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Fantasmas 
Cuento de Pablo Dema

La descripción de la infelicidad incluye en si la posibilidad de su superación.
W.S.Sebald 

Juego espectral

A los hoteles -habitualmente- se los vincula a los viajes de goce o a los momentos de placer. Lo cierto es que en los hoteles se siente la soledad, se vive cierto desarraigo y la sensación de "no pertenencia", se experimenta el "estar" en un lugar que se desconoce junto a otros que también son desconocidos. Estas sensaciones reales generan cierta atmósfera fantasmagórica. Un simple gesto de un desconocido puede transformar el "estar" en algo más acogedor; transportar a un escenario de juego.  

Desde que se reintegró al trabajo después de la licencia cambió de hotel. Ahora se aloja en el Libertador. Como los nombres de los perros o el de los niños de cierta generación, los de los hoteles se repiten con una insistencia pasmosa; se diría que en este caso, en vez de cumplir la función de identificar individuos de la misma clase, el nombre sirve para borrar las diferencias entre ellos. Uno llega a cualquier ciudad de este país y encuentra inmediatamente su plaza San Martín, y al frente, su hotel Libertador. En este Libertador, al abrir la puerta de doble hoja vidriada cubierta por unas cortinas gruesas de color marrón, Miguel se encontró con el televisor y con los tres sillones de cuerina disponibles, uno delante de la pantalla y dos enfrentados entre sí y perpendiculares al aparato. Pasando por el costado de ese livingcito uno se encuentra, a mano izquierda, con un mostrador con la computadora y el infaltable tablero de llaves a espaldas del que atiende. Siguiendo un poco más, también a mano izquierda, está la escalera que conduce a los cuartos. 

Después de pasar la primera noche Miguel evaluó las ventajas y desventajas de este hotel con respecto al anterior; el agua caliente salía con buena presión, el cuarto tenía el techo bajo así que no era tan frío, además tenía un calefactor entre las dos camas de una plaza. Como cosas en contra con respecto al otro estaba el hecho de que no había televisor ni teléfono en la habitación y el colchón era mucho más blando y finito. El precio era igual. No sabía al principio que, si bien no estaba estipulado que se sirviera desayuno, cuando estaba Juan Carlos en el turno de la noche (y casi siempre estaba), se encontraría al bajar con una taza de café caliente, dos bizcochos y un vaso de soda. La primera semana Miguel pidió que se le cobrara por este servicio adicional; pero insistió tanto a su vez Juan Carlos con que a él no le costaba nada, cuando se preparaba un café instantáneo para él, echar dos cucharadas más en otra taza, que finalmente terminó por aceptar el desayuno como un favor del empleado y no como un servicio del hotel.

Fue porque se sintió en deuda con el conserje que, varias semanas después, una noche en que tenía insomnio y decidió bajar a ver televisión para distraerse un poco y cansar la vista antes de volver a la cama, que no se atrevió a dar una respuesta por completo negativa a la pregunta de Juan Carlos acerca de su conocimiento del ajedrez. Varias veces había visto Miguel, al bajar por la mañana, el tablero con una partida empezada sobre la mesa ratona delante del televisor. Al principio pensó que Juan Carlos recibía a algún amigo con quien comenzaba una partida que no alcanzaba a terminar y que quedaba en suspenso hasta la noche siguiente. Pensar que jugaban sólo una era darle demasiado crédito a la paciencia y al rigor de los jugadores. Tal vez jugaban varias partidas, y era sólo la última la que, por alguna razón que Miguel ignoraba pero obviamente tendría que ver con los compromisos del oponente de Juan Carlos, quedaba empezada para el otro día. 

