Michel

cuento de Marco Denevi

Qué voy a llamarme Michel, che, avisá. Me llamo Gonzalo Maritti. Yo nunca había sabido por qué mi vieja, que se llamaba Rosina Maritti y era tana, me había puesto ese nombre gallego. Pero en Le matelot todos los mozos teníamos que tener nombres franceses. Una chifladura de Gastón, que en realidad se llamaba Héctor. Lo de Michel me lo eligió Freddy, porque yo, la verdad, de francés no manyo ni medio.

Hacía una semana que trabaja en Le matelot. Era mi primer laburo, sabés, porque mientras vivió la vieja me mantenía para que yo estudiase. No, no estudiaba, pero a la vieja la engrupía que sí para que se quedara tranquila. Bueno, cuando la vieja sonó me encontré en la más porca miseria. Freddy, que conoce el país, me consiguió ese rebusque en la whisquería. Era amigo de Gastón, y Gastón, apenas me vio, lo miró a Freddy y le dijo que sí, que yo le servía.

No iba a servirle, yo. Diez y ocho años y una pinta que rajaba los cielos. Ahora me ves muy chanfleado, pero imagínate entonces. A los dos días ya era el mozo más popular. El gordo primero me mandó a las mesas, pero después manyó el juego de miradas y me puso a atender el bar. Tendrías que haber visto a la mariconería de la barra. Me daban la mano, me buscaban conversación, me tuteaban, a cada rato me pedían fuego. Pero yo me quedaba en la cochera. Porque, ¿quiénes eran, todos esos? Pendejos como yo. Eso es lo que tenía de malo Le matelot. Que estaba lleno de pibes, y yo para que quería pibes, ¿querés decirme?

Yo esperaba otra cosa, me comprendes. Una cosa como Freddy, cuando Freddy era un bacán y tenía tres años menos. Pero Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.

Cuando el punto apareció, aquella noche, toda la mariconería de la barra hizo silencio, calibrá cómo sería, y le clavó los carozos. Después meta codearse y mover las plumas. O como decía Gastón: sacaron las polveras. Pero él no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabés, a mí desde el primer momento.

Un tipo como de cuarenta años, con cuerpo de patovica, rubio, la piel tostada. Parecido, a ver si me entendés, a Buster Crabbe. No sabes quién es. No importa. Un tipo que hacía de Tarzán cuando vos no habías nacido. Yo tenía la foto de Buster Crabbe en mi pieza (me la había regalado Freddy), vestido con un taparrabos de piel de tigre, acariciando a un león y sonriéndose cancheramente. Un punto así, sí, pensé. Hasta era capaz de hacérselo gratarola. Bueno, gratarola del todo, no. Pero me conformaba con que me invitase a morfar, o me regalase una corbata. Claro que, para qué macanear, lo lindo hubiera sido que me nombrara guardaespaldas o secretario privado. De día, todo normal. Y a la noche, me entendés. O que me adoptase como hijo. ¿Te imaginás? ¿Quién iba a avivarse? Y de paso tenía el vento asegurado. Le caí como un águila. Juná mi técnica. Apoyo las dos manos en el borde del mostrador, me inclino delante del cliente y, en voz baja, bien serio, sabés, pero amable, le pregunto:

—¿Qué le sirvo, señor?

Porque hay bonchas que dicen:

—¿Qué se sirve?

¿Pero dónde creen que están? ¿En una lechería? En cambio yo siempre les decía:

—¿Qué le sirvo, señor?

¿Te das cuenta dónde está la diferencia? Qué le sirvo yo. Yo a usted. Porque yo estoy aquí para eso, para servirlo a usted, y usted está aquí para pedirme. Usted pide y yo obedezco. Un cliente con categoría sabe apreciar esas cosas. Las pescan en el aire y te las agradecen.

Me contestó:

-Un Vat.

Fenómeno, pensé. Este no es de los amarras que piden jugo de frutas o querosén nacional. Tenía voz de macho y una cara que, vista de cerca, era impresionante, te juro. ¡Y las pilchas del loco! Corbata italiana, camisa de poplín, una tragedia gris clarito que era un sueño. Yo seguía inclinado delante de él:

—¿Hielo? ¿Agua? ¿Soda?

-Hielo.

—Sí, señor.

Y mientras tanto yo lo miraba en los ojos, un cacho de ojos verdes, viejo, que te daban escalofríos, y él también me miraba en los ojos. Los dos serios, bien serios, me entendés. Nada de sonrisitas. Pero la seriedad era puro camelo. Como Freddy, cuando me había levantado tres años antes. Para que vos no pensés que son unos tipos baratos que andan por ahí revoleando la pandereta.

Yo me iba a buscar el whisky cuando vi que se ponía un faso en la boca. Como una luz me acerqué y le di fuego con mi Dupont de oro. El Dupont me lo había regalado Freddy. No fallaba nunca y en la oscuridad del bar brillaba como una alhaja. Me lo agradeció con un movimiento de zabeca, sin dejar de campanearme.

Ahora venia un rato de mozo puro. Me fui hasta la coctelería, busqué la botella de Vat, el vaso, el baldecito con hielo, la medida, le pedí a Gastón el tíquet, todo eso sin mirarlo, dándole casi siempre el contrafrente, pero todo muy rápido, me entendés, para que viera, si por ahí me vigilaba, que yo sabía que a un cliente distinguido no hay que hacerlo esperar.

Volví y le serví el Vat en su presencia, una atención que no le hacía a cualquier tipo, por más importado que pidiese, y le pregunté:

—¿Uno? ¿Dos?

—Dos, por favor.

Le eché los dos cubitos, pinché el tíquet, y ahora la tercera parte de mi técnica. Vos te quedás bien cerca del cliente, te quedás derecho, sin mirarlo, te ponés a mirar el salón o la gente que pasa por la calle. Pero si el cliente saca otro faso corrés a encendérselo. Así el punto carbura que aunque vos mirabas lejos en realidad estabas pendiente de él, y si no lo mirabas era para no cargosearlo y dejar que tomara su trago tranquilo, pero vos seguías allí, bien cerquita, listo para satisfacerle cualquier deseo. Mirá, un cliente con clase aprecia esas cosas.

Lástima que la mariconería de la barra, alborotados como estaban, quisieron arruinarme la estrategia. Querían llamar la atención del candidato y no encontraban mejor forma que pedirme a los gritos:

—Michel, un vaso de agua.

—Michel, me das fuego.

Y Michel de aquí y Michel de allá. Bueno, de todos modos así él se enteraba de mi nombre. Podía ver que los clientes me tuteaban y que si me daban un poco de confianza yo sabía responder sin abusar, me entendés. Que si yo no era un levante fácil, bueno, tampoco era un intocable.

El, cada tanto, junaba los alrededores. Los pibes, creyendo que buscaba conexiones, se ponían frenéticos.

Pero él enseguida volvía a mirarme a mí, o miraba el vaso, y fumaba. Yo me daba cuenta de todo sin necesidad de clavarle el telescopio, y me hacía el plato.

Los pibes también se avivaron, porque tienen una cancha para eso. Pero nadie me dijo nada. Es la ley del ambiente, sabés. Si yo hubiera estado del otro lado del mostrador, entonces sí, entonces más de uno hubiera venido a decirme:

—Te felicito, che. Parece que te levantaste a aquella divinura.

Pero yo era un mozo, y no podían dar el brazo a torcer. Y a lo mejor de bronca, para joderme, nada más, me tenían loco a pedidos. ¿Joderme a mí? Pobres de ellos.

