El increíble caso del aposento desaparecido por Fernando del Paso
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Américo castro, quien se refirió a la realidad de Don Quijote como una “realidad oscilante”, nos dice que el caballero, durante el curso de sus aventuras, se muestra alternativamente ‘ ‘loco, cuerdo, tonto, payaso, bestia, magnífico orador, firme o vacilante en la conciencia de sí mismo”. De estos adjetivos que le asesta a Don Quijote Don Américo, es el de “loco” sin duda no sólo el más socorrido, sino el indispensable para calificar la personalidad del personaje, puesto que desde el primer capítulo se nos dice que de tanto leer libros de caballerías “se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”. De lo cual, por supuesto, no se dio cuenta Don Quijote —los locos nunca se dan por enterados de su locura— quien sólo en un momento de toda su andantesca vida pensó, cuando le escurrió de la mollera el suero de los quesos —que quesos eran, o requesones y no sesos— que el cerebro se le derretía. Por lo demás, a lo largo de todo el libro resplandece con luz propia, campea, la locura del caballero. Y en particular esa locura entreverada de buen juicio, de “lúcidos intervalos’ ’, como decía Don Lorenzo de Miranda, que lo ubica en ese plano oscilante del que habla Castro. Helmut Hatzfeld reúne, en dos páginas de su hermoso libro El Quijote como obra de arte, algunos de los más conocidos ejemplos. Nos recuerda Hatzfeld que al hidalgo, su compañero de habitación, Don Jerónimo y Don Juan “aquí le tenían por discreto y allí se les deslizaba por mentecato”. Que el hospedero de la venta donde Don Quijote destroza los muñecos de Maese Pedro para después pagar el estropicio, se asombra tanto “de sus locuras como de su liberalidad”. Que el Canónigo admirado quedó ‘ ‘de los concertados disparates, si disparates sufren concierto”, de nuestro héroe. Y que al castellano a quien encuentra Don Quijote en Barcelona le da muy gran lástima “que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las cosas este mentecato se le desagüe por el canal de su andante caballería’ ’. Muchos otros ejemplos podrían citarse, y el lector los encontrará a cada paso. Pero no es el vaivén entre la locura y la sensatez del hidalgo lo que por ahora me interesa, y sí, en cambio, cómo la mente de Don Quijote se columpia, en más de una ocasión, entre la demencia y la tontería, entre la insania y la estupidez. De modo que son “loco” y “tonto”, los dos adjetivos que más me interesan de la retahila que le endilgó Don Américo a Don Quijote. Y a ellos vamos, no sin antes dedicar un espacio a los calificativos “mentecato” e “ingenioso”, en particular a este último. Sobre mentecato, mencionado ya en dos oportunidades en lo que va de este texto, quisiera señalar que, muy probablemente, en el siglo XVI, su significado no era el que hoy tiene —tonto, flaco de entendimiento— sino que se acercaba más al original: mentecapto, o sea, aquel que tiene la mente captada o cautiva. En otras palabras, o mejor dicho, en otra palabra, loco. En lo que a “ingenioso” se refiere —el castellano de Barcelona habla del ingenio del caballero— el primero en llamarlo así, y desde el mismísimo título del libro, fue desde luego su propio autor, Miguel de Cervantes. Juan Bautista Avalle-Arce se pregunta —como me pregunto yo—: “¿Por qué se llama a un loco ‘ingenioso’? En nuestra habla diaria, para no meterme en definiciones de diccionario, una persona ingeniosa es alguien ocurrente, gracioso, de maña y artificio. El grave empaque de Don Quijote rechaza estas acepciones comunes y modernas”. El cervantista dedica a continuación varias páginas de su libro Don Quijote como forma de vida, a descifrar el enigma. Y, después de recordar la famosa teoría de los humores, dentro de la cual Don Quijote cabría sólo como colérico, y su hígado como el principal órgano responsable de su irascibilidad, encuentra refugio en el Tesoro de la Lengua de Covarrubias, de 1611, en el cual se dice que la sutileza y facilidad inventiva eran cualidades indispensables del “ingenio”. Encuentra Avalle-Arce apoyo también en el Examen de ingenios de Juan de Huarte, en el que se lee: “Por maravilla se halla un hombre de muy subido ingenio que no pique algo en manía, que es una destemplanza caliente y seca del cerebro”. Y llega a la conclusión, el cervantista, que de acuerdo a lo dicho por Covarrubias y De Huarte, la “hermosísima definición” que hace Don Quijote de la poesía es una muestra contundente de su ingenio. Ix> cual, desde luego, lo ratifica a su vez como “ingenioso”. No estoy muy de acuerdo con esto, ha forma en que hoy día define la palabra “ingenio” el Diccionario de la Real Academia no varía mucho de la que encontramos en el llamado Diccionario de Autoridades de 1726. Ambas incluyen el concepto de ‘ ‘inventiva’ ’ del que habla Covarrubias, pero en un contexto más amplio. ‘ ‘Ingenio —nos dice el diccionario— es la facultad o potencia en el hombre, con que sutilmente discurre o inventa trazas, modos, máquinas y artificios, o razones y argumentos’ ’. De lo que se deduce que, si en efecto Don Quijote era “ingenioso’ ’ es imposible evitar una gravísima sospecha: ¿no habrá inventado el caballero su locura, como quieren algunos? ¿No será El Quijote una sarta de invenciones, de mentiras sutilmente elaboradas por el genio fabulador de un hidalgo al que le sobraban la malicia y el ingenio? Y si así fuera, ¿no debería entonces titularse el libro El mentiroso hidalgo Don Quijote de la Manchal En lo personal, no lo creo, porque Don Quijote no era tan inteligente como para urdir una trama de tal calibre. Es verdad que, en lo que a la cueva de Montesinos concierne, mintió y se supone que de todo lo dicho se desdijo a la hora de su muerte. O al menos eso es lo que se nos cuenta en el capítulo xxiv de la segunda parte, porque cuando el autor narra la agonía del hidalgo, omite ese detalle. Pero una cosa es decir una mentira, y otra, muy distinta, es ser mentiroso todo el tiempo. Para esto se necesita de una habilidad de la que Don Quijote carecía. De él no se puede decir que “no tenía un pelo de tonto”, porque de tonto, como de loco, tenía varias guedejas. En mi opinión es probable —aunque desde luego al mismo tiempo improbable, en el sentido de que no se puede probar— que a Cervantes se le haya ocurrido, en el curso de los primeros capítulos, fabricar un personaje muy ingenioso que nunca llegó a serlo —por olvido o descuido de su autor— aunque en el título quedara así bautizado para la eternidad. Ángel Rosenblat, en La lengua del Quijote, aborda el mismo tema y, en aparente defensa del adjetivo, cita a varios autores. Uno es Harald Weinrich, quien en su estudio Das Ingenium Don Quijotes, señala que “ingenio” equivalía entonces “a la luz del entendimiento, a una aptitud o un talento natural, una habilidad o una capacidad”. Otro es Fernando de Herrera, el Divino, quien definía ingenio como “aquella fuerza y potencia natural y aprehensión fácil y nativa entre nosotros, por la cual somos dispuestos a las operaciones peregrinas y a la noticia sutil de las cosas altas”; definición no muy clara, pero