los demás. Seguro que los otros pumas le desconfían a distancia. De cerca, oliéndolo, tal vez sería distinto. Podría hacer pareja o bien los machos lo matarían. Las dos cosas son posibles.

—Un condenado, el pobre diablo —asiente el viejo—. No se puede ser diferente. Entre los hombres pasa lo mismo.

Y para dónde habrá tomado?  —requiere la ansiedad de Polanco.

—Al sur, seguro, segurito, señor.

—¿Iba herido?

—No, mi amigo. ¿Quién lo iba a herir? Yo no. Cosa linda un bicho así. No hay que destruir las cosas lindas.

Más que todo lo que he oído, me asombra esa defensa encariñada de lo bello. Yo creía que un hombre de esta clase, a quien tanto debe costarle vivir, defendería más bien lo útil. Y no es así. Me alegro de que lo mío no fuera más que un viejo error.

 

—Al sur, nos dijo el viejo. Al sur, ¿hasta dónde?

Cada veinte, cada treinta kilómetros hallamos otro puesto. En cada uno de ellos el hombre, el que toma la palabra por toda la familia, al dirigirse a Polanco lo llama señor. Este pastor de cabras también. A nosotros nos dice don.    

El rancho estaba vacío y lo mismo el corral. Lo buscamos, por tres rumbos. Lo encontró Giménez y a las voces nos convocó a los otros.

Tiene el bigote espeso, en punta, duro, como duro debe ser él mismo. La cara muy oscura y muy curtida: sol y aire fuerte de la montaña; luego, la nieve, meses y meses.

Sacrifica un cabrito. Yo sé que después Polanco se lo pagará, si el hombre acepta.

—El puma .... No me hable.

Para él todos los pumas son uno solo, ya lo denuncia con las primeras palabras.

—Cuidábamos la mina. Poco había que cuidar: estaba abandonada. Teníamos una casucha de manera, buena en el invierno. Yo bajé a Malargüe. La Elena quedó sola, con los chicos, que eran dos. La nieve me cerró el camino, catorce días. Pero con la madre de éste —y señala un caballito viejo- me le atreví al final. La puerta estaba abierta. Alrededor de la casucha, frente a la puerta, frente a las ventanas, andaban tirados los tizones largos de tablas a medio quemar. Adentro vi de dónde habían salido: de la divisoria. Mi mujer los había arrancado para tirárselos al puma.

 —¿El puma blanco?   

—No, otro. Pero es lo mismo. Sigo?. . . —inquiere el hombre, como temiendo fatigar.

—Por favor —responde Polanco, invitándolo a seguir, y yo y el criollo percibimos esa fineza-

—La fiera bloqueó la casa, seis días. Se tiraba contra la puerta. Mi mujer atajaba cada ataque con una tabla ardiendo. Las arrancaba del tabique, como les digo. Se le iban acabando. Juntó las últimas y ahuyentó al puma tirándoselas sin parar rato. Sacó a los chicos y corrió a la mina. Yo la encontré en una galería. Estaba sin conciencia. El hijo más chico había muerto de hambre.

Todos callan.

Después Iribarne pregunta, con discreción:

—¿Su mujer?.. . En el puesto no la vimos.

—Se me fue también. Un parto. Quería que reemplazáramos al finadito.

—¿Y el otro hijo?

—Ya tiene catorce años. Está en la mina —y señala a la profundidad de la quebrada que vemos a la izquierda, donde corre el río en medio de un gran silencio—. Maneja el pico y se hace hombre. Yo lo espero acá.

Meses, supongo. Años de espera y soledad, calculo luego.

 

Los rastros se anudan, de puesto en puesto.

—¿Y cuándo fue eso?

—No más de medio año.

—¿Lo vio usted mismo?

—No. Mis muchachos sí.

He venido notando que para nadie, en toda esta región, el puma blanco es una criatura irreal, que a ninguno intimida con supuestos de que sea un mal presagio.

Todavía, acá en este rancho de chorizo, avanzo en mis observaciones sobre este aspecto.

—Si le es lo mismo, señor, sabría decirle de choiques blancos.

—¿Quién los tiene? —se pone alerta la pasión profesional de Polanco.

—Tenerlos, no los tiene nadie... Andan salvajes. Yo los vi.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Viniendo de Lonco Vaca, no hace mucho.

Advierto que Polanco consulta mentalmente la geografía; pero, con amargura visible, renuncia. Nos apartaría mucho de nuestro plan, mejor dicho, de su plan.

Y el hombre, desentendido ya de los avestruces, sigue comentando, con un tono de voz ajeno a cualquier apuro:

—Supe tener conejos blancos...

