Los gatos son ustedes |
Es
una noche de perros así que no pregunto más. Hotel España me dijeron, a
dos cuadras de la plaza. Hotel de viajantes, es decir barato, tal vez no
mugriento pero sí más que humilde. De
llovizna ya pasó a lluvia y para colmo la puerta está con llave. Timbre
no hay así que golpeo y me asomo entre las cortinas por el vidrio. De
adentro, entre tinieblas, un hombre ofrece su frente brillante y su cabeza
jaspeada por unos pocos pelos canosos. Me estudia brevemente y como parece
reconocerme me franquea la puerta con el seño fruncido del que
experimenta una confusión. Buenas noches, joven, me dice. Lo hacía ya en cama. |
La
frase me desorienta, el hombre me habla como si estuviera al tanto de mis
horarios de descanso. Vacilo un momento, miro hacia la puerta de entrada
que acabo de atravesar como si no estuviera seguro de estar allí por
primera vez, para asegurarme de que entro a un lugar desconocido cuya
puerta me es franqueada por un desconocido. Me parece que me confunde, le digo al hombre que me da la espalda y comienza a caminar como si al abrirme la puerta ya hubiese hecho por mí todo lo que yo necesitaba en ese momento. Entonces trato de inclinarme un poco más cerca de la lámpara de pie para que el hombre me mire bien y le repito que me parece que está confundido. El hombre se detiene a mirarme de nuevo pero en lugar de fijarse en mi cara pone atención en el bolso de mano que contiene ropa para dos o tres días. Ah, dice entonces, y sigue caminando, meneando la cabeza hasta ponerse detrás de un mostrador forrado de cuerina marrón cuya pared trasera está llena de llaves colgando. Su ah, es todo lo que hace por subsanar el error y simplemente pasa a otra cosa, a lo obvio, el precio del cuarto, las toallas, el jabón y la percha. Enfrento la estructura empinada de granito, primero unos diez escalones rectos, luego un descansillo en el que hay una mesa ratona con adornos anticuados: un elefante de cerámica blanca, una media naranja de plástico que es un cenicero, una bota también de cerámica, marrón, con ballenitas dentro. Veo todo porque subo lentamente, detrás de él que va cargando mi bolso mientras yo llevo las toallas, el jabón y la percha. Después del descansillo, otros diez o doce escalones doblando en ele. Arriba un espejo de medio cuerpo en el que primero aparece la cara del hombre y luego la mía con el fondo gris de las paredes cubiertas de un empapelado viejo con motivos de flores. Llegamos a la catorce, el hombre pone la llave en la puerta, da un giro, abre y dice: la catorce. Permiso, digo yo. Suyo, señor. En la pieza, dos camas de una plaza, en la pared, un cuadro con un nene. Tiene, pero es una impresión mía, una miradita diabólica. En el regazo del niño que mira de costado, un gatito blanco que también me mira. En el baño no me sorprenden los azulejos verde claro; mientras orino, encuentro una palabra que me hace acordar a la casa de mis abuelos, en el campo. Le apunto, como entonces lo hacía, a la palabra TRAFUL, escrita con letras azules en la taza del inodoro. Las ballenitas en la bota, el elefante de cerámica, los sanitarios anticuados, el campo, mis abuelos. Me acuesto enseguida entre las sábanas gruesas y frías pero limpias del hotel España. Tengo la impresión de haber visto ya estas cosas, ¿pero no se parecen todas las camas ajenas, todas las camas de los hoteles? Hay un Hotel España en un cuento de Mastrángelo; hay un Hotel tétrico, el "Comercio", en uno de Kordon; está, por supuesto, el de "La puerta condenada", pero basta, si no...
