Hostel |
Sutiles
historias en llagares de paso Este cuento integra el libro Hoteles, del cual María Teresa Andruetto dijo: "Pequeñas escenas cuyos núcleos se devanan en leves movimientos, imperceptibles capas, escenas en hoteles y otros lugares de paso, fantasmas que despiertan sin que nadie los convoque, y nosotros viviendo en la impresión de haber visto ya estas cosas, en permanente déjá vu." Hoteles se presenta el próximo sábado 21, a las 20.30hs., en la Sala Mascaviento (Av. Marconi 727). |
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Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago |
Jóstel,
jóstel, decía, pronunciaba la hija, la del medio, rodeada de varias
amigas más. No, boluda, allá está todo el mundo de rata, cero money,
cero hotel, sólo jóstelin. Las otras tres acostadas, desparramadas, el
codo en el suelo y la mejilla en la palma, de costado, entrecerrando los
ojos una, con la vista oculta por los lentes de sol inmensos, casi
enmascaradas, las otras dos. En malla todas, y la hija del medio diciendo,
además el jóstelin tiene toda la onda, es cosmo, es cool, pura freedom,
¿no? Acá hotel, pero allá jóstel, lo más. Suecos, alemanes,
franceses, hasta un chino o japonés, no me acuerdo, toda Europa en un
cuarto. Copado mal, ¿no?, seguía la hija, la del medio. Pese al
repiqueteo metálico que viene de la habitación contigua, la mayor duerme
la siesta en el cuarto más fresco de la planta alta. La chiquita, detrás
de los ligustros, en la caballeriza, dándole agua y azúcar en la boca a
Terrón, su yegua. La bautizó así porque es negra pero entre los ojos
tiene una manchita blanca, casi cuadrada, como un terroncito de azúcar.
La del medio sigue hablando, sentada en la reposera es una mancha dorada
junto al riñón turquesa que destella y apenas tiembla en la siesta. No
se bañan, no, se queman junto a la piscina, se encreman, charlan del
viaje, de los jóstelins. Rodeando el perímetro del terreno, pasando por
detrás de la casa y enmarcando el parque en cuyo centro se enclava el riñón
turquesa, la ligustrina. Detrás de la ligustrina, un camino que se abre y
conduce, si uno dobla hacia la derecha, hacia las canchas de tenis, y si
uno dobla hacia la izquierda y camina unos cincuenta metros, a la
caballeriza. En la ligustrina, podándola, Roque. La
hija del medio está diciendo, ay Roque bajá un cambio querés, ¿no podés
dejarlo para más tarde? Roque deja de cegar la ligustrina, baja la tijera
de podar y se va para la pieza de las herramientas ubicada junto a la
caballeriza. No es un filólogo Roque, no, ni un lexicógrafo. Ni si
quiera un aficionado a las etimologías, puesto que ni siquiera sabe lo
que es una etimología. Le llaman la atención, sin embargo, las palabras.