Pienso ir a manear mi caballo, «pie se está alejando demasiado. Lo que ahora menciona el puestero no tiene importancia: conejos blancos. ¿Quién no ha visto un conejo blanco?

Sin embargo, otra vehemencia apenas contenida de Polanco me retiene:

—¿Cómo sabe que eran blancos?

El hombre lo mira extrañado, como si Polanco lo hubiera arañado con la pregunta.

—¿Por el pelo? —escarba Polanco.

—No, señor —responde con mucho aplomo el criollo—. Por los ojos.

—A ver, a ver —incita Polanco, seguro que el otro sabrá responder—, ¿qué tenían los ojos? Diga.

—Eran colorados, señor.

—¡Justamente! —exclama Polanco y le tiende la mano para estrechársela con vivísima satisfacción, como si hubiera encontrado a un colega.

Más tarde, cuando estamos solos, nos explica:

—¡Admirable observación! Ese hombre tiene de esto -dice y se golpea la frente—. Él descubrió que hay conejos blancos comunes y hay conejos albinos y que la diferencia se nota en los ojos. El globo aparece rojo porque la pupila es incolora y deja al descubierto las venas.

Y trata de internarnos en una información ya más difícil de seguir:

—No hay diferenciación de pupila; en algunos casos, la niña del ojo...

 

El admisible colega de Polanco es el último ser humano que nos habla.

Para equilibrar la creciente merma de los víveres, en su rancho sólo pueden ofrecernos un costillar salado de chivato.

—Cazaremos —dice Polanco, y suponemos que es posible, aunque azaroso.

Cuando tengo al alcance una y otra procesión de martinetas, que puedo matar con municiones, Polanco me detiene:

—Todavía podemos esperar.

Recela de que el estampido ahuyente al puma, si es que está por estos campos huecos, sonoros y retumbantes al menor estímulo, porque el ruido golpea la montaña.

Hacemos dos días hostigados por el vaho de la tierra insolada ferozmente.

Recibo el crepúsculo como una purificación.

Descubro un movimiento rastrero. Vuelvo de un tirón la cabalgadura y me echo al suelo. Con las manos, aunque me cuesta algunos tropezones y caídas, capturo un piche.

Lo muestro como anuncio de la cena y lo cuelgo de la montura, en un saco de piola. El animal se ensucia de miedo y me lo arruina.

Aún hay luz para ver, sin confundirse, que en la lomada vecina trota una muía con dos niños a horcajadas sobre ella.

Les grito, los llamo; pero no me oyen y desaparecen.

—¿Qué vio? —quieren saber mis compañeros.

Les cuento y suponen, como yo, que siguiéndolos daremos con un puesto y con su gente.

Ganamos la cuesta de los cerros. Pero el monte es una cosa que se sube por una huella, o haciéndola, y luego tiene adelante otro más alto y no hay bajada. Se encadena un cerro con el otro y, mientras la subimos, la montaña crece.

Cuando la noche amenaza cerrar del todo, hacemos alto.

Ellos, los otros tres, se ponen de acuerdo en regresar. Yo apenas los atiendo. Vengo sintiendo un penetrante olor de huevo que me provoca un hundimiento del estómago y un mareo de hambre.

Dejo el caballo y. mientras los otros tratan de retenerme con un vocerío que no importa, desciendo la ladera, apoyándome en las manos, que por suerte tocan matas de hierba blanda y fresca.

No desvarío. Percibo el olor del huevo huevo y no quiero llevar a los demás por otra ruta si no compruebo yo mismo que conviene. No dudo de que alguien, muy cercano, está preparando una comida.

/////////////77

No veo fuego, ni luz; pero el declive va desapareciendo. Mis botas pisan algo que, no puedo afirmarlo todavía, parece barro, y ya salir de la aridez sería mejorar.

Camino y camino y no hay barrancas, no hay quiscos, ni me caigo de espaldas resbalando.

Tanteo el suelo y en ese momento comienza a darme ayuda la claridad lunar. Toco agua fresca que corre.

Los llamo, ansioso por reunirme con ellos aquí, cerca del manantial o lo que sea.

Combadas haciendo un cuenco para el agua, me llevo las manos a la boca y entonces huelo en ellas aquel olor de huevo. ¿Que he tocado para que quedaran impregnadas de este modo? Siento todavía marcado el tirón de algunas matas, cuando bajaba agarrándome de ellas. Sospecho: hay por acá alguna planta de ese olor y yo creía...

Entonces vuelco el hambre en el sacrificio del quirquincho y me imagino la carne grasienta, en cruz cortada, asándose en su propia cáscara.