La noche de la invitación Miguel volvió del instituto en el que da clases tres veces por semana en un estado que presagiaba gripe: inapetente, la cabeza pesada, las articulaciones doloridas, un ardor en la vista. No pudo, después de ducharse y antes de bajar a buscar unas aspirinas, resistir la tentación de tirarse unos minutos en la cama. De perfil y con las dos manos juntas por las palmas y puestas debajo de la mejilla a manera de
almohada, vestido y mirando hacia la pared, sin darse cuenta ni desearlo, se durmió. Una imagen se le presentó al cerrar los ojos, la misma que había visto en el ómnibus, casi dos meses atrás, la mañana en que se reincorporó al trabajo después de la licencia. Aquel día lo sorprendió, al despertar, la presencia de una chica rubia que subió durante la noche mientras él dormía. Ella quiso saber en qué cuidad se encontraban en ese momento y eso desató una breve conversación. Cuando la chica le preguntó si él bajaba en esa terminal Miguel sintió que no era indiscreto averiguar adónde iba ella. Todavía no sé, dijo la chica, pero parecía contenta. Así y todo, pensó él, yo que sé muy bien adonde debo bajarme estoy mucho más perdido que ella que no sabe adónde va. La noche del sueño en el hotel, tal vez porque se hallaba en la misma posición que aquella mañana, como si la imagen de ella hubiese quedado en el revés de sus párpados, al cerrar los ojos y quedarse dormido, la vio. El sueño fue breve y poco profundo pero bastó para que el cuerpo se relajase por completo y también, ya que no tomó la precaución de taparse, para que se enfriara. Cuando estaba por despertar, en su sueño alguien se inclinaba sobre su hombro, sobre su cuello y su oído para decir una palabra inaudible trasportada por un hálito de muerte. Y no fue con una imagen impresa en la retina que abrió los ojos, sino con la pregunta soñada entre los labios. ¿Meli?, soñaba que estaba por decir cuando abrió los ojos y oyó nítidamente la puerta al cerrarse en el cuarto contiguo. Una línea de frío se colaba a través de la goma despegada de un burlete de la ventana y venía a darle en el hombro, en el cuello y en el oído con su silbidito molesto. En la habitación contigua ahora no se escuchaba nada. Miguel se quedó así tratando de atisbar el menor sonido, como atado a un campo magnético que se hallara pegado a la otra pared. La cabeza alzada, quieto en la tensión de la espera, no oyó nada. Unos segundos, unos minutos tal vez ahí sintiendo sólo los latidos de su corazón repercutiendo en el cuello levantado. Con la cabeza de nuevo en la almohada acercó la mano a la pared y con el índice y el mayor golpeó tres veces. Fueron tres simples golpecitos, una llamada como una botella tirada al mar. Unos segundos de nuevo con la cabeza alzada, otra vez los latidos en el cuello. Nada. Nuevamente la cabeza sobre la almohada y un rato más así, ahora en el insomnio, con los ojos abiertos, las pupilas brillantes por la promesa cumplida de la fiebre. Al rato, en la habitación contigua, pasos, otra vez la puerta que abre y cierra, la vuelta de llave y las suelas de los zapatos resonando en el corredor y la escalera. Nunca, en los dos meses en que se había alojado en el Libertador, había escuchado a nadie entrar allí; rara vez, ahora que lo pensaba, había cruzado a un huésped en esa ala del hotel. En realidad el Libertador siempre tenía un aire de edificio abandonado.