Justo cuando uno de la barra, ya no me acuerdo quién, me obligaba a cambiarle el vaso, vi que Jorge, alias Jorgelina, un maricón que se drogaba y daba en su casa unas festicholas que madre querida, según me contaron, porque yo nunca fui, con tal de entrar en conversación con Buster Crabbe le había volcado medio vaso de cuba libre en la manga.

Al tipo que quería que le cambiase el vaso lo dejé plantado y corrí a la otra punta de la barra, donde estaba Buster Crabbe. Así le demostraba que él era, para mí, más importante que todos aquellos mariconcitos juntos. Jorge, con esa voz de gallina clueca, decía:

—Oh, perdone, perdone.

Y sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la manga. Buster Crabbe, sin siquiera mirar lo que hacía el otro, le contestó:

—No es nada.

Y siguió tomando el whisky.

Cuando yo llegué, me pareció que me sonreía con los ojos, como diciéndome: ¿Te das cuenta, pibe, a lo que llega este marica? Yo me mantuve serio, sabés, porque a ver si lo hacía cabrear a Jorge, que al fin y al cabo dejaba sus tres lucas todas las noches, y dije: —Permítame, señor.

Y saqué yo también mi pañuelo, el único que me quedaba de los que me había regalado Freddy.

El me atajó:

—No se moleste. Está bien.

Pero entendeme, sin agresividad. Era la palabra preferida de Freddy. Para Freddy estabas o no estabas agresivo, un tipo se reía con agresividad, o te cargaba sin agresividad. Yo comprendo lo que quería decir. Por ejemplo, Buster Crabbe, me contestó:

—No se moleste. Está bien.

Y estaba serio. Pero sin agresividad. Al contrario. Mirá, como si estuviera serio nada más que para demostrarme que allí, entre todos aquellos pibes, el único que estaba a su altura era yo, pero que no podía o no quería deschavarse delante de todos, se deschavaba de a poquito, en una forma para que nadie se avivara, para que únicamente yo, si era canchero, me diese cuenta. Tenía su técnica, él también. Qué querés, eso me gustó. Y decidí seguirle el juego. Así que cuando a continuación del “No se moleste, está bien”, me pidió otro trago, le contesté, lo más serio y sin mirarlo:

—Sí, señor.

Y me largué derecho a buscar el Vat. Oí la voz de gallina clueca de Jorge:

—¿Estoy perdonado?

Y la voz machaza de Buster Crabbe:

—Siempre que me deje solo, sí.

¡Bárbarol ¡Era bárbaro, aquel tipo! Tuve ganas de reírme, te juro. Ganas de darme vuelta y ver la jeta que había puesto la otra loca. Pero cuando llegué al bar y pude mirar ya Jorge se había hecho humo y Buster Crabbe fumaba otro faso, y yo me había perdido la oportunidad de encendérselo y por ahí, quién sabe, de empezar a conversar.

Se quedó toda la noche. Cada tanto campaneaba a los pibes de la barra o a las parejas del salón, pero con una mirada sobradora, me entendés, de tipo caminado que sabe lo que es el escalope. No como esos grasas que algunas veces caían de casualidad en Le matelot y que cuando se avivaban ponían una cara que vos te dabas cuenta de que tenían ganas de repartir castañazos. No, rairá. El los relojeaba como balconeando una cosa divertida. Pero a eso de las dos ya empezó a poner cara de aburrido. Lógico. Quería que toda esa manga de maricones se fuera y lo dejara solo conmigo, y así podríamos hablar tranquilamente. Porque un caballero inglés como era él no iba a deschavarse delante de todos esos. Eso sí, me miraba cada vez más seguido. Fijate un poco lo que hacia: me miraba fijo, enseguida desviaba la vista, otra vez me miraba fijo, de vuelta desviaba la vista, y así, che, horas enteras.

Igualito que Freddy, cuando Freddy me conoció en El farolito. Seguro que estaba preparando el levante en serio.