que, por su sola belleza, me recuerda el diagnóstico que de la locura de Don Quijote hizo Juan Luis Vives, el cual se refirió a ella como “un caso de lesión en la imaginativa, complicado por análoga lesión en la fantasía”, según lo cita Avalle-Arce. Rosenblat, quien nos dice que la palabra “ingenio” aparece 56 veces en El Quijote —una de ellas, por cierto, en el Prólogo de Cervantes, en el que éste se pregunta: “¿Qué podría engendrar el pobre y mal cultivado ingenio mío?”, y tan sólo 9 veces la palabra “ingenioso’ ’, menciona también a Juan de Huarte de San Juan. Rosenblat recuerda que se ha sostenido, con el apoyo de la ya citada obra, Examen de ingenios, que ingenio implicaba en la época una unión de delirio paradójico, melancolía y discreción, tres componentes de la actitud quijotesca frente a la realidad, y que ingenioso hidalgo equivalía a ‘ ‘desequilibrado hidalgo' ’ o a “visionario’ ’. No nos parece que esa interpretación se desprenda de los usos de ingenio o ingenioso en el Quijote, ni en las otras obras de Cervantes. Con el sentido actual de ingenio se usaba entonces donaire, gracia o agudeza: “Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios” —decía Don Quijote al bachiller Sansón Carrasco. Total, que el adjetivo ingenioso, en mi opinión, no queda claro, sino en todo caso claroscuro, puesto que al parecer el denominador común de las definiciones, tanto de la época como actuales, sería un talento especial para la inventiva, con lo cual, y como antes dije, nuestro caballero quedaría como un soberano mentiroso, inventor, de la primera a la última página, de su locura. A propósito de locura, una no menor que la de nuestro héroe sería, por sí sola, la idea de compilar todas las teorías que se han escrito y pergeñado sobre la demencia de nuestro héroe —si es que así podemos llamarlo, ya que Luis Rosales afirma: “Si Don Quijote tiene que ser un verdadero héroe, no puede ser un loco”. Sin embargo, creo que vale la pena recordar algunas de las opiniones más encontradas y sugerentes. Así lo haré, no sin advertir que, en el caso de la cueva de Montesinos me reservo, para más adelante, un comentario especial. Comenzaré por aquellos autores que se inclinan a considerar —y con ello llevan agua al molino del ingenio de Don Quijote—, que el caballero fingía su insania. Miguel de Unamuno, por ejemplo, afirma que Don Quijote “no fue un muchacho que se lanzara a tontas y a locas a una carrera mal conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de pura madurez de espíritu”. Y agrega que no nos debería caber duda de que ‘ ‘con los ojos de la carne Don Quijote vio los molinos como tales molinos y las ventas como ventas”. Y esto fue posible gracias a que, según Unamuno, “el loco suele ser un comediante profundo que toma en serio la comedia, pero que no se engaña y hace en serio el papel de Dios o de rey o de bestia, pero sabe bien que ni es dios, ni rey, ni bestia... ¿Y no es loco todo el que toma en serio al mundo? ¿Y no deberíamos ser locos todos?”. Aparte de compartir esta última duda con Don Miguel, en lo que respecta a su tan citada teoría de una locura lentamente cocinada, cultivada, empollada en el cerebro de Don Alonso Quijano y que de pronto alcanza la suculencia de un fruto maduro, yo me pregunto: ¿acaso el exceso de madurez no es la antesala de la pudrición? Salvador de Madariaga no anda muy lejos de esta opinión, puesto que señala que a Don Quijote le va bien lo que dice Hamlet de sí mismo: ‘ ‘yo no soy loco más que al norte-noroeste... ” ¿Y cuál es, en la rosa de los vientos de Don Quijote el norte-noroeste? La caballería andante, por supuesto, “su negra y pizmienta caballería”. Para Madariaga, en el libro de Cervantes se efectúa un juego por demás sutil: el loco que se hace el loco. Por su parte Luis Rosales dice, cuando aborda los capítulos dedicados a Sierra Morena: “nos vamos a enfrentar con uno de los rasgos más extremados y misteriosos de la obra cervantina”. Según Rosales, en ese episodio Cervantes nos presenta “a un viejo loco que se propone fingir una locura distinta de la suya; esto es, va a presentarnos a un loco dentro de otro loco y una locura imitada dentro de una locura verdadera’ Pienso que, si la vida fuera tan sencilla como el álgebra, donde menos por menos da más, tendríamos que un loco multiplicado por sí mismo, o sea un loco al cuadrado, daría como resultado un cuerdo. Sobre el mismo tema de Sierra Morena, Avalle-Arce nos dice que en esa ocasión, Don Quijote pensó que era un deber fingirse loco, y Serrano-Plaja acude también a la imagen hamletiana y afirma que, a lo largo del libro, lo que hace Don Quijote es jugar, y que en todo razona cuerdamente menos en un determinado rumbo: la caballería, por supuesto. Añade Serrano-Plaja que hay momentos en que Don Quijote no está loco, pero se hace el loco. Una prueba de su cordura se da al principio del libro, cuando Don Quijote no se anima a probar la resistencia de su segunda celada. “Es decir —dice— desde el primer capítulo coexisten la afirmación cervantina en cuanto a la locura de Don Quijote, y la demostración palmaria de que no hay tal locura’ ’. A los partidarios de la locura como actuación se suma Manuel Durán, quien en La ambigüedad en el Quijote, además de recordarnos que en opinión de Montaigne “el hombre —se refiere a la humanidad— está loco de atar: no puede crear un gusano, y sin embargo tiene que crear dioses por docenas”, señala que la antítesis y la paradoja son formas favoritas del estilo barroco y nos da dos ejemplos sacados de El Quijote: “es un loco cuerdo y un mentecato gracioso”, dice Sancho, en tanto que en un capítulo anterior el Caballero del Verde Gabán afirma que Don Quijote es “un cuerdo-loco y un loco que tiraba a cuerdo”. Afirmaciones ambas que se encuentran más cerca de la teoría pendular que de la locura fingida. Sin embargo, cien páginas más adelante, Durán nos recuerda la opinión de Mark Van Doren, quien “rechaza, en conjunto —nos dice—, la idea de que el caballero estaba loco, e insiste, en cambio, en las características teatrales, de actor que necesita un público, propias del caballero manchego”. Añade Durán: ‘ ‘también Hamlet parece loco, y sin embargo lo más probable es que actúe o finja su locura para conseguir sus fines”. Continúa, luego, con Van Doren, quien en su libro Don Quixote’s profession, dice del hidalgo que actuar en la forma en que lo hace es más que imitar servilmente; la forma en que imita su ideal le conduce al fin y al cabo a la comprensión. ¿Qué diferencia hay entre obrar como grande hombre y serlo? Actuar como poeta es escribir poemas; actuar como estadista es reflexionar sobre la naturaleza del bien y la justicia; actuar como caballero es pensar y sentir como caballero. Otros autores sostienen teorías más sutiles en torno al loco entreverad en las cuales insania y lucidez no coinciden, pero tampoco se alternan. Más bien, una, la cordura, parecería estar siempre en el fondo del misterio, como soporte o incluso cimiento de la locura. Es así como Martín de Riquer afirma que, en el trance de Sierra Morena, desde el momento en que el caballero declara su deseo de “hacer