 

El sol nos enseña el milagro del agua.

Estamos en una hondonada, humedecida por un agua que se escapa entre las piedras más arriba y se pierde quién sabe dónde, sorbida por la árida planicie.

Pero basta: la masa vegetal se adema, fresca y florecida. A mi costado el amarillo mulle la ladera. El berro se aprovecha de cualquier mansedumbre de la corriente.

He dormido acurrucado por el frío nocturno y despierto los brazos con grandes movimientos de perezoso. Los abro, como si recibiera el día; vuelco atrás la cabeza para conquistar más visión del cielo...

Dos aves, altísimo, planean brevemente y se arremansan en una quietud inconcebible.

Las señalo y averiguo de Polanco:

—¿Jotes?.. . ¿Caranchos?. . .

—Cóndores.

¡Cóndores!.. . Y me extasío contemplando su modo ingrávido de apoyar las alas en el aire.

Mate cocido. La galleta entra en el jarro y la pulpa blanca sale impregnada de verde oscuro.

Iribarne y Giménez han salido antes, a explorar. Me dejaron dormir más que ellos. ¿Por qué? ¿Creen, tal vez, que anoche vo flaqueaba?

Mi caballo encuentra su comida sin dificultad.

Averiguo el secreto del amarillo trepador. El ilusiona con su olor de cocina. Las flores también poseen algo del huevo, el color de la yema.

Más abajo están las espesuras blancas y violáceas. Puedo descifrar sus detalles. Por la ramita trepan unas miniaturas verdes; arriba un ramillete de seis o siete florecitas blancas, modestas; pero agrupadas tienen presencia y parecen una sola de armoniosa constitución. Otras organizan su blanco en cúpula, resguardando, quizás, el punto amarillo que oscila al medio, mientras el verde asciende y se entrevera con la flor. Algunas se puede creer que nacen de un palito seco, del palito una espiga y en la cumbre cinco pétalos limpiamente blancos. Cinco hojitas violadas, circundando dos estambres, forman el pequeño ramo que emerge entre hojas de un verde terso, abiertas como tres dedos, con algo de antiguo y de noble que parece heráldico. Y de la negrura de este otro enjambre de ramas ásperas salen hojas lanceoladas, de un verde firme, sólido, que se aparean como enamoradas. 

El liquen, como una delgada capa de bosta seca de animal, cubre las piedras, y sus costras se levantan. Con el dedo las ayudo a despegarse de su adhesión a la materia inerte, y estoy en esto cuando suena un tiro. Dos.     

-Liebres -dice Polanco y se agita, contrariado por el ruido.

Pero yo percibo un espacio cargado de espera y de peligro. Y al momento me sacuden otros tres disparos, rabiosos, apenas distinguido cada cual del otro.

 

Cabalgamos a encontrarlos. No están lejos.

Absortos —tal vez fascinados— observamos en el suelo, revolcado, sucio de tierra y de sangre, el puma blanco.

Iribarne fue atacado y conserva el espanto: tiembla. Giménez lo conforta y trata de animarlo.

Mientras Iribarne bebe alcohol, convenimos con miradas cómo haremos para que no lo vea. Hacemos montar a nuestro compañero empavorecido; Giménez sube atrás, en el mismo animal, toma las riendas y parte al trote hacia el campamento.

Los sigo y los paso, aunque llevo también el caballo que sobra. Vuelvo con el de carga, que había quedado en el matorral.

Polanco recibe con avidez el botiquín. Empapa algodones con un líquido y tapona las heridas del animal sacrificado.

Me participa:

—Impido que se repita la hemorragia. No puedo permitir que la piel siga manchándose de sangre.   

Hemos previsto el recelo arisco del animal de carga y enfardamos el puma con la red. Pero el caballo huele y, al acercarnos, patea.

Maneamos los tres caballos. Ninguno nos servirá, por el momento.

Polanco precisa que transportemos el puma adonde el sol no apresure la descomposición. Lo llevamos con nuestras propias fuerzas.

Desistimos de la red: corta nuestros dedos. Precisamos un palo largo y resistente, para atar el, puma de las patas, lomo abajo. Pero aquí y en todo lo que anduvimos últimamente no crecen árboles, sólo arbustos, pasto y yuyo.

La carga es exigente, porque pesa demasiado y tiene una blandura, tan felina todavía, que se escapa de los brazos.

De pronto, algo me salpica. ¡El animal vomita! Se me revuelve el asco con un súbito temor, que pronto pasa.

