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Tuve que viajar,
recorrer cuatro países,
tres fronteras
y cruzar dos ríos.
En cada aduana,
entre las maletas y los guardias,
en cada bar,
recorriendo las mesas y vitrinas,
me topé con varios niños,
sucios, lastimados
(en la piel y el corazón),
inquietos, despabilados.
Unos me hablaron en guaraní,
otros en español, y otros en portugués,
unos me pidieron guaraníes,
otros pesos,
los demás reales.
Y todos eran diferentes,
pero tenían el mismo rostro,
el mismo apetito infinito
(físico y espiritual).
Todos estaban solos,
en el frío, en el calor,
a la sombra, o en la noche
cubriéndose apenas con un manto de estrellas.
Solos y hambrientos.
Y allí me di cuenta que,
a pesar de las barreras sociales,
políticas, ideológicas, o del idioma,
de las creencias religiosas,
del pasado atormentado,
del futuro incierto,
hay algo que unifica a nuestros países...
Y es que los pobres son todos iguales. |
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