locuras”, procede desde la razón. Para el poeta inglés Wordsworth, en Don Quijote ‘ ‘la razón anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura’ ’. Así lo cita Menéndez y Pela-yo, quien agrega a continuación: “si bien se mira, su locura es una mera alucinación respecto del mundo exterior, una falsa combinación e interpretación de datos verdaderos. En el fondo de su mente inmaculada continúan resplandeciendo con inextinguible furor las puras, inmóviles y bienaventuradas ideas de que hablaba Platón”. En resumen, hay quienes piensan que Don Quijote estaba loco, y nada más. Otros son de la opinión de que estaba cuerdo, pero se fingía loco, y que tan bueno era su fingimiento que, como todo buen mitómano, él mismo acabó por creer que era cierto. Otros más afirman que a veces estaba loco y a veces cuerdo. Otros, por último, que estaba loco y cuerdo al mismo tiempo. Estos últimos, como hemos visto, se dividen entre aquellos comentaristas que piensan que la razón de Alonso Quijano permanece intacta en el fondo del alma del caballero, y que es la locura la que se levanta sobre ella —me imagino a la razón como el lecho, sólido, inmóvil, de un río, por el que corren las aguas de la locura, ora dulces y mansas, ora revueltas e incontenibles, desbocadas, despeñándose en el vacío—, y aquellos otros críticos que están convencidos de que a todo lo largo y ancho del libro se da en Don Quijote la coexistencia —no siempre pacífica— de la locura y la razón. Ángel del Río, en El equívoco del Quijote nos dice que, al parecer, en el libro, los contrarios —ser y parecer, realidad y fantasía, locura y discreción, drama y comedia, lo sublime y lo grotesco— no tanto se oponen o se armonizan, sino que andan juntos y son inseparables. Torrente Ballester se queja de lo que llama la impertinencia del narrador, quien está ahí para decir constantemente “eh, no te olvides que te la tienes con un loco”, pero también para poner en el texto los datos que impiden considerarlo como tal. Agrega Torrente Ballester que tanto la afirmación de que Don Quijote está loco como la de que no, alcanzan “la realidad suficiente requerida para que una y otra actúen con la mayor energía sobre la inteligencia del lector”. Erich Auerbach señala que abundan las pruebas en todo el libro que nos indican que tenemos que vernos con un Don Quijote inteligente y con un Don Quijote loco, que marchan juntos, y se pregunta si la sabiduría le llega al personaje a través de su locura. Esto es, si su locura le proporciona cierta clase de entendimiento que no le hubiera llegado cuando estaba cuerdo —enfoque por demás interesante. Por otra parte, Rosenblat nos recuerda que el juego paradójico entre loco y cuerdo era frecuente en la época. Lope de Vega escribió una comedia titulada El cuerdo loco, y Valdivieso otra, El loco cuerdo. Y agrega Rosenblat una cita de Ludwig Pfandl, quien en su Historia de la literatura nacional española de la Edad de Oro piensa que la verdad y la razón sólo se toleran cuando se manifiestan bajo la apariencia de la necedad o la locura. No han faltado, desde luego, en lo que respecta a la demencia de Don Quijote, opiniones más o menos fundamentadas en conocimientos científicos que hoy tenemos, pero que no existían, y ni siquiera se vislumbraban hace cuatro siglos. Helena Percas de Ponseti, en su bello ensayo “La cueva de Montesinos”, nos señala que la tendencia a la lectura psicológica data del romanticismo, lectura por medio de la cual se considera la experiencia de la cueva de Montesinos como resultado de la anormalidad de Don Quijote, quien padece de trastornos psíquico-sensoriales. En cuanto a Cervantes, agrega Percas, se le ve como a un médico o psicoanalista que describe sintomáticamente el caso clínico de Don Quijote. Nuestra ensayista nos remite, entre otros autores, a Hernández Mo-rejón, autor de “Bellezas de medicina práctica descubiertas en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” —1836—, quien afirma que la historia de Don Quijote “está trazada según todas las reglas del arte de medicina’ ’, y a Ricardo Royo Villanova, autor del estudio La locura de Don Quijote —1905. Percas de Ponseti añade que, posteriormente, prevaleció la tendencia a ver en Don Quijote un caso extremo de obsesión idealista dentro de la normalidad. Jorge Guillén, por su parte, piensa que el caballero es “un monomaniático entre pausas y lucidez. En esas pausas aparece Alonso Quijano, que seguía junto a Don Quijote. Así va definiéndose un espíritu, que no cesa de ganar respeto a medida que se le oye discurrir con tanta felicidad. Alonso Quijano demuestra mesura, tino, templanza —o dicho con un término suficiente: discreción”. Como un ejemplo de esas apariciones de Alonso Quijano, Guillén dice que cuando a Don Quijote se le sueltan ‘ ‘hasta dos docenas de puntos de una media que quedó hecha celosía’ quien se aflige por esto no es Don Quijote, sino Don Alonso Quijano el bueno. Con esto, el gran poeta español parece inaugurar —o secundar, en todo caso— una teoría pendular cuyas oscilaciones son de una amplitud inesperada, ya que el columpio no se limita a mecerse entre la locura de Don Quijote y el buen juicio de Don Quijote, sino que lo hace entre Don Quijote el loco y Quijano el cuerdo, es decir, entre el presente y el pasado y entre el presente y el futuro: o en otras palabras, entre el personaje que todavía no es Don Quijote pero que lo será, para dejar de serlo, y aquel que ya es Don Quijote, habiendo sido, para volver a serlo, Quijano el bueno. La tendencia a aplicar un ojo clínico a la chifladura de Don Quijote, pues, no data de este siglo y podríamos abundar en ejemplos. Dana B. Drake, en su guía de la crítica sobre El Quijote (1790-1893), nos indica que la manía de considerar a Cervantes como un psiquiatra la inició Emilio Pi y Molist, él mismo doctor en psiquiatría, en un largo estudio publicado en 1886. Con esta tendencia se solidarizó E. Louveau, quien en un ensayo titulado “De la manie dans Cervantes”, 1876, afirma que el Manco de Lepanto “era un psiquiatra nato que procuró reunir en un solo ser humano las diversas manifestaciones de locura que había tenido oportunidad de observar en varios casos. Se señalan causas, síntomas físicos y alucinaciones evidentes a medida que la locura de Don Quijote evoluciona, de un estado confuso, a una obsesión definitiva”. En la misma recopilación aparece un texto de Juan Valera, leído ante la Real Academia Española en 1864, en el cual éste critica a todos aquellos que han hecho de Cervantes ‘ ‘un psicólogo sutil, un refinado político o un consumado doctor en medicina’ ’. Por último, vale la pena citar, del libro de Drake, a Díaz de Benjumea, el cual, después de advertir que a la locura del caballero debemos juzgarla desde tres puntos de vista: “estético, psicológico y crítico o trascendental”, señala que no son los médicos los que han podido explicar la demencia de Don Quijote, sino los poetas, ya que de lo que sufre, en realidad, el caballero, es de melancolía, padecimiento que han compartido la mayoría de los grandes filósofos, poetas, ascetas y amantes. Psicópata, en el sentido original de la palabra: enfermo mental — porque el psicópata no es necesariamente un malvado, como suele entenderse hoy día—, es, por lo tanto, un adjetivo que podemos aplicar a Don Quijote, puesto que se trata de un loco. Otros también, si deseamos teorizar sobre el tipo de locura o de locuras que padece. También esquizofrénico, ya que se trata de una doble personalidad, o “personalidad dividida”, como escribe Leo Spitzer, partidario de esta teoría. O podríamos también considerarlo como paranoico, en vista de que sufre un delirio de persecución muy claro: ‘ ‘perseguídome han encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me perseguirán”. Pero esto hace surgir varias dudas. Una, si estas clasificaciones no resultan demasiado estrechas para un individuo tan complejo, cuya personalidad no parece dividida nada más que en dos caras opuestas, como sucede en la esquizofrenia —es, por supuesto, el caso del doctor Jekyll y el señor Hyde o de sus variantes: por ejemplo, el problema del doctor Jekyll y la señora Hyde—, sino en muchas y muy ricas facetas. Otra interrogante es si tiene algún sentido aplicar un criterio científico a un personaje literario: a primera vista, parece absurdo. Acudo de nuevo a Torrente Ballester: Nadie duda que los médicos tengan derecho a juzgar desde su punto de vista a un personaje de novela, a condición de que se reconozca al crítico literario un derecho idéntico a juzgar como piezas poéticas, verbigracia, la obra entera de Freud. El estupor ante tal osadía seria general, y, en consecuencia, descalificado el critico, al menos como hombre en su sano juicio. Pero, ¿no existe por parte de los médicos extralimitación semejante al entretenerse en una figura poética como ‘‘caso clínico”? Adviértase que no se trata aquí de ‘‘los autores” sino de “sus figuras”. Cuando Freud toma por su cuenta y somete a su análisis la obra literaria de Dostoiewski o de Shakespeare, o la pictórica de Leonardo, lo que busca su estilete es el corazón y la mente “del autor” a través de sus manifestaciones “consideradas como síntomas", pero esto, por muy científico que sea, “no añade nada a la literatura” sino todo lo más a la biografía de los literatos. Más adelante, Torrente Ballester pide que se admita “no ya la posibilidad, sino la realidad de un escritor que, al inventar a un loco, lo haga sin tener en cuenta las conclusiones de la ciencia. O, dicho de otra manera, que le invente una locura original e irreductible”. Y concluye: “la psicología de un personaje no tiene por qué ser real; basta que sea ‘convincente’ ’ ’. La opinión al respecto de Francisco Ayala, expresada en La invención del Quijote, no es muy diferente: ‘ ‘Los estudios que se han hecho a veces del ‘caso’ Don Quijote con el designio de encuadrarlo desde el punto de vista clínico... interesantes como curiosidad, son disparatados en cuanto quieren fundar juicios literarios”. Por su parte Luis Rosales, quien vuelve al tema una y otra vez, cita a Francisco Maldonado Guevara, el cual afirma que “la locura de Don Quijote no es clínica, sino mística, es decir, trascendental’ ’. En mi opinión, nada malo habría en que un psiquiatra se acercara a la locura de Don Quijote —o de cualquier otro personaje literario—, si lo tomara como un juego, ya que sería, al fin y al cabo, el mismo que todos jugamos cuando consideramos a Don Quijote como un ser que de verdad existió y cuya vida, cuyas aventuras, nos fueron narradas por Cervantes. Es decir, y lo reitero una vez más, cuando juzgamos al protagonista desde el meollo de su verdad literaria. Después de todo nosotros, los novelistas, incursionamos a veces en los campos de la medicina, para darles mayor verosimilitud a nuestros personajes. El vómito negro que sufre al final de su existencia Madame Bovary es la prueba de que Flaubert conocía muy bien cuáles eran los síntomas del envenenamiento por arsénico. Además, no se le puede exigir coherencia a Cervantes en lo que se refiere a la patología de su personaje, ya que los escasos conocimientos de la época no la permitían. Hoy, una buena parte de los novelistas hemos leído, o al menos ‘ ‘leído de oídas”, como diría Sancho Panza, los trabajos de Freud, de Jung, de Lacan, por citar a los teóricos de los problemas del alma más conocidos, y contamos con instrumentos más precisos para construir, por así decirlo, una personalidad patológica. Pero es una gran fortuna que esos conocimientos no existieran cuando Cervantes escribió El Quijote, puesto que su empleo no garantiza de ninguna manera la eficacia de la literatura. Es más, puede ser contraproducente, al poner en grave peligro la espontaneidad y el fluir de la intuición del novelista. Sí, en efecto, no hay coherencia en Don Quijote como personaje literario, pero tampoco la hay en la inmensa mayoría de los seres humanos. Luis Rosales amplía sus puntos de vista sobre el mal que padece el caballero. Para él, por ejemplo, el episodio de la cueva de Montesinos representa el esfuerzo de Don Quijote para salvarse de la locura, y la segunda parte del libro, una especie de camino hacia la cordura que Don Quijote recorre “con muy buen pie”. Más adelante, Rosales se contradice y llega incluso a decir que “la cordura de Don Quijote se manifiesta desde la primera a la última página del Quijote de 1615”. Tiene razón Rosales en lo primero que dice, y eso lo demuestra la muerte de Alonso Quijano, vuelto a ser el cuerdo y el bueno. Pero la segunda afirmación es falsa de toda falsedad, ya que en el camino a la cordura Don Quijote encuentra, en esa segunda parte, varios escollos, y sufre tropiezos lamentables. A veces esos tropiezos tienen que ver con una realidad que se disfraza de irrealidad. La primera muestra que tiene de ello es el encuentro, en el capítulo xi, con los recitantes de Angulo el Malo, que acaban de representar el auto de Las Cortes de la Muerte, y que Don Quijote está a punto de confundir con una aparición de demonios, muertes, ángeles y cupidos de verdad. No lo hace así, y por esa vez triunfa el buen juicio. Pero, más adelante, son los duques los que se encargan de desfigurar la realidad y Don Quijote cae en la trampa desde la primera broma sangrienta que le gastan, en el bosque, donde se aparece Dulcinea escoltada nada menos que por seis tropas de encantadores, acompañada por una siniestra figura que es a la vez una ‘ ‘muerte viva’ ’ y el Mago Merlín, hijo del diablo. ¿Por qué cree Don Quijote en la realidad de ésta y otras farsas? ¿Por loco, por ingenuo, o por tonto? Unos capítulos antes, se traga completo el anzuelo del Caballero del Bosque, o de los Espejos, al cual, como sabemos, derrota en singular combate. Lo interesante es que vence, y al quitarle las lazadas del yelmo, descubre, con admiración y espanto, “el rostro mismo, la misma figura, el mismo aspecto, la misma fisonomía, la misma efigie, la perspectiva misma del bachiller Sansón Carrasco’ ’ y, como sabemos, piensa que los encantadores le han jugado, una vez más, una mala pasada. Locura muy distinta a la de confundir molinos de viento con gigantes, ya que en esta ocasión se le muestra la realidad, la contempla con sus propios ojos, y no cree en ella. Y después del