Yo también quería que se fueran todos. Pero no se iban. Y cuando se iban dos, entraban tres y la barra seguía repleta de pibes. Pensé que ya era hora de darle a entender que yo me había avivado y que estaba con él. Así que empecé a sonreírle. Pero entendeme. Tengo mi técnica. Freddy siempre decía que yo era el único que sabía sonreírse sin estirar los labios. Decía que yo era como un ventrílocuo de la sonrisa. Y él me pescó al vuelo, che, y meta mirarme.

El tercer trago se lo ofrecí yo, sin pedirle permiso a Gastón.

—Una atención de la casa, señor.

Se lo serví, y le serví los dos cubitos, y me pareció que saber que le gustaba solo con hielo, con dos cubitos, y servírselo sin preguntarle nada era como conocerle todos sus gustos, como empezar a ser su secretario privado, su hombre de confianza. Era lindo.

Y cuando iba a dejarlo otra vez solo para colocarme, como te dije, a pocos pasos de él, me mandó en voz baja un:

—Muchas gracias, Michel.

Que me hizo cosquillas. ¿Te das cuenta? Me había llamado Michel. Un tipo que era la primera vez que venía a Le matelot. Un tipo bacán, un señorito inglés, y con esa pinta. No, si Buster Crabbe ya era mío.

Pero para que nadie se avivara empecé a poner jeta de velorio. Bueno, te diré. Un poco para que nadie se avivara y otro poco porque cuando un punto de esos me levantaba, no sé por qué, me venía la neura.

Con Freddy me pasó lo mismo. Cuando Freddy, vos tendrías que haber visto lo que era Freddy cuando lo conoci, y yo era un pibe de quince años, bueno, quién se acuerda de Freddy, ahora. La cuestión es que si vos en ese momento entrabas en Le matelot y me veías, creías que yo andaba con la mufa.

Por fin, a las cuatro y media, en la barra no quedó nadie más que él, y una pareja en el salón, meta franelear.

Entonces vi, aunque me mandaba la parte de mirar para otro lado, que me llamaba con la mano. Corrí a atenderlo. Otra vez puse las dos manos en el borde del mostrador, me incliné, como la primera vez, delante de él, pero ahora lo miré bien en los ojos y le sonreí con toda la cara. A la madrugada yo estaba más pintón que nunca. Me ponía pálido y se me marcaban unas ojeras que todo el mundo me decía que parecía James Dean. A esa horas, más de una noche algún cliente en curda me preguntaba con la lengua hecha un trapo:

—Michel, Michel, ¿cuánto cobrás?

Pero lo que él me dijo fue:

—El último.

Y señaló el vaso.

Le serví el cuarto Vat. La cuenta acusaba mil doscientos mangos. Y me quedé junto a él, delante de él, sin ningún disimulo, como esperando algo, como para darle calce. El también me miraba y se sonreía, un poco en curda, pensé. En curda hasta el más estrecho tira la chancleta. Entonces, bajito, no sé por qué, porque Gastón en la otra punta del mostrador hacía cuentas, y la parejita franeleaba a treinta metros de distancia, a lo mejor para darle intimidad a la conversación o para que todo el fato fuera una cosa, así, misteriosa, me preguntó: —¿De veras te llamás Michel?

Me tuteaba, el guacho. Y de golpe se me cruzó que era un tira. Otra vez me mandé la parte de tristón, pero lo que tenía era un julepe de la gran puta. —No, señor. Aquí me obligaron a cambiarme el nombre.

—¿Y cómo te llamás?

—Gonzalo.    *

Le brillaron los ojos. Vos no sabés cómo le brillaron. Hasta me pareció que se le habían humedecido. Está en pedo, pensé. O a lo mejor Gonzalo le gusta más que Michel, pensé. Le sonará más a macho. Sí, porque Michel suena un poco amariconado. Michel está bien para un peluquero de mujeres o para un modisto, pero no para mí.

