En el agua |
El arte de insinuar Ficha del libro |
Puse
los dedos sobre el cuello y sentí como un fulgor de movimiento en mi
interior. Cuando aflojé los dedos, era otro. Juan
José Saer. Si hubiese sido uno o dos días antes, el
repentino encuentro los hubiera disparado a ambos hacia direcciones
opuestas. Ya veo la cara de él, dura, como hecha de palo; ya la veo a
ella girando sin titubear y huyendo hacia las duchas con la cara entre las
manos. Pero era domingo y ambos habían dejado la mochila lista la noche anterior. Salieron al alba y el viaje en bicicleta les dio la impresión de que ellos eran una fuerza conectada con la luz del sol que emergía de la línea oscura del oeste a medida que avanzaban. Esa luz que los tocaba mientras los cuerpos oponían su resistencia al viento fue limando los bordes ásperos de sus ánimos afilados por el dolor y el sufrimiento de los meses anteriores. Fueron solos, cada uno por una ruta nueva que los obligó a recordar la otra ruta, el itinerario siempre compartido de los demás domingos a la mañana. No iban tanto por el hecho de hacer ejercicio sino más bien para abrazarse en el agua tibia y terminar envueltos en juegos bobos como adivinar palabras burbujeantes pronunciadas debajo del agua. No se cruzaron al dejar sus bicicletas colgadas en el arco de hierro de la entrada del que penden unos ganchos que asen las llantas delanteras de las bicis, no intuyó ella que la escalera desierta que subía sería subida también por él enseguida ni él sintió en el aire que aspiraba al subir el rastro del otro cuerpo tantas veces presentido. Después una y el otro empujando la puerta de doble hoja batiente, ella y él a destiempo quitándose la ropa en los vestuarios vaporosos para pasar enseguida al agua dando saltitos sobre las baldosas frías. Nada del otro hasta entonces o el otro sólo presente en tanto que nada doliente en el flanco pero ausente de la vista y de la conciencia. Pero cuando él cumplía su primer largo ella estaba a punto de bajar sus antiparras después de un descanso para volver en sentido contrario, ella no estaba totalmente segura de que el hombre que tenía en frente fuera él porque las antiparras puestas desdibujan los rasgos, él no estaba completamente seguro de que la mujer fuera ella porque la miraba a través de los plásticos vaporosos de las antiparras. Pero después de la vacilación primera él se sacó las antiparras, llegó la claridad y se dijeron hola. Ahora están
en el extremo de la pileta, aferrados al borde porque no hay plataforma y
ésa es la parte más profunda. Se miran sin asombro, como si aceptaran
un mandato del azar y decidieran que tal vez no fuera malo verse después
de todo y charlar, mirarse, decir, aunque no lo dijeron, que tal vez
ambos exageraron sus mutuos reclamos, fui un idiota, estuve mal, la vida
sigue, qué extraño verte sin mí, qué raro es ver la cara de la
ausencia, esa otra parte que sin embargo ahora resulta tan extraña. En la pileta hay poca gente. Ellos están con esos gorritos que les
cubren
completamente la cabeza, con los cuerpos lustrosos, casi desnudos en sus
trajes de baño de lycra ceñidos al cuerpo. Han dicho dos o tres frases
torpes pero en son de paz. Las piernas se movieron circularmente en el
momento del encuentro para mantenerse a flote; se han rozado, dos o tres
veces, las pieles. El contacto es furtivo pero alcanzó para darles una
descarga eléctrica que se sintió como una línea de frío en la parte
baja de la espalda. Ahora ambos buscan apoyo. El hombre está de perfil,
tomado de la plataforma con el brazo izquierdo y con el derecho
aleteando en el agua para no hacer tanta fuerza. La mujer apoya el pecho
en la pared de la pileta, los brazos cruzados, los codos sobre el borde
salpicado de gotitas y los dedos entrelazados; apoya el mentón sobre
las manos, cierra los ojos y después mueve el cuello lentamente a uno y
otro lado. El reconoce ese movimiento típico de todos los deportistas
que buscan relajarse antes de emprender una rutina exigente. Ella apoya
ahora las plantas de los pies en la pared de la pileta y se aferra al
borde, elonga los músculos de las piernas y su cuerpo, antes vertical,
queda ahora casi plegado en dos, los pies y las manos a punto de tocarse.