encuentro con el caballero sigue el capítulo del retablo de Maese Pedro y después el del Hbro. ¿Es éste el camino hacia la cordura? Durán nos recuerda que el hispanista A. A. Parker dice que Cervantes envía a su héroe a un viaje externo de ida guiado por la locura, y lo hace retornar en el viaje de regreso hacia la salud mental y la percepción de lo que en verdad existe. Puede ser, pero en todo caso, parecería que el viaje de ida lo hizo en burro, y el regreso en avión. ¿O es que no nos hemos dado cuenta que si Alonso Quijano enloqueció poco a poco, Don Quijote en cambio se volvió cuerdo de repente? Se supone que fue así, que Alonso Quijano —como antes decíamos— no enloqueció con el primer libro de caballerías que cayó en sus manos, porque esa primera lectura hubiera determinado su primera salida. En el capítulo vi de la primera parte se nos dice que Alonso Quijano tenía en su biblioteca “más de cien cuerpos —o sea, volúmenes— de libros grandes” y otros pequeños, en tanto que en el capítulo xxv Don Quijote se refiere a más de trescientos libros. Es lógico pensar, por lo mismo, que Alonso Quijano se deslizó, a medida que avanzaban sus lecturas, que debieron tomarle meses, si no años, hacia la oscuridad. En cambio Don Quijote regresa de la noche a la mañana de esa oscuridad, de esas “sombras caliginosas de la ignorancia” dos o tres páginas previas a su muerte, tras un sueño de seis horas. Apenas unos días antes —seis, al parecer—, le había contado al bachiller y al cura su intención de volverse pastor con el nombre de Quijo-tiz, y tanto uno como otro “aprobaron por discreta su locura” y, habiendo aceptado a su vez rebautizarse con los nombres del pastor Carrascón y del pastor Curambro, ofrecieron acompañarlos —a Quijotiz y al pastor Pancino—, en sus bucólicas aventuras. Sin embargo, en otra parte de su libro, Rosales da a entender que la locura del caballero no es tal, ya que ‘ ‘Don Quijote transforma el mundo en que vive por una operación anterior a todo razonamiento que constituye su verdad vital” y se apoya en José Antonio Maravall, quien nos dice: En Don Quijote propiamente lo que hay no es un desquiciamiento de la razón, sino otra cosa. Don Quijote ha llevado a cabo un total y previo trastocamien-to de los datos del mundo empírico. Los molinos son gigantes; las ventas, castillos; los rebaños, ejércitos; la bacía, yelmo; el molino harinero junto al Ebro, cárcel odiosa. Esto supuesto, es decir, transmutados estos datos de la experiencia, todo discurre racionalmente. Lo extraordinario está en una operación, en cierta medida previa al razonar, y en virtud de la cual ha cambiado la realidad del mundo, o si se quiere, de los elementos del mundo descoyuntándolos y reagrupándolos en forma distinta a la usual. Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote, va un poco más lejos: Estos molinos tienen un sentido. Verdad es que Don Quijote no anda en su juicio. Pero el problema no queda resuelto porque Don Quijote sea declarado demente. Lo que en él es anormal ha sido y seguirá siendo normal con la humanidad. Bien que estos gigantes no lo sean; pero... ¿Y los otros?, quiero decir, ¿y los gigantes en general? ¿De dónde ha sacado el hombre los gigantes? Porque ni los hubo, ni los hay en la realidad. Fuere como fuere, la ocasión en que el hombre pensó por vez primera los gigantes, no se diferencia en nada esencial de esta escena cervantina. Casalduero nos recuerda que la locura es grotesca y patética, y que la simplicidad es cómica. Pero, en otras épocas, el loco, aparte de ser considerado por algunos como un ser sagrado, casi divino, solía ser motivo de risa y de escarnio, de mofa. Éste debió ser el caso de Don Quijote. Una buena parte de los cervantistas coincide en algo que, por lo demás, es obvio: a medida que fue escribiendo su novela, Cervantes se encariñó con el protagonista y no sólo sintió simpatía hacia su personaje: se apiadó de él. No obstante, las fenomenales palizas y las abrumadoras humillaciones que sufrió Don Quijote hicieron reír, a veces a mandíbula batiente, a generaciones enteras. Vladimir Nabokov no entiende cómo El Quijote pueda ser considerado una obra llena de humor. En su opinión, ‘ ‘las dos partes del Quijote componen una auténtica enciclopedia de la crueldad. Desde ese punto de vista, es uno de los libros más amargos y bárbaros de todos los tiempos”, dice así el genial novelista ruso, y agrega una larga lista de los infortunios que padece el caballero y que se supone deben hacer reír tanto como aquel joven estudiante que, según se dice, observó Felipe III de España desde un balcón de su palacio. Al verlo, sentado bajo un alcornoque, cerca del Manzanares, que leía un libro muerto de la risa, el monarca dijo que aquel hombre, o era un loco, o estaba leyendo El Quijote. Desde luego, se trataba de esto último. Tan sólo en el curso de un día y una noche, dice Nabokov, Don Quijote recibe 1) una tunda de estacazos; 2) ya en la venta, un puñetazo en la boca; 3) golpes diversos a oscuras; 4) un trastazo en toda la cabeza con un candil. Y el día siguiente lo empieza muy bien, perdiendo casi todos los dientes de las pedradas que le dan unos pastores. La diversión ya es absolutamente desternillante en el capítulo 17 de la primera parte con la famosa escena en que unos artesanos —cargadores y hacedores de agujas, a quienes se nos describe como “gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona”— se entretiene a costa de Sancho, manteándole como se hace con los perros en Carnestolendas. Esta posición se suma a la de Ruskin, al que Don Quijote siempre le había hecho llorar, no reír. A propósito de la división que propone entre críticos de Cervantes “duros” y “blandos” —estos últimos serían los que tienen misericordia del vapuleado hidalgo—, Manuel Durán cita a Ruskin, el cual, indignado y dolorido, exclamaba: “Siempre me pareció un espejo de verdadera caballerosidad: y precisamente porque allí el valor y la ternura más conmovedores resultaban vanos a causa de la locura... y porque indirectamente toda la verdadera caballerosidad quedaba así acusada de locura y manchada de vergüenza, califico el libro de sumamente peligroso”. Durán incluye también en su libro la opinión de Francisco Ayala: Al lector actual, formado en el Naturalismo, y para quien la demencia no pasa de ser, o es ante todo una enfermedad objeto de estudio, y una desgracia digna de compasión, la burla del héroe loco tiene que repugnarle; se sentirá obligado a apartar de sí toda intención burlesca; y, desde luego, no percibirá tampoco ese escalofriante titilar del espíritu a través de las brumas de la conciencia perturbada, que diera al demente su prestigio antiquísimo, convirtiéndolo en un ser sagrado y sometiéndolo al trato ambivalente que se aplica siempre a lo sagrado. Pero desde luego, ha habido otros enfoques sobre la locura de Don Quijote. Duffield, citado por Nabokov, concluye que el monomaniaco no era sólo Don Quijote, sino que toda España en el siglo xvi estaba invadida por locos del mismo tipo, hombres de una idea fija... ya que el rey, la Inquisición, los nobles, los cardenales, los curas y las monjas, todos