Se mandó el whisky sin dejar de mirarme. Yo miraba la calle y hacía rostro, pero por las dudas ponía cara de cabrero.

—¿Hace mucho que trabajás aquí?

—Una semana.

—¿Y te gusta este trabajo?

Me iba a agarrar.

—No, señor. Qué va a gustarme.

—¿Y entonces por qué lo hacés?

—A la fuerza ahorcan. No conseguí nada mejor.

—¿Qué edad tenés?

—Diez y ocho años, casi diez y nueve.

—¿Y tus padres están conformes?

El seguía mirándome y yo miraba la calle. Hablábamos como en un confesionario. Sin querer parecía que andábamos en algún balurdo raro. Gastón, desde la otra punta, se avivó, como me di cuenta después. Pero si vos nos oías, te hubieras creído que yo tocaba el piano en la cana. Lo digo por mí, porque contestaba agresivamente. Te das cuenta, la palabrita de Freddy. Pero no por él, que me preguntaba lo más amable.

Primero hablamos de pavadas. Que el coche andaba mal de frenos, que mantenerlo le costaba un ojo de la cara, que quería cambiarlo por uno de fabricación nacional. Me acuerdo que con Freddy pasó lo mismo. ¿Sabés por qué? Porque en un primer momento se sienten un poco emocionados, un poco cortados. El clima, qué querés, es algo violento, y así, hablando de cualquier cosa, como dos amigos, como dos tipos normales, la situación se hace mas fácil. O a lo mejor, quién te dice, la alegría es tan grande que no pueden creerlo, y tratan de ir entrando poco a poco para acostumbrarse, para no dejarse dominar por los nervios, o para darse cuenta de que no estaban soñando, como habrán soñado tantas otras veces con algún pibe que al final se les iba del brazo de una mina, y en cambio a mí me tenían ahí en el coche, al lado de ellos, dispuesto para la joda. ¿Vos te imaginás la alegría que deben sentir estos cosos?

Pero a los tres minutos, sin mirarme, mirando por el parabrisas, me preguntó: —Y antes de trabajar en la whisquería, ¿qué hacías? —Estudiaba.

—¿Y de qué vivías?

No tenía que macanearle.

—Mi madre ganaba un buen sueldo y nos alcanzaba para los dos.

—¿Qué estudiabas?

Ahora no tenía más remedio que venderle un boleto. —Industrial.

—Estarías en el último año, me imagino.

—En el último. Y justo ahora tuve que abandonar. —¿Qué te hubiera gustado ser?

—Ingeniero.

—Linda carrera.

Mirá, hay que aguantarles que te pregunten por tu familia, por tus estudios. Porque un amigo ya lo sabe y no necesita preguntarte nada. Pero ellos, pensá, no te conocen. Así que tienen que dar un curso acelerado porque si no, qué querés, van a estar enseguida en la cama con vos y desconfían, o les parece que se encaman con un marinero del puerto, y si son señoritos ingleses, como Freddy o como Buster Crabbe, eso no les gusta.

—¿No pudiste encontrar otro trabajo? Porque discúlpame, pero Le matelot es un lugar siniestro.

Me dio un poco de bronca. Así que le dije:

—¿Y usted?

Se lo dije tan agresivamente que cambié el disco: —¿Usted es la primera vez que va?

—La primera y la última.

—¿Y cómo fue a parar ahí?

—Por casualidad. Ya no vivo en Buenos Aires. Vivo casi todo el año afuera.

—¿En Europa?

—No, en Córdoba.

Me reí bajito, pero para que me oyese.

—¿De qué te reís?

—De nada. ¿Sabe lo que creí que era usted? Policía.

El también se rió, pero fuerte.

—¿Qué te hizo pensar que yo era policía?

—No sé. Las cosas que me preguntó.

—¿Te molestaron?

—No.

—¿Tenés algún problema con la policía?

—Ninguno.