Después vuelve a la otra posición, queda de pie, flotando en el agua y
con las manos al costado del cuerpo como si buscara relajarse después del
estiramiento. Lo único que mantiene su cuello y su cabeza fuera del
agua es el mentón, ha usado el maxilar como punto de apoyo sobre el borde
de la pileta y de esa forma se abandona al mínimo vaivén del agua
transparente. El hombre mira el cuello desnudo y blanco surcado por
algunos pocos cabellos finos que escaparon de la gorra. Y siente que sus
manos van solas hacia ese cuello y lo toman para alejar el mentón del
borde y dejar el cuerpo abandonado a su peso y al peso de él que también
se entrega y se hunde. Es un
movimiento nada más, pero bastaría para sumergirlos en un abrazo tibio
y definitivo. Sin embargo, él no se ha movido y la que sí lo hace es
ella que vuelve a tomarse del borde con las dos manos. Ahora lo mira de
nuevo: me caso, dice, a fin de año. Después de eso gira y queda de
espaldas a la pared de la pileta, el andarivel libre es una ruta vacilante y tentadora. Ella apoya los pies para darse impulso y se lanza
hacia adelante. El hombre no parece pensar mayormente en nada, acepta
la partida como quien mira pasar en un día feriado el colectivo que lo
lleva a trabajar el resto de la semana. Después se suelta del borde y
siente que el músculo tenso del brazo izquierdo se relaja. Se deja caer
lentamente hasta el fondo con los ojos abiertos. El cuerpo dibuja un
semicírculo
y queda en posición horizontal, se deja llevar por el agua y se le ocurre
pensar que sus huesos y músculos son de papel. Adelante, arriba, se ven
todavía las piernas de la mujer que empujan rítmicamente el agua con
la planta de los pies, como debe
ser en el estilo pecho. Pero ya la imagen es borrosa y desaparece en cuestión de segundos. Ahora, acostado en el fondo, nota que los
rayos de luz que se filtran por el techo de acrílico penetran también el
agua. Debe haber algunas nubes de distinto espesor y partes del cielo
despejadas, los rayos pasan y dibujan arabescos temblorosos en la
superficie del agua que apenas ondula. El hombre piensa que esa imagen
es tan hermosa que dan ganas de quedarse ahí abajo para siempre.
Cuando flexiona las piernas, levanta los brazos y se impulsa hacia la
superficie,
busca el aire con avidez pero sin desesperación. Nota que apenas está
agitado. En la pileta, fuera de dos viejitos que flotan a lo lejos bajo la
mirada del profesor somnoliento, ya no hay nadie. Cuando media hora
después baja las escaleras para irse a su casa, ve por las ventanas que
llueve y la calle está desierta. Ese cambio tan brusco de tiempo hace que
todo lo vivido tome un tinte irreal. Le cuesta conciliar las imágenes
claras del camino de ida y la tibieza del agua de la pileta con el frío y
la lluvia que ahora encapotan la mañana. Al llegar abajo se asoma a la
cancha de basquet que está silenciosa y oscura y se dirige hacia la
puerta de salida. Parado en el umbral mira la lluvia caer y ve su
bicicleta sola colgada del arco de hierro que está junto al portón de
salida. Decide dejarla hasta el día siguiente para no mojarse en el
camino de vuelta y sale a buscar en qué volverse. Se guarece en una
garita de chapa a esperar que pase un colectivo o un taxi. Se toma la cosa
con paciencia, sabe perfectamente que los domingos los colectivos
pasan cada una hora y que no es fácil conseguir taxis los días de
lluvia; no sabe muy bien, en cambio,
por qué de repente las gotas sobre el cinc cantan una canción amarga ni
a qué se debe esa sensación de frío en el pecho, esa mano de hierro que
le toca el corazón. (una primera versión de este cuento fue publicada en Fotos, Cartografías
Ediciones; Río Cuarto; 2005). |
Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
12 de julio de 2009
Ir a índice de América |
Ir a índice de Dema, Pablo |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |