Ese billete lo estoy debiendo.
Suena el silbato del afilador. Sueño un caramelo y otra vez el afilador que me devuelve al sueño.
Ese billete lo estoy debiendo
Decido levantarme y no olvidar la frase. Aquellos que tienen que levantarse saben. Es una opción envidiable: Decido levantarme porque quiero, pero no tengo que levantarme.
Arma el mundo afuera su concierto, la estructura de su encanto desparejo. Arrastro mis pies hacia el baño, me rasco, lento. Abro apenas los postigos para que la mañana meta un brazo, dos, de sol.
Estoy solo, no cabe duda. Los otros desaparecieron hace rato. La mujer, los amigos. A veces me los cruzo y creo que habitamos tiempos diferentes, dimensiones. Ellos tapan con su mano el sol y yo saludo desde el rayo. Pasamos. Cumplimos con las palmas el deber de hacer paréntesis el espacio que hay en medio y seguir, saber que no vinimos de Neptuno. El pasado es un fantasma bueno. Merodea por las calles, acecha ese momento en el que el cuerpo del presente le permite introducir una moneda. Lo deja, por un instante, valer la pena.
Ayer atropellé a un tipo. Pensé que era un amigo, alguien de otra dimensión, pero resultó ser coetáneo. Mientras lo
atropellaba y tanto él como su bici llenaban el espacio de mi campo, tuve el deseo o el reflejo de retrasar la escena:
Rewind, fue la palabra en mi cabeza y la sensación que la palabra subtitulaba era de placer, era agradable. Sentí que ingresaba en un tramo de la estructura del mundo, que me hacía carne con él en esa perfección de sonidos de quiebre y en la imagen de algo que se fuga, se escapa de los órdenes, se eleva, estampa a un bicivolador patas arriba como inmediato horizonte.
Pero el auto siguió y el tipo aterrizó con una pierna en pedazos. Que después de aterrizar y de rodar ya fueron pedacitos, trozos rotos, restos precarios de una imagen de fragilidad.
Asesido,
asesido, gritaba una vieja.
Entonces llegó el sonido de una sirena, después luces y debajo una ambulancia. Es todo lo que recuerdo. Me falta la imagen de cuando me agarraron del cogote, a juzgar por las marcas, y me partieron el labio. Mi abogado me sacó rápido, teniendo en cuenta el tiempo que se toma con los pobres. Pobres diablos. Se supone que el diablo es poderoso. ¿Por qué
diablos, a esos pobres? En fin, dormí en casa. Me levanto, me deslizo hacia el baño, abro a medias un postigo, otro, todo el tiempo me rasco mientras trato de asociar la frase con el sueño.
Ese billete lo estoy debiendo
Caramelo. Silbato... ¿Cómo sobrevive un afilador de cuchillos?
Me asomo pero no alcanzo a ver la figura del afilador. Vuelvo al baño. A la imagen, tentadora, de un caramelo.
Compraba uno solo. Me lo regalaban, no tenía cambio. Guardé el billete. Lo estoy debiendo. Me lavo los dientes, esquivo mirarme.
Por cada afilador hay diez vendedores de cuchillos. Nuevos, robados, baratos, famosos, alemanes, cuchillos que sólo podría usar Rambo.
Nunca detuve a un afilador de cuchillos para ver lo que hace.
Cómo.
Nunca vi los Bicivoladores, ni Rambo II.
Fui precoz, es cierto. No porque tuviese erecciones tempranas ni porque en el jardín supiera o supiese quién es o fue Manuel Belgrano. Fui precoz en saltearme caramelos, fanatismos, ilusiones de un infante, rebeliones de pendejo. Esperé, paciente, que madurara el resto.
Viento, hojas, páginas, tiempo.
Lo veo ahora, que estoy podrido.
No fue consciente. Y me admiro, admiro todo lo que ya no soy. Me siento un número de bingo que alguna vez habitó la cima sin esfuerzo, concibió el azar como destino, premio. Mientras, voy hacia el baño, esquivo los cambios, evito el espejo.
Retención de líquidos, cachetes inflados, arrugas, un diente menos, la mirada oscura, trasfbndos de miedo. La cabeza gacha, la panza in crescendo, los hombros caídos, la memoria en blanco, la memoria en negro.
El tipo al que choqué me compró el auto, ayer mismo.
Me miro en el espejo.
Ha ocupado mi lugar alguien parecido pero viejo, gordo, arruinado. Arrastra los pies, no accede a mi memoria, no concibe la esperanza.
El silbato del afilador estaba fuera del sueño. Salgo a llamarlo pero no lo veo, ni tengo cuchillos...
Tenían tus huellas, los cuchillos del sueño. Los tiré cuando te fuiste por la espalda y mi cadáver repetía No te entiendo.
Busco un disco. Leo contratapas. Para que sea bueno, en lo que voy a escuchar no tiene que haber ningún título de canción que tenga la palabra Love, ni Cry, ni Baby, ni Live, ni diez o doce palabras más que siempre están.
Hay tres, de cien. Pero uno tiene la palabra Way, y Overcome, de Tricky, tiene la palabra Love, a pesar de que el disco empieza con Fuck You, una pena, así que me quedo con Like
Swimming, de Morphine.
Prendo un faso. Me acuesto. Se me pegotea un caramelo en la cara. Un billete inalcanzable monta en pelo sobre el sueño. Lo estoy viendo, debiendo. Un billete.
Nunca te compré un vestido, un caramelo: Te compré una bicicleta, entradas de un concierto, gafas, carritos llenos de supermercado. Idioteces. Nada cotizaba en el ensueño. Tu silencio era una dote en el brillo del amor y tus ojos lo guardaban, me ahorraban la miseria. Pero yo me ahogaba en desprecios contra los clichés, aborrecía lo cursi, despotricaba
contra lo naify me llenaba de palabras como naif clichés, despotricar o cotizar. Armaba y enarbolaba mis días como pancartas de un idiota sin marchas que marchar. Estaba en contra del mundo, y vos eras el mundo. Descarnado, entero, al natural.
Agoté bastante rápido tus recursos naturales, debo reconocerlo. Pero de noche. La noche te da sorpresas.
Se desliza como un cordón por tu cuello. Cuelga primero un diente, para que muerdas la libertad. Después otro, y otro más, y así hasta completar las fauces del miedo.
Hiena camaleónica, mujer feroz. Ingenio de laberintos desnudos, de cuerpos sedientos.
Y cada ingenuo que se cree genio cae, creyendo que sube.
Y cada genio que cree que gana pierde. El genio, la cordura, la postura de un par entre mortales. Me queda una latita en la heladera. Dos quimeras, tres ensueños. Un vocabulario acongojado y apropiado en el
cansancio, comodín que sale cuando quiere para el muerto cómodo.
Al cuarto intento me levanto. Río Cuarto sigue ahí, desatenta, ciega a mi entrar y salir, llamar afiladores, quebrar ciclistas. Con la plata del auto compro una nueve y me voy hasta el diario. Le apunto al editor, le doy este escrito. Me hacen un cheque y salgo a gastarlo en llamadas telefónicas para encontrarte y decir:
El muerto va a salir, al menos en el diario. |