—Pero le tenés miedo.

—Tampoco. ¿Por qué voy a tenerle miedo? Pero como Le matelot goza de mala fama, por ahí, sin comerla ni bebería, la liga uno.

Se sonrió y no dijo nada.

Habíamos llegado a la placita que hay donde termina la Avenida Alvear. Detuvo el coche, se dio vuelta con todo el cuerpo y me miró de frente. Yo me senté de costado, contra la carrocería, y también lo miré de frente. Llegó el momento de deschavarnos, pensé. —¿Acostumbras a aceptar invitaciones de tipos que van a ese bar?

La salida, imagínate, no me gustó. Pero me di cuenta de que Buster Crabbe era como Freddy. Freddy iba a los mismos lugares, le gustaban las mismas cosas, hacía las mismas porquerías que los otros. Pero no quería que lo confundieran con los otros. Hay que saber distinguir, decía siempre. ¿Distinguir qué? Que una loca como Jorge te lo diga en la cara apenas te ve, y éstos, en cambio, primero te hablen de que el coche anda mal de frenos. Pero está bien, seguiles la corriente. De todos modos me gustaba que fueran así.

No eran escandalosos.

Le contesté, sin ofenderme por la pregunta:

—Esta es la primera vez.

—¿Y esta vez por qué aceptaste?

—Porque sé distinguir.

A Freddy le hubiera caído bien. Pero me pareció que a él no. Resultaba más complicado que Freddy.

-Pero creías que yo era policía.

—Mayor valor de que haya aceptado.

Atajate esa pelota, pensé. No tuvo más remedio que sonreírse.

—¿Ese ambiente no te corrompió?

Yo lo iba junando. Le gustaban los estrenos. Pero me hice el gil:

—¿Corromperme en qué sentido?

—No sé. Pienso que en Le matelot debe haber drogadictos, ladrones de automóviles, plays boys...

Esperaba la palabrita. Y la dijo:

—Amorales...

Yo seguía con mi mejor cara de inocente.   

—No creo. Son todos muchachos de familia bien. —Precisamente.

—Y además, usted vio, está lleno de parejas.

—Me refiero a los del mostrador.

—Qué sé yo. Si son amorales, yo no lo sé. Yo los conozco únicamente como clientes de la whisquería. Y allí lo único que hacen es tomar una copa y conversar entre ellos.

—Y con vos.

—¿Conmigo qué conversan? Servime un whisky, dame fuego, cóbrate, y nada más.

—¿Nada más?

Empezó a darme un poco de bronca. Lo miré. —¿Qué más?

—Invitarte a salir con ellos.

—Nunca.

—Así que yo soy el primero.

Me pareció que me cargaba. Pero yo tenía que seguir haciéndome el fesa.

—Sí, señor. El primero.

—¿Y a qué debo el honor de que hayas aceptado?

Sí, me cargaba el guacho. Me dio una bronca bárbara. —Ya se lo dije. Porque sé distinguir a la gente. Y yo creí que usted también sabía distinguir.

Pensé: aquí se cabrea. Pero no, se rió.

—No te enojés. ¿Pero no te parece un poco extraño salir con un hombre la primera vez que lo ves? Me encogí en el asiento, miré para afuera, entrecerré los ojos. Hablé como si tuviera un nudo en la garganta:

—Muy, muy extraño. Menos cuando uno está solo en el mundo, y no tiene parientes, ni amigos, ni nadie. Lo único que uno conoce son nenes de mamá que lo tratan como si uno fuera un sirviente. Entonces no es tan extraño que uno se agarre al primer cable que le tiran. Pero a un cable de cariño, de afecto. A algo que lo haga sentirse una persona, no un mozo. Me di vuelta y lo miré fijo, dispuesto a tirarme a fondo. Sé cómo hay que hacer para que los ojos se te llenen de lágrimas.