Al menos no pasan para él desapercibidas. Como en general son los otros
los que hablan, y como en general los otros hablan entre ellos y no con él,
él puede perder el hilo de las conversaciones y capturar en su red de
semidesatención alguna palabra que después paladea en la mente. Recuerda
que en la infancia ya jugaba a desmenuzar las palabras. Hay una imagen de
la que fue, tal vez, la primera vez que lo hizo. En la siesta obligatoria
la madre los ha acostado a todos, son seis hermanos en una pieza con camas
cuchetas. El duerme debajo de su hermano Damián, de cinco años, dos
menos que él. Roque pone los pies hacia arriba, empuja un poco y repite
el nombre del hermanito. Damiandamiandamiandamian- damianda miandamianda
mian da mian da mi anda mi anda me anda me anda meando meando me ando
meando me ando meando ando ando anda andadamian meando andadamianmeándome
anda damián meándome. Así quedaban las palabras cuando se las repetía,
cuando se las volvía un revoltijo loco de sonidos capaces de mutar. El
juego era inquietante porque desnudaba la fragilidad de los nombres y el
descontrol latente en todas las cosas, ¿qué pasaría si todos comenzáramos
a jugar, para siempre, a ese juego y olvidáramos de dónde partimos? ¿Cómo
volveríamos a encontrar el verdadero nombre de las cosas? Así es que su
juego siempre tuvo algo de sacrilego, como si se tratara del conocimiento
de un interruptor para apagar el orden del mundo y él tuviera que
mantenerlo escondido. Ahora va rumbo a la pieza de las herramientas
amasando en la lengua esa palabrita que ha oído, esa palabra tan, a su
parecer, exótica, tan sensual con la j ligera como un gemido que precede
a la o. Y ese final que en sus sentidos habla de algo pequeñito, íntimo:
"bulm", piensa, y a continuación se le viene a la cabeza,
"nido" y, mejor, "nidito". Jóstelin, va diciendo,
mientras ve a la hija con las amigas en unas camitas, en un cuarto con las
paredes empapeladas de rosa y cortinitas blancas en el que tal vez haya
lugar para él. Hotel, piensa, y ve el lujo, vidrios, una torre; piensa,
hostal, y ve una casona baja pero amplia en un lugar serrano; hostería,
se dice, y ve una especie de conventillo atestado; hospedaje, dice ahora,
inquilinato, conventillo, y ve una familia llegando con una valija, no de
vacaciones sino a quedarse por varias semanas porque el hombre tiene que
trabajar en ese lugar; motel, dice luego, y le aparece la entrada del
cine, un cartel de neón fucsia, "motel", una pareja de amantes
fugitivos, él maneja, van en un cadillac descapotable, ella fuma, recoge
el humo en la boca y se lo pasa a él que lo sorbe de sus labios, los
pelos rubios de ella vuelan al viento y le tapan un segundo la cara a él
cuando se besan, entonces él se afloja un poco más porque llegan al
motel y están a salvo. En el maletero, la maleta con el millón de dólares.
Eso es un motel en la cabeza de Roque. Telo,
dice ahora, y se abre una puertita allá en el fondo. Desde la negrura un
humito dorado comienza a filtrarse hacia su conciencia, hacia su presente,
mientras se va formando una carita que amenaza con salir. Siente un
pinchazo, alcanza a verla fugazmente pero cierra los ojos y da la vuelta,
se inclina ante la puerta de chapa de la pieza de las herramientas y pone
la llavecita en el candado. Otra vez todo es luz, calor, el puro presente
de su cuerpo sudado y trabajando en la finca de descanso de los patrones.
Todo bien, se dice Roque, vamos a juntar el pasto que quedó cortado de
esta mañana, no hay porqué hacer ruido. Ahora
Roque mete el pasto en unas bolsas de arpillera y las deja en el medio del
parque. Primero llevará las herramientas que ha ido usando a lo largo del
día. Es ordenado Roque, si no guarda algo es porque lo puede precisar más
o menos enseguida. En su mano derecha, un rastrillo de alambre, en la
izquierda, la bolsa abierta. Va empujando el pasto amontonado dentro de la
bolsa. Cada tanto levanta la bolsa con las dos manos y la sacude para que
la maleza se aplaste y entre más todavía. Parece mentira pero en un par
de bolsas de arpillera ha puesto el pasto cortado de todo el sector que va
de la pileta hasta la ligustrina, unos diez metros cuadrados. Claro que no
todo, dice Roque, pero sí lo más grande. En la carretilla van las dos
bolsas repletas, va también la tijera de podar la ligustrina y el