estaban dominados... por la exclusiva convicción, imperiosa y prepotente, de que para llegar al cielo había que pasar por una puerta de cuyas llaves eran ellos los guardianes. Ésta es, sin duda, una opinión solidaria a la expresada muchos años antes, en 1872, por Julius Klein en Geschichte des spani-schen Dramas. Lo cita como sigue, en El pensamiento de Cervantes, Américo Castro: Este gran alienista —se refiere al propio Cervantes— no ha podido efectuar la curación radical, puesto que dejó subsistir intacta la demencia religiosa, específicamente española, la fantástica hereticofobia y el fanatismo religioso, los cuales, como sagrados, compartía con su pueblo... En materia de quemar herejes, Cervantes era una salamandra tan inquisicionófila como Lope de Vega, como Calderón. Algo, sin embargo, puede intentarse no como justificación, sino como explicación de la crueldad en El Quijote. Sin entrar en discusión sobre lo que se ha llamado “la leyenda negra de España”, un conocimiento somero de la historia de esos siglos ‘ ‘detestables’ ’ nos enseña que en esa época el concepto de la crueldad era muy distinto. “Males fueron del tiempo y no de España”, reza el dicho —y males, también de otros tiempos, incluso de los nuestros, males, pues, de la humanidad— y es que muchas de las cosas que ahora en verdad repugnan al hombre civilizado, antes lo hacían reír. Extraña, sí, que por otra parte Nabokov no se dé cuenta del maravilloso humor que rezuman casi todas las páginas de El Quijote. Un humor que no necesariamente hace reír a carcajadas, porque se trata, las más de las veces, de un humor sutil, refinado, que se expresa a través de esa enorme, fantástica abundancia de juegos de palabras, antítesis cómicas, disparates y prevaricaciones y refranes de Sancho Panza, sinonimias, expresiones notariales y jurídicas, náuticas, pastoriles y bucólicas, religiosas —empleadas con magistral ironía—, comparaciones, burlas, y tantas otras cosas, incluidas las alusiones literarias: a romances y coplas, a Manrique, a La Araucana, a las églogas de Garcilaso que aún hoy, cuatro siglos después, provocan en el lector una sonrisa de complicidad. Ignoro si Nabokov leyó El Quijote en español, pero es evidente que, si se es extranjero, sólo en el caso de un hispanista consumado puede disfrutarse de esta infinita gama del humor y del ingenio de Cervantes, ése sí ingenioso hidalgo, ingenioso príncipe de tomo y lomo. Imposible trasladar todo ese caudal de talento humorístico a otra lengua. Entre los varios dislates que dijo Don Miguel de Unamuno, fue que El Quijote ganaba al ser traducido. Rosenblat, en un intento de justificarlo dice, al final de su libro, que Unamuno ‘ ‘quería ver al héroe y sus hazañas de manera descarnada, sin las trabas del lenguaje ni los refinamientos de estilo”.' Pero yo no sé qué tenía el bilbaíno, cuando dijo esto, en los aposentos de la cabeza. Del mismo modo que hay enfoques como los anteriores de la locura que Don Quijote compartía con España —ya lo dijimos cuando hablamos de Jules Klein y de Duffield—, hay también versiones sobre cuáles fueron, además de la lectura de los libros de caballerías, las causas que contribuyeron a la insania del caballero. Por ejemplo, la teoría de Azorín. O mejor dicho, el juego de Azorín, quien, en La ruta de Don Quijote, en el capítulo “Psicología de Argamasi-11a’’, nos dice primero que “todas las cosas son fatales, lógicas, necesarias; todas las cosas tienen su razón necesaria y profunda. Don Quijote de la Mancha había de ser forzosamente de Argamasilla de Alba”. Cuenta después Azorín que el pueblo fue fundado por un grupo de gente atemorizada, enardecida, exasperada que huía del azote de varias epidemias y que el pánico y la angustia de los fundadores fueron heredados por los habitantes de la nueva ciudad en la que por lo tanto prevaleció un ambiente de hiperestesia sensitiva, de desasosiego, de anhelo perdurable por algo desconocido y lejano... Nos cuenta después que Argamasilla, un pueblo enfermizo, recibía vapores procedentes de un “detenimiento del agua” del río Guadiana —información parecida a la que proporciona Cle-mencín, quien nos habla de una población enfermiza y señala que dichos vapores provenían “de un caz tomado del río, que atravesaba el pueblo’ ’. Azorín se refiere después a ‘ ‘ese aire de vetustez, de inmovilidad, de reposo profundo, de resignación secular —tan castizos, tan españoles— que se percibe en todas las casas manchegas y que tanto contrasta con la veleidad, la movilidad y el estruendo de las mansiones levantinas”, y se pregunta —nos pregunta: “¿No es natural que todas estas causas y concausas de locura, de exasperación que flotan en el ambiente, hayan convergido en un momento supremo de la historia y hayan creado la figura de este sin par hidalgo...?”. Fantasía, desde luego, pero fantasía de alcurnia, como la de El Quijote mismo. Y Carlos Fuentes, en su libro Cervantes o la crítica de la lectura, nos propone otra versión de las alucinaciones de Don Quijote. Más bien —diría yo, para hacer juego con sus intenciones— lo que nos propone es otra lectura. Don Quijote, dice el novelista mexicano, “es una doble víctima de la locura, porque pierde dos veces el juicio: primero, cuando lee; después, cuando es leído”. Según Fuentes, “la identificación de lo imaginario con lo imaginario remite a Don Quijote a la lectura. Don Quijote viene de la lectura y a ella va: Don Quijote es el embajador de la lectura”. Y cuando Sancho le insiste en que los molinos de viento no son gigantes, sino molinos, Don Quijote, nos dice Fuentes, “lee, y su lectura dice que aquellos son gigantes”. Y más adelante: “Nacido de la lectura, Don Quijote, cada vez que fracasa, se refugia en la lectura. Y refugiado en la lectura, seguirá viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura: será fiel a ella porque para él no hay otra lectura lícita”. Lectura, locura, verdad y vida en Don Quijote son, afirma Carlos Fuentes, una sinonimia... Y ahora vamos a ocuparnos de las tonterías en que incurre Don Quijote, y en particular de una, en la primera parte del libro, cuya enorme responsabilidad comparte no sólo con el cura, el barbero, el ama y su sobrina, sino, lo que es peor, con el autor de sus días, o mejor dicho, con su padrastro, Cervantes, a quien difícilmente podemos perdonarle tan singular descuido, que hizo que todos aparecieran como tontos. Como tontos de remate, y entre los cuales se incluye a un número indefinido de críticos y lectores que no se han dado cuenta de este error, más que garrafal, estentóreo. Estentóreo, digo, en el sentido de sonado y escandaloso. O tal vez sí, tal vez —y yo lo ignoro—, alguien lo señaló en alguna ocasión: un crítico lituano olvidado, un oscuro hombre de letras español en su discurso de ingreso a la Academia de la Lengua... De todos modos, vamos a ocuparnos de él, de este error, con cierto detalle. Thomas Mann, quien se dedicó a leer El Quijote en un viaje transatlántico con destino a Nueva York, nos dice que Don Quijote estaba un poco tocado, pero que de ninguna manera era un tonto. Aunque, agrega el genial novelista, este hecho no estaba muy claro, incluso