—Pero si me engañé con usted, o si usted se engañó conmigo, puedo bajarme aquí y me vuelvo a pie hasta mi casa.

Pensé: o me da una zalipa o me besa.

No hizo ninguna de las dos cosas. Me miró un rato largo, con una cara extraña, como estudiándome. Este es más revirado que Freddy, pensé. Después me palmeó la pierna, me la palmeó un poco más de lo necesario (habrá apreciado la calidad, pensé) y me dijo: —Está bien.

Nada más que eso:

—Está bien.

Puso otra vez el motor en marcha, tomó por Cerrito, dos cuadras más adelante dobló y detuvo el coche. Me señaló una puerta. —Ahí tengo un departamento, donde paro cuando bajo a Buenos Aires. Vení conmigo.

Y como creyó que yo había hecho algún ademán (yo no había hecho nada), agregó: —Vení. No tengas miedo.

Me miró:

—No soy lo que vos pensás.

Las mismas palabras que Freddy. Le contesté, como a Freddy.

—Ya lo sé, señor.

Otra vez se quedó un rato como estudiándome. Después dijo:

—Tengo que hablarte.

Lo mismo que Freddy. Freddy, cuando me llevó la primera noche al cotorro, tenía que hablarme. Y apenas entramos empezó a sacarse la ropa.

Abrió la puerta del coche. Yo bajé por la otra puerta. En la calle no había nadie. Entramos en una casa de departamentos. Nadie nos vio entrar. Cruzamos un vestíbulo casi tan grande como Le matelot, todo alfombrado. Al fondo estaban los ascensores. Tomamos uno, también alfombrado y con espejos. Me miré y me vi tan pintón que pensé que Buster Crabbe había estado defendiéndose hasta último momento porque sabía que conmigo se perdería. Llegamos a un piso, ya no me acuerdo cuál. Abrió la puerta de un departamento, prendió una lámpara, yo empezaba a fichar aquel bulín de cinc cuando él ya me abrazaba. —Gonzalo —dijo a media voz, y jadeaba de emoción—.

Gonzalo.

Sentí que temblaba, que el corazón le latía fuerte. Yo también empecé a abrazarlo, pero despacito, para hacerme desear.

—Gonzalo —dijo, y me tomó la cara con una mano—.

Tengo que decirte una cosa.

—No es necesario —dije—. Ya lo sé.

Y ahí lo besé en la boca.

Mirá, todo fue tan rápido y tan inesperado que no me acuerdo bien. Sé que con las dos manos separó mis brazos de su cuerpo. Vi que había puesto una cara espantosa. Y en seguida empezó a fajarme.

Vos sabés, yo no aguanto que nadie me ponga la mano encima. Ni la vieja me fajó nunca. Así que cuando el punto me dio los primeros castañazos me volví loco. No sé lo que hice. Lo único que sé es que lo vi tirado en el suelo, con los ojos abiertos y el pelo rubio todo mojado de sangre. Le palpé el pecho. Estaba muerto.

Me entró un jabón de la gran siete. Rajé del bulín.

A las seis y media estaba de vuelta en casa.

Por un rato no me pude dormir. Pensaba que nadie me había visto con el punto, así que cuando descubrieran el cadáver, la cana, por más vueltas que diese, no iba a poder complicarme. Y si averiguaban lo de la visita a Le matelot, bueno, ¿y qué? yo no lo conocía, le había servido copas hasta las cuatro y media, y después se había ido y no lo había vuelto a ver más, y encima les contaría la historia que ya le había vendido a Gastón, sobre aquel marica bajito, gordito, canoso, un tal Rudy, y Gastón me saldría de testigo, y la cana pensaría que era un crimen entre amorales. También pensaba por qué me había fajado. ¿Dónde estaba la metida de pata mía? ¿En besarlo yo primero? Y entonces, ¿para qué me había llevado al bulín?