rastrillo de alambre; queda, olvidada, una horquilla de seis dientes de
acero que Roque había sacado con la intención de usarla para amontonar
después la paja de los fardos desarmados en la caballeriza. A veces el
caballo queda suelto y cuando se demoran para darle de comer el animal
rompe los fardos y come de ahí. Le da trabajo comer así, además
seguramente los alambres de los fardos entorpecen la tarea. Pero el hambre
de un animal, cualquiera sea, no es fácil de detener. Una vez, en un
campo cercano, unos chanchos se comieron a un cuidador que se desmayó en
el chiquero. Roque recuerda eso y recuerda también que olvidó la
horquilla cuando, llegando a la pieza de las herramientas, ve salir a la más
chica montada en el pelo de Terrón. El animal arquea la cabeza y
mordisquea el freno mal puesto. Roque, dice ella, en un saludo que es
también pedido de auxilio. Roque suelta la carretilla y levanta la mano
izquierda. Terrón, manso, se le acerca porque conoce la docilidad de esas
manos. Al principio la yegua no deja de morder el freno pero Roque la
disuade presionando con el pulgar y el índice en el nacimiento de la
dentadura de arriba. Ella abre la boca y él le acomoda el freno. Después
asegura las hebillas de la cabezada y tira de la muserola para hacerla
bajar unos centímetros. Te tiene que quedar más lugar acá, entre el
fierrito y la boca, dice Roque. La chica, nueve años de fragilidad
subrayada por la piel blanca de las piernas en shorts sobre la pelambre
negra, siguió los movimientos con atención; su silencio es el precio que
paga por aventurarse sola a ensillar a Terrón, el mismo silencio expresa
su ánimo repentinamente contrito. Roque lo advierte y le sonríe mientras
acaricia la frente del animal, tan pacífico como si estuviera a punto de
dormirse de pie. No es nada, dice, pero otra vez avísame. Ella asiente y
ya sonríe mientras besuquea el aire para que Terrón se ponga en marcha.
Otra vez la mirada de Roque se crispa y ella, pícara, dice: al paso nomás,
al paso, ya sé. Han
llegado un par de amigos de la mayor y también una amiga. Ahora son
cuatro, los varones toman cerveza en la mesa de jardín, bajo la galería.
Ellas preparan una comida rápida en la cocina. Después del paseo, la más
chica se fue en un taxi a la casa de la abuela; la del medio despide a sus
amigas. Su voz y el relato de su viaje ha mantenido el reinado por sobre
los demás discursos. Cuando se ponen de pie se lo cruzan a Roque que, con
la horquilla en la mano, pasa rumbo a la pieza de las herramientas. Los
hombres que toman cerveza alcanzan a oír, en la voz chillona de la del
medio, un reclamo para ellos ininteligible desde esa distancia. Lo que sí
entienden, nítido, es el "ay, Roque..que reprende ya por costumbre,
como un latiguillo, como el volquete en el que se deposita el fastidio por
el calor o los mosquitos. Pero la del medio lo dice y sigue, dándole la
espalda a Roque y volviendo a los ademanes estrafalarios y al relato del
viaje. Los que toman cerveza, circunstanciales convidados en la casa,
miran cómo Roque se para en seco y luego se queda mirando la espalda
desnuda de la del medio, la que le hizo una recriminación al pasar que
parece dictada por la costumbre. Roque apoya la orquilla en el piso y con
un movimiento la tira hacia arriba verticalmente y la empuña en la mitad
del cabo. Roque, en cuero y con el torso sudado bajo el sol, con la
orquilla de dientes curvos y brillantes, es un guerrero que no parece
conocer la duda. Los dos hombres lo ven inclinarse hacia atrás, arquear
levemente la espalda ya con la orquilla alzada y puesta paralelamente al
suelo aunque levemente inclinada hacia arriba. Así permanece el cuerpo
fuerte y fofo, acostumbrado al pan y al vino, a las cuantiosas pastas y al
asado pero también al ejercicio permanente, a las tareas duras del
jardinero en un lugar con tanto parque y montes frutales. Luego de unos
segundos de tensión, el cuerpo de Roque, que parecía el perfil de un
lanzador de garrocha bañado en la luz del verano, se relaja, baja la
horquilla y la asienta en el piso. Los dos convidados circunstanciales se miran, confirman sus sospechas, sueltan el aire y sienten, al unísono, en el fondo, un resto de decepción. |
Pablo
Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
15 de agosto de 2010
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