Lo he largado al suelo y Polanco revisa la parte de piel que sufrió el golpe. En su mirada veo que me reprocha el nuevo deterioro. Procuro disculparme y él trata de que yo entienda que lo que hizo el puma muerto es natural.

—...produce vómitos el movimiento espontáneo del intestino. Olvidé atarle la boca.

Corta en tiras un pañuelo, las anuda y ciñe las mandíbulas sin vida.

En los descansos encuentro pormenores. Las pestañas claras, amarillentas, me lo pintan, no sé porqué, miope e inseguro en la vastedad del campo, ralo de presas, para su hambre. 

Ahora paramos cada quince o veinte metros. Yo miro con alguna ansiedad la cuchilla que esconde el paraje del manantial. Deseo que aparezca Giménez ofreciendo reemplazarme. Polanco no dice nada. Resuella y suda, pero no cede en su pasión. Si yo lo abandonara, estoy seguro, a nadie pediría ayuda: seguiría él solo, arrastrándolo a tirones  sobre una manta que preservara al puma de otras llagas.

Me equivoco. Cuando llegamos me echo al suelo, cansado como un perro que ha trotado al sol por el desierto, y Polanco en vez de seguir solo me ruega un nuevo esfuerzo, hasta donde corre el curso que forma el manantial.

Allí, en vez de reponerse, como trato de hacer yo, lava con el agua clara la pelambre hermosa que quiere despojar de polvo y sangre.

Y en cuanto ha terminado, me pide con urgencia hojas y tallos de plantas aromáticas,

Pregunto si le viene bien la menta. Como dice que sí, le traigo toda la que encuentro. Él hace un lecho para el puma y, luego de acostarlo con mi apoyo, empieza a cubrirlo, asimismo con menta. Pero se le acaba y quiere más.

—No hay, no veo —le digo.

—Ortiga, traiga ortiga. Sirve lo mismo para darle ambiente fresco y evitar que se corrompa.

¡Ortiga! Obedezco, porque soy el contratado y hasta ahora, ciertamente, no he servido de mucho en todo el viaje.

Hambrientos y mustios, en la noche nos consolamos con el fuego. Me duelen los músculos de tal modo que en la tarde pude sostener con firmeza la escopeta.

Los caballos bebieron desconfiando y hubo que llevarlos bien lejos del refugio, porque intranquilos no descansan y mañana y pasado, tendrán que galopar hasta salvarnos.

Pienso que si Polanco pretende regresar con el puma lo abandonaré. Sospecho que los otros pueden coincidir conmigo.

Iribarne, por su miedo que no se cura, ha tenido todo el día el privilegio de beber y esta noche lo conserva. Nos dejará sin grapa.

He observado que dirige miradas de ternura a Giménez. Considero que son de gratitud, porque mató al puma. No me equivoco. De pronto, dice:

—Tenemos que hacerle un banquete a Giménez.

Comprendemos que está borracho y asentimos.

Iribarne insiste en persuadirnos, sin necesidad:

—Me salvó la vida. Él es un hombre.

Como reiteramos la conformidad, reclama el homenaje sin demora :

—Preparen el asado.

—¿Qué asado?

—La ternera con cuero.

—¿Ternera con cuero?... —sonreímos.

Como discutirle es imposible, lo dejamos hablando solo. Preservamos el rescoldo y nos echamos a dormir.

 

Duermo algún tiempo. Algo me despierta, aunque no del todo. Es Iribarne que se levanta.

—¿A dónde va?

—A matar las vacas para el asado.

Tapo la cara con el brazo, para que no me vea reír. Me alegro de que no perturbe el descanso de los demás; lo dejo ir y vuelvo al sueño.

En la mañana encontramos los caballos degollados.

 

Dejamos a Polanco acariciando con tristeza la maravillosa piel albina.

Perseguimos a Iribarne, que ha escapado. Giménez, que tal vez reserva para él una protección que no tendrá de mi, recorre el llano. Yo asciendo el monte.

Cuando lo bloqueo, monte arriba, me grita a quemarropa su disculpa:

—Me confundí: pensaba que eran vacas.

Estoy por darle un golpe en medio de la cara, pero me acuerdo de su miedo de ayer y lo perdono. Un hombre con miedo no es un hombre.

Tenemos que volver a pie: mas ¿llegaremos?

 

Cuento de Antonio Di Benedetto

Del libro de cuentos "El cariño de los tontos”, que aparecerá en el segundo semestre del corriente año. Con el su autor ganó en Mendoza, en 1958. el Gran Premio Provincial de Novela.

 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 33-34 Septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1961

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-33-34/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

Email: echinope@gmail.com

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