Fantasmas |
La descripción de la infelicidad incluye en si la posibilidad de su superación. |
Juego espectral |
Desde que se reintegró al trabajo después de la licencia cambió de hotel. Ahora se aloja en el Libertador. Como los nombres de los perros o el de los niños de cierta generación, los de los hoteles se repiten con una insistencia pasmosa; se diría que en este caso, en vez de cumplir la función de identificar individuos de la misma clase, el nombre sirve para borrar las diferencias entre ellos. Uno llega a cualquier ciudad de este país y encuentra inmediatamente su plaza San Martín, y al frente, su hotel Libertador. En este Libertador, al abrir la puerta de doble hoja vidriada cubierta por unas cortinas gruesas de color marrón, Miguel se encontró con el televisor y con los tres sillones de cuerina disponibles, uno delante de la pantalla y dos enfrentados entre sí y perpendiculares al aparato. Pasando por el costado de ese livingcito uno se encuentra, a mano izquierda, con un mostrador con la computadora y el infaltable tablero de llaves a espaldas del que atiende. Siguiendo un poco más, también a mano izquierda, está la escalera que conduce a los cuartos. Miguel se puso una polera de lana y bajó. Cuando lo vio aparecer por la escalera Juan Carlos tenía en sus ojos una expresión de sorpresa. Miguel nunca bajaba una vez que se había retirado a su habitación, en general cenaba algo de camino al hotel y aparecía a las siete de la mañana siguiente, recién bañado y listo para desayunar con el conserje que lo esperaba. A través del vidrio Miguel se quedó unos segundos mirando la llovizna, cavilando antes de decidirse a salir. Juan Carlos acomodaba unos troncos en la salamandra ubicada detrás del sillón que daba al frente del televisor apagado. Miguel, todavía dubitativo, preguntó si la farmacia de la otra cuadra estaría abierta a esa hora. Juan Carlos le dijo que no lo creía y agregó: si lo puedo sacar del paso... Miguel dijo que se sentía engripado, que iba a buscar algo para tomar antes de que fuera tarde. Si es así algo le puedo ofrecer, ya me fijo qué tenemos en el botiquín. Juan Carlos desapareció por una puertita que estaba detrás de la escalera y Miguel se quedó mirando las figuras afantasmadas por la lluvia que cruzaban frente a la puerta vidriada. En la mesa ratona estaba el tablero de ajedrez. En el botiquín había desenfriol, refrianex, tafirol, aspirinas. Miguel optó por dos aspirinas que se tomó con el té que le trajo Juan Carlos, él mismo se sirvió un té pero trajo también una botella de cognac y un par de copas. Sentados en el sillón, oyendo el siseo de la llovizna hamacándose en el viento de la noche helada, se hizo espacio para la pregunta inevitable. ¿Juega?, dijo Juan Carlos. Apenas si sé mover las piezas, respondió Miguel, pero inmediatamente sintió que excusarse, dada la situación, sería una descortesía. Hasta cuándo se mantendría impávido ante los gestos amables del conserje. Porque su dolor, el deseo de no hablar con nadie que lo había hecho cambiar de hotel y dejar de ver a los viejos conocidos del otro lugar, no podía llenarlo de una amargura tal que lo hiciera ingrato. Si se vive, si se toma una taza de té, un par de aspirinas para palear un malestar, si se comparte una mesa con un hombre en una noche de invierno en la que no anda un perro en la calle, es porque se tiene alguna conciencia de que lo que duele no mata y de que no se está siendo injusto con nadie por volver a ser una persona que le sonríe a un prójimo cualquiera. De modo que cuando Juan Carlos, abriendo la palma y señalando el tablero como quien indica un asiento lo invitó a jugar, Miguel, que ya había comenzado con esa excusa de que apenas si sabía mover las piezas, ensayó una rectificación sobre la marcha basada en el comentario, verdadero al fin, de que su padre le enseñó de chico y que estaba falto de práctica pero haría el intento. Te aseguro que va a ser mejor que jugar solo, dijo Juan Carlos, y agrego: el año pasado jugaba con una pasajera que era de tu ciudad, se quedaba dos noches por semana también, pero un día dejó de venir, nunca más supe nada. Miguel se sentó en el sillón ya más confiado y apareció en él un sentimiento fraterno unido a un impulso de locuacidad que se quedó como una reserva de energía y bienestar agolpada en su pecho. Le pidió permiso a su adversario para jugar con negras y comenzó a acomodar las piezas en el tablero, tumbadas hasta el momento en una cajita de madera puesta sobre la mesa de vidrio. Casi no hablaron durante el juego. Tomaron dos copas de cognac intercaladas con una taza de café. Juan Carlos reconoció que Miguel usó la apertura siciliana pero cuando se lo mencionó su contrincante dijo que no tenía ni idea de lo que hacía, que cada movida respondía más a la intuición que a un plan o estrategia pensada de antemano. Pero a medida que pasaban los minutos se dio cuenta de que sabía jugar, de que una parte de su cerebro recordaba cosas que él ignoraba, y fue como si la mano del padre hubiese estado sobre las suyas guiando las movidas. Cerca del final Miguel mencionó un cuento en el que dos hombres que habían estado enamorados de la misma mujer juegan una larga partida de ajedrez por correspondencia. Luego, sobre la una de la mañana, recibieron el inesperado regalo de la nieve que comenzó a caer lenta y tupida. Los grandes copos bajaban temblorosos, casi flotando en el aire oscuro endurecido de frío. En medio del lobby vidriado, los ajedrecistas parecían encerrados dentro de esos adornos de vidrio en los que comienza a nevar cuando alguien los da vuelta. |
Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
8 de noviembre de 2009
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