Miguel se puso una polera de lana y bajó. Cuando lo vio aparecer por la escalera Juan Carlos tenía en sus ojos una expresión de sorpresa. Miguel nunca bajaba una vez que se había retirado a su habitación, en general cenaba algo de camino al hotel y aparecía a las siete de la mañana siguiente, recién bañado y listo para desayunar con el conserje que lo esperaba. A través del vidrio Miguel se quedó unos segundos mirando la llovizna, cavilando antes de decidirse a salir. Juan Carlos acomodaba unos troncos en la salamandra ubicada detrás del sillón que daba al frente del televisor apagado. Miguel, todavía dubitativo, preguntó si la farmacia de la otra cuadra estaría abierta a esa hora. Juan Carlos le dijo que no lo creía y agregó: si lo puedo sacar del paso... Miguel dijo que se sentía engripado, que iba a buscar algo para tomar antes de que fuera tarde. Si es así algo le puedo ofrecer, ya me fijo qué tenemos en el botiquín. Juan Carlos desapareció por una puertita que estaba detrás de la escalera y Miguel se quedó mirando las figuras afantasmadas por la lluvia que cruzaban frente a la puerta vidriada. En la mesa ratona estaba el tablero de ajedrez. En el botiquín había desenfriol, refrianex, tafirol, aspirinas. Miguel optó por dos aspirinas que se tomó con el té que le trajo Juan Carlos, él mismo se sirvió un té pero trajo también una botella de cognac y un par de copas. Sentados en el sillón, oyendo el siseo de la llovizna hamacándose en el viento de la noche helada, se hizo espacio para la pregunta inevitable. ¿Juega?, dijo Juan Carlos. Apenas si sé mover las piezas, respondió Miguel, pero inmediatamente sintió que excusarse, dada la situación, sería una descortesía. Hasta cuándo se mantendría impávido ante los gestos amables del conserje. Porque su dolor, el deseo de no hablar con nadie que lo había hecho cambiar de hotel y dejar de ver a los viejos conocidos del otro lugar, no podía llenarlo de una amargura tal que lo hiciera ingrato. Si se vive, si se toma una taza de té, un par de aspirinas para palear un malestar, si se comparte una mesa con un hombre en una noche de invierno en la que no anda un perro en la calle, es porque se tiene alguna conciencia de que lo que duele no mata y de que no se está siendo injusto con nadie por volver a ser una persona que le sonríe a un prójimo cualquiera. De modo que cuando Juan Carlos, abriendo la palma y señalando el tablero como quien indica un asiento lo invitó a jugar, Miguel, que ya había comenzado con esa excusa de que apenas si sabía mover las piezas, ensayó una rectificación sobre la marcha basada en el comentario, verdadero al fin, de que su padre le enseñó de chico y que estaba falto de práctica pero haría el intento. Te aseguro que va a ser mejor que jugar solo, dijo Juan Carlos, y agrego: el año pasado jugaba con una pasajera que era de tu ciudad, se quedaba dos noches por semana también, pero un día dejó de venir, nunca más supe nada. Miguel se sentó en el sillón ya más confiado y apareció en él un sentimiento fraterno unido a un impulso de locuacidad que se quedó como una reserva de energía y bienestar agolpada en su pecho. Le pidió permiso a su adversario para jugar con negras y comenzó a acomodar las piezas en el tablero, tumbadas hasta el momento en una cajita de madera puesta sobre la mesa de vidrio. Casi no hablaron durante el juego. Tomaron dos copas de cognac intercaladas con una taza de café. Juan Carlos reconoció que Miguel usó la apertura siciliana pero cuando se lo mencionó su contrincante dijo que no tenía ni idea de lo que hacía, que cada movida respondía más a la intuición que a un plan o estrategia pensada de antemano. Pero a medida que pasaban los minutos se dio cuenta de que sabía jugar, de que una parte de su cerebro recordaba cosas que él ignoraba, y fue como si la mano del padre hubiese estado sobre las suyas guiando las movidas. Cerca del final Miguel mencionó un cuento en el que dos hombres que habían estado enamorados de la misma mujer juegan una larga partida de ajedrez por correspondencia. Luego, sobre la una de la mañana, recibieron el inesperado regalo de la nieve que comenzó a caer lenta y tupida. Los grandes copos bajaban temblorosos, casi flotando en el aire oscuro endurecido de frío. En medio del lobby vidriado, los ajedrecistas parecían encerrados dentro de esos adornos de vidrio en los que comienza a nevar cuando alguien los da vuelta.

Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
8 de noviembre de 2009

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