para el propio autor, al principio del libro. Mann, sin embargo, no nos habla del aposento desaparecido, episodio que da título a este artículo, y del que se trata el error de marras. Por principio de cuentas habría que señalar que la tontería y la locura son parientes cercanos. La expresión “a tontas y a locas” nos proporciona un indicio de este parentesco al colocarlas al mismo nivel. En muchas ocasiones las palabras “tonto” y “loco” son usadas casi como sinónimos. Es así como, y para no ir muy lejos, en el capítulo LXX de la segunda parte de El Quijote, en el cual el loco, que es Don Quijote, el mentecato, que es Sancho, y con ellos los duques, quedan reducidos, todos, a la calidad de locos y tontos al mismo tiempo: “Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí tan locos a los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos’ ’. Sabemos, no obstante, que así como hay personas que no son ni tontas ni locas, y que hay otras que son las dos cosas, las hay también que, siendo tontas, no tienen nada de locas, y viceversa. Don Quijote no es un tonto en el sentido de que, si como antes afirmábamos, el decir una que otra mentira no lo vuelve a uno mentiroso; tampoco el hacer una que otra tontería, por gorda que sea, hace de uno un tonto. Digamos que Don Quijote es casi siempre un loco, algunas veces cuerdo y unas pocas tonto. Otras, parece ser las dos cosas. A mi leal saber y entender, y para poner sólo unos cuantos ejemplos —que cito un tanto cuanto en desorden y que de ninguna manera pretenden ser exhaustivos—: se comporta como un loco cuando vela sus armas y arremete contra el arriero. Como tonto, o ingenuo, o las dos cosas —aunque con ribetes de chalado, puesto que confunde al labrador con un caballero—, cuando libera a Andresillo de las garras de Haldudo. Es un loco también cuando desafía a los mercaderes toledanos que iban a vender seda a Murcia, y loco cuando, a medio reponerse de la paliza, se cree Baldovinos y Abinda-rráez —a pesar de que es entonces cuando dice la citadísima frase: “yo sé quien soy”, pero el lector no sabe si eso lo dijo Baldovinos, Abindarráez, Don Quijote o Alonso Quijada, Quesada o Quijano. Ni tonto ni loco cuando se bate en sueños con Roldan, porque se trata de eso, de un sueño. Pero loco cuando se despierta, porque entonces se cree Reinaldos de Montalbán. Loco, también, cuando se lanza contra los molinos de viento, creyéndolos gigantes y cuando se topa con los frailes de San Benito que se le aparecen como dos magos jinetes en sendos dromedarios. Ni tonto ni loco, al parecer, cuando defiende la causa de la hermosa Marcela. Un tonto y un loco a la vez, cuando ataca a los arrieros yangüeses: “son más de veinte”, le advierte Sancho, pero Don Quijote le replica: “yo valgo por ciento”, y lo muelen a palos, a él y a los otros noventa y nueve quijotes. Loco también cuando el cuadrillero cortejante de Maritornes le rompe la boca y le muele las costillas, y el hidalgo atribuye la aporreadura a un encantado moro. Y loco cuando lucha contra los carneros —aunque, si recordamos el razonamiento que sobre la altura de los animales hacen Torrente Ballester y Basan-ta, ni loco ni tonto, sino mentiroso. Loco, cuando agrede al cortejo fúnebre, y cuando confunde la bacía del barbero con el yelmo de Mambrino. Tonto, tonto de capirote, cuando libera a los galeotes y más tonto aún, iluso —y loco al mismo tiempo—, cuando les pide que vayan a rendir pleitesía a su señora Dulcinea del Toboso. Ni tonto ni loco cuando en Sierra Morena le dice a Sancho que se va a dar de calabazadas en las peñas, y cuando Sancho lo deja, se olvida de las calabazadas y se dedica a hacer versos. Ni una ni otra cosa tampoco, cuando destaza los pellejos de vino, porque al parecer se trataba sólo de un sueño como, creo yo, es el caso de la cueva de Montesinos. Loco, desde luego, cuando se deja colgar por la mano de una ventana en el muro de la venta, y cuando embiste a la comitiva que lleva a la imagen de la Virgen y loco todas las veces que se deja engañar por las crueles bromas de los duques. Loco, cuando combate con Carrasco la primera vez y tonto, sin dejar de ser loco, cuando después de derrotarlo, lo reconoce y lo niega, sin rendirse a la evidencia. Tonto, tontísimo cuando reta a los leones. Pero ni una cosa ni otra, cuando detiene la pelea de los partidarios de dos novios distintos en las bodas de Camacho, o cuando convence a que liquiden su cuenta con el ventero dos huéspedes que se escabullían sin pagar. Y loco cuando la emprende contra los títeres de Mae-se Pedro, y cuando en el Ebro confunde a una barca con un barco encantado. Tonto, más bien, cuando se enfrenta al desmesurado jabalí. Y ni tonto ni loco, al parecer, sino en todo caso mentiroso, en el episodio del caballo Clavileño. Loco cuando confunde a los gatos con un demonio y cuando acepta la derrota que le inflige el Caballero de la Media Luna. Loco cuando lo atacan los encantadores pellizcadores, loco cuando cree que Dulcinea se desencantará con los azotes que Sancho se autopropine, loco, en fin, cuando dice que se convertirá en el pastor Quijotiz. Y tonto, más que tonto, tontísimo, tontérrimo —Don Tonto y alma de cántaro, como lo llamó el siniestro eclesiástico—, cuando en el capítulo vi de la primera parte se despierta en su casa, busca en vano el aposento de sus libros y el ama dice que todos los libros, y con ellos el aposento —o al revés—, se los llevó el sabio Muñatón. Y Don Quijote, tras corregir al ama: ‘ ‘Frestón, diría”, comulga con la rueda de molino entera como si nada. Ningún autor está obligado, y además ni puede ni le conviene, contar todo lo que hacen sus personajes. Pero en este caso, en que se trataba de una operación secreta, de una mentira urdida por unos personajes para engañar a otro, surgen varias dudas. Por ejemplo: ¿Qué se hizo de los restos de la hoguera en donde cien libros —o quizás trescientos— fueron quemados? ¿Por qué no los descubrió Don Quijote al día siguiente? ¿Se los llevaron? ¿Los enterraron? ¿Barrieron y sacudieron todas las cenizas voladoras que pudieron haber quedado en el piso del corral, en el de la casa, en los muebles? Y cuando decidieron tapiar la puerta de la biblioteca, ¿de dónde sacaron las piedras o los ladrillos para hacerlo? ¿Y con qué argamasa, o argamasilla los pegaron? ¿Es verdad que Cervantes después de que despierta Don Quijote, lo hace que se quede dos días en cama, con lo cual podemos suponer que la argamasa se había secado y que no estaba ya ni húmeda ni fría —aunque esto no suele suceder en tan poco tiempo—, cuando Don Quijote pasó sus manos sobre el nuevo muro tal como se nos cuenta: 1 ‘Llegaba adonde solía tener la puerta y tentábala con las manos’ ’. Es cierto también que, para la posible persistencia del olor a quemado, la sobrina tenía un pretexto ya que según ella el ladrón del aposento había dejado “la casa llena de humo”. Pero si la puerta de la biblioteca fue tapiada nada más que con ladrillos, sin pintar, sin enjalbegar, ¿cómo es que no notó la diferencia entre ladrillos viejos y ladrillos nuevos, entre ladrillos sucios, percudidos por el tiempo y ladrillos limpios? ¿Y