Para qué me había abrazado y me había agarrado la cara con la mano y me había dicho: Gonzalo, Gonzalo, con aquella calentura que lo hacía temblar como una hoja? Mirá, no podía entenderlo. O a lo mejor era un neura de esos que primero te dan piola o después te fajan, o primero te fajan y después se encaman con vos.

A final me dormí y apolillé hasta las dos de la tarde, hasta que entró doña Zulma.

—Levantate, che —gritó—. ¿A qué hora vas a almorzar?

Mirá, te lo cuento todo de un saque porque yo, primero medio dormido, no sabía qué me preguntaba y no le contestaba nada, y después porque, cuando empecé a darme cuenta, qué querés, me agarró tal desesperación que casi me vuelvo loco.

—Oíme, ¿no fue a verte un señor, anoche, en la whisquería? ¿Uno alto, rubio, muy buen mozo? Porque anoche, apenas te fuiste, vino por aquí y preguntó por vos. Le dije que no estabas, que habías salido.

Quiso averiguar algo más, pero yo, imagínate, como no sabía quién era, no quería decirle nada, porque pensé quién sabe quién es éste y seguro que aquél hizo alguna de las suyas. Pero cuando me mostró el sobre con la carta y reconocí la letra de tu pobre madre, cambió la cosa. Sí, nunca te dije nada porque Rosina me pidió que no te dijera nada. Pero ahora te lo digo. Resulta que el día antes de morir Rosina me dio un sobre cerrado con una carta adentro, para que yo la pusiera en el correo después que ella se muriese. Pero Rosina, le dije yo, qué se va a morir usted. Se lo dije para consolarla, porque yo sabía que no iba a durar más de cuarenta y ocho horas. Y ella también lo sabía, pobrecita.. Bueno, así fue: dos o tres días después que la enterramos puse el sobre en el correo. Iba dirigido a un tal Gonzalo de no sé cuántos, dos apellidos de lo más copetudos, y la dirección era una estancia en Córdoba. Rosina me había pedido que no te dijera nada, porque si la carta no daba resultado vos no tenías que enterarte, pero por lo visto dio y por eso te lo digo. Así que cuando el señor me mostró el sobre con la carta me di cuenta de que él era el tal Gonzalo de la estancia en Córdoba, y entonces le conté todo. Estuvo como una hora preguntándome por Rosina, y por vos, sobre todo por vos. Quería saber cómo eras, qué hacías, qué no hacías. Yo le dije que antes estudiabas, pero ahora, con la muerte de tu madre, habías tenido que ponerte a trabajar, eso sí, de mozo, y en un lugar que francamente a mí no me gustaba nada. Me dijo que iba para allá, a conocerte. ¿No fue? Preferirá verte aquí.

Y hace bien, porque ese bar, m’hijito, qué querés que te diga. Andá, levantate y vestite, que a lo mejor de un momento a otro cae por aquí y no está bien que lo hagas esperar. Porque se ve que es un gran señor, che, y qué auto tiene, y no habrá venido expresamente de Córdoba para darte el pésame. Yo no sé nada, pero por algo Rosina te puso el mismo nombre que él.

Pobre Rosina, siempre tan orgullosa. Nunca se lo habrá dicho, pero cuando supo que te quedarías solo en el mundo le mandó la carta. Andá, levantate y vestite.

En eso sonó el timbre.

—¿Qué te dije? ¿A que es él?

Era la cana. Me habían localizado por la carta de la vieja que le encontraron en un bolsillo. Todavía no sospechaban de mí. Venían a averiguar, nada más.

Pero yo en seguida confesé todo.

 

Cuento de Marco Denevi

 

Publicado, originalmente, en la revista Macedonio. Literatura – Teatro – Cine – Artes Nº 3  Invierno 1969  

La revista Macedonio. Literatura – Teatro – Cine – Artes apareció en Buenos Aires, entre 1968 y 1972

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/macedonio-no-3/

 

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