El velador parpadea, sin siquiera abrir el libro que tengo empezado lo apago antes de que se queme el foco. Cierro los ojos y me duermo, como siempre, en el acto y con la cara hacia el techo. Lo que me despierta es el sonido de ese carro metálico y el repiqueteo hartante, irregular pero continuo de una... máquina de escribir. Abro los ojos y el ruido para, miro alrededor y no distingo más que grados de espesor en la negrura del cuarto. Entiendo que soñaba con la máquina de escribir y no que la oía como una invasión externa, el sonido que sí me invade es el del llanto desconsolado de un bebé que parece sometido a una tortura pero que en realidad es un gato, o tal vez varios. Me quedo quieto en la cama, boca arriba, con la estúpida sensación de que prender la luz no vale la pena pero con el temor real de quedar en la oscuridad
más
absoluta. ¿Temor a qué? A no ver, a que haya algo. Unos minutos después
sigo a oscuras y otra vez escucho el traqueteo metálico, la sucesión
irregular y continua de los sonidos que repiquetean en algún lugar del
hotel. Me levanto de la cama sin prender la luz y salgo tanteando al
pasillo iluminado con lámparas de bajo consumo. Si existe el infierno,
seguramente tiene esas lámparas que emiten una luz turbia, lechosa, que
mancha todo de tristeza. Mientras camino por el pasillo hacia el lugar del
traqueteo de la máquina las paredes empapeladas con motivos de flores y
tallos que no había distinguido van deshaciéndose mientras crece la
floresta a mi alrededor. El sonido de la máquina sigue y de nuevo se oyen
los gatos, ya no hay dudas de que son varios y en vez de quejarse parecen
pelear, no entre ellos sino con algo, con alguien. Hay algunos maullidos
lentos, prolongados y que hablan de la tensión implicada en la maniobra
de los animales, y luego un repentino maullido agudo, breve y feroz, un
aullido de dolor. Después de eso la máquina repica con mayor intensidad
y los maullidos decrecen hasta que al cabo de unos minutos se reinician
otra vez, tensos, prolongados, monótonos. Del hotel va quedando poco y
nada, apenas los números de las puertas que al cruzar por mi vista se
desasen en la espesura de la maleza del sitio baldío que está al lado de
mi casa. Allí estoy entonces, tratando de ver qué pasa con el famoso
ruido, la máquina y los gatos. Son ellos los que me guían, varios
gatitos blancos, con las costillas a la vista en sus cueros rosados casi
lampiños. Un maullido de dolor se oye más adelante y cruza junto a mi
cabeza un gato que pasa volando hasta dar contra una de las tapias del
sitio. El tremendo golpe no parece amedrentar a los otros cuyos ojos
chispean cuando se miran y avanzan en pelotón, agazapados, maullando, con
las colas cintilando de ansiedad. Unos metros más adelante descubro a su
enemigo. En un escritorio de madera, de espaldas a mí, un hombre mueve
sus manos en el ademán del que tipea. Desde aquí no veo la máquina ni
las manos, sólo los codos y los antebrazos que suben y bajan, que ondulan
casi, sobre el teclado invisible. Los gatos, los gatitos, todos blancos,
famélicos y de escaso pelo (hay, incluso, algunos con una mínima
pelusilla que no cubre la piel rosada en la que se marca el costillar)
avanzan hasta quedar cerca del escriba y de golpe saltan hacia él. Se
prenden, feroces, de sus muñecas, de sus manos, y él revolea los brazos
haciéndolos volar. A uno que quedó prendido de su puño izquierdo lo
arrancó enérgicamente con su mano derecha. Pero cuando tiró de sus
patas, de su torso, lo decapitó de un tirón, pero sus poderosas mandíbulas
de piraña quedaron prendidas en la mano del hombre hasta que también se
la quitó arrancándose un pedazo de piel. Los gatos, los gatitos, son del
tamaño de lauchas ahora, son lauchas con cuerpo de gato, de gato blanco,
lampiño y desnutrido. El combate es furioso pero no parece que haya un
fin cercano, el proceso se repite más o menos del mismo modo. Varios
gatos juntos saltan sobre los antebrazos y las manos del escriba y éste,
sin prestarle atención casi, se los quita de encima con movimientos
brutales aunque sin modificar su postura (la espalda curvada, los codos
hacia fuera, las piernas quietas) y sin mover mucho su cuello para ninguna
parte, lo que demuestra que sigue atentamente lo que escribe. Los gatos
vuelan por el aire y, si no mueren o quedan muy maltrechos, vuelven a la
carga con el mismo procedimiento y sin que mengüe su afán. Siempre
saltan a las manos y muerden cerrando los ojos, como si sus vidas se les
fueran en eso. No parecen hacerlo por hambre sino por odio, tampoco atacan
otras zonas del cuerpo del hombre sino sólo las manos que van
enrojeciendo, lastimándose poco a poco hasta quedar completamente rojas.
Enguantado de sangre, el hombre sigue escribiendo, salpicando su camisa
celeste de gotitas rojas, mientras yo me voy volviendo, de a poco, por
donde vine, hasta mi cuarto en el que despierto al otro día en medio de
una fiesta de luz. Mientras
me cambio, recuerdo el sueño y trato de poner las cosas en su lugar. El
escriba, esa rata gigantesca, inmunda, soy yo. Soy la rata, sí, pero los
gatos son ustedes. |
Pablo
Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
10 de octubre de 2010
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