cómo es que no notó lo que hubiera notado un niño: que esta diferencia en color estaba definida por las dimensiones de una puerta, claramente limitada por los sitios donde antes se encontraban umbral, dintel y jambas? ¿Tuvieron que ensuciar los ladrillos nuevos, o limpiar los viejos? Y si sí estaba pintado el viejo muro, lo mismo: ¿cómo es que el jalbegue se secó tan rápido, cómo es que no estaba todavía húmedo o frío, cómo es que Don Quijote no se fijó en la diferencia de color entre el nuevo y el viejo jalbegue? Con una gigantesca agravante: la biblioteca tenía una ventana que daba al corral, puesto que por ella, nos cuenta Cervantes, salió volando, para dar comienzo a la hoguera, Las Sergas de Esplan-dián —poco antes, en el mismo capítulo, el vi de la primera parte, la sobrina había dicho de los libros, que “mejor será arrojallos por las ventanas del patio”— y a Esplandián le siguieron otros: ¿Por qué no tapiaron también la ventana? ¿O las ventanas, puesto que la sobrina se refirió a más de una? ¿Por qué Don Quijote no se encaminó al corral, ni esa mañana ni nunca, para asomarse por ella o por ellas, con lo que hubiera visto que el aposento no había desaparecido? La existencia del corral desde luego, era bien conocida de Don Quijote, puesto que en el capítulo 11 también de la primera parte, se nos dice que ‘ ‘por la puerta falsa de un corral salió del campo”. Y quedan en el tintero consideraciones aún más graves en torno al aposento desaparecido. A ellas llegaré, pero sólo después de referirme a un hermoso comentario que sobre la apertura de El Quijote como obra literaria hace Félix Martínez Bonati, y al que acudo gracias a una asociación de ideas. Trataré de resumir, sin traicionar. Martínez Bonati dice que a la unidad de una obra novelística contribuye sustancialmente esa cualidad de mundo clausurado, homogéneo, absoluto, en el que Henry James veía la perfección artística del objeto narrativo. Sin embargo, en El Quijote, ese hermetismo “sufre rupturas considerables”, y esto se debe a la inclusión del horizonte histórico. Lejos de cerrarse herméticamente, dice Martínez Bonati ‘ ‘el mundo imaginario del Quijote confunde sus límites con la realidad histórica y con otros mundos imaginarios”. En pocas palabras, esto provoca ‘ ‘la disolución de los bordes del espacio imaginario”. La disolución de los bordes del espacio imaginario... si Cervantes hubiera pensado en esto una sola vez, aplicado a la disolución de los bordes, de las paredes del imaginado, imaginario aposento donde Don Quijote guardaba su biblioteca, hoy no me asombraría yo tanto de esta supina tontería. Porque vamos a ver. Vamos a imaginarnos un aposento de cuatro paredes, tal como debió de ser la biblioteca de Alonso Quijano. Si es cuadrado o rectangular, es lo de menos, el caso es que tenga cuatro muros, como la inmensa mayoría de las habitaciones de la inmensa mayoría de las casas del mundo entero, además, claro, de un piso y un techo. Ahora bien, imaginemos una casa de un solo aposento de cuatro paredes, situada en la mitad del campo, y que de pronto desaparece. ¿Qué queda? Nada, sólo un hueco, un vacío, ya que la habitación desapareció entera, o sea con todos sus muros, su piso y su techo. Pensemos ahora en un aposento que forma parte de una casa como la de Don Quijote o cualquier otra casa imaginable. Lo menos que puede compartir este aposento con otro aposento de la casa, es un muro, una pared. Porque no hay que perder de vista que el muro de una habitación es siempre el muro de otra que está ubicada al lado, o enfrente, o atrás de ella, según se vea. De modo que, si esa habitación se esfumara en la nada, se esfumaría también el muro de la otra habitación, quedando esta última abierta a un espacio hueco, a una especie de patio, ya que el otro aposento, al esfumarse, se llevó también su piso y su techo. Y, mientras más muros comparta con otras habitaciones el aposento destinado a desaparecer: dos muros con dos habitaciones, tres con tres, o cuatro con cuatro —el número de habitaciones con las que comparta paredes será siempre igual al número de muros compartidos: si fuera octagonal podría compartir muros hasta con ocho habitaciones— mientras más muros comparte, decíamos, mayores serán los estragos que cause su desaparición, mayor el número de otros aposentos que pierden sus muros, mayor el hueco a cielo abierto que se abriría en la casa. Y, por supuesto, hablamos de una casa de una sola planta, como la que sin duda tenía Don Quijote: en un edificio, la desaparición de un aposento supondría la desaparición del techo de la habitación situada abajo, así como la desaparición del piso de la habitación situada arriba. Ahora bien, si se tapian las puertas que puede tener una habitación, una, dos o tres o las que fuere, y con ella la ventana o ventanas, la habitación no desaparece, simplemente, queda clausurada, lo cual es harina —y argamasa— de otro costal. No sé con cuántas otras habitaciones de la casa de Alonso Quijano compartía paredes el aposento desaparecido, pero cuando menos lo hacía con una de ellas: en cuyo caso ese único muro compartido era, claro, el mismo por el cual el hidalgo deslizó sus manos, desesperado, acariciando, incrédulo, sus ladrillos. ¿Cómo pudieron ser tan tontos el ama, la sobrina, el cura y el barbero, y pensar que Don Quijote los creería? ¿Cómo fue posible que tuvieran en tan baja estima su inteligencia, y suponer que él sería tan tonto? ¿No sabían, acaso, que una cosa era ser loco, y otra muy distinta ser tonto? ¿Y cómo, sí, cómo fue posible que Don Quijote actuara como ellos habían previsto y se portara como un tonto de capirote? De todos modos, de nada sirvió tapiar la puerta del aposento, porque para Don Quijote había otras puertas por donde entrar y salir. Al comienzo del capítulo vn de la segunda parte, se queja el ama, acongojada, con Sansón Carrasco: “...mi amo se sale, sálese sin duda”. Y cuando el bachiller pregunta por dónde se sale: “¿hásele roto alguna parte de su cuerpo?”, el ama responde: “No se sale... sino por la puerta de su locura’ Que por fortuna de eso, de locura, más que de tontería, tenía el hidalgo llenos los aposentos de la cabeza, y no vacíos, ni como aquél donde guardaba sus libros, ni como aquellos a los que se refería el cabrero que contó la historia de la antojadiza Leandra. Y una sola cosa más, para terminar: no, mi señor Don Quijote, no estoy de acuerdo con lo que dijo, de usted, su sobrina: “apostaré que si quisiera ser albañil, que supiera fabricar una casa como una jaula”. No, usted no tiene ni idea de lo que es un aposento que tiene un piso, un techo, y una pared o dos, o tres, o cuatro paredes que comparte con otros aposentos. De albañilería, mi Señor, no sabe usted un ardite. Pero no se preocupe: Don Miguel de Cervantes construyó, para usted, y para que la habite hasta el fin de los siglos, una catedral. |
por Femando del Paso
Publicado, originalmente, en Cuadernos americanos Año XI Nueva Época Número 61 Enero-Febrero 1997
Link del Número 61:
http://www.cialc.unam.mx/ca/ne/NE-61.pdf
Universidad Nacional Autónoma de México
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