La posta |
Idas
y venidas del escritor Un relato dislocado que parece centrarse en el "ser escritor" como tema. Personajes y narradores que aparecen y desaparecen a modo de mamushkas. El final ordena lo que desconcierta y nos brinda una idea singular del tema: ser escritor tiene mucho de locura, poco tiene que ver con la idea de publicar y menos aún con un rol social funcional al sistema. |
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Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago |
No
me dejen mentir, muchachos, dijo el Chanta, forzando las estrías,
desafiando a la que tocaba donde una vez tuvo cintura y ahora él llamaba
Banda Ancha. No me dejen mentir, muchachos. Entre
las frases que de tan sinceras son falsas, ésta era la que el Chanta
mejor usaba. No me dejen mentir. A veces quebraba la Banda Ancha y señalaba
hacia un mostrador vacío, con ese ademán de político bonachón y bien
cogido. Eso no va con su estilo, pensó el Cerva. El
Chanta siguió, como si otro le dictara las palabras. En el facilísimo
arte de quebrar una mina, recitó tanguero, sobresalen los ansiosos por
sacar punta. Y largó la carcajada. El Cerva sonrió. Estaba pensando al
Chanta como al típico puntero barrial, político. No estaba mal, el
chiste. Pero el narrador le erraba con "bien cogido". Le
arruinaba el personaje. Esta
vez, se dijo, quiero que se den cuenta. Para darle vida a cada personaje
hay que engendrar primero un narrador implacable, siniestro en el arte de
elegir las frases, los ángulos, la visión global del montaje. Si
el Cerva, megalómano extremo, hubiese padecido una paranoia menos
estrecha, se habría desquiciado con sólo imaginar la posibilidad remota,
lúdica o metafísica, de que alguien, a su vez, lo escribiera. A Él. Decime
si no está bueno, le preguntó el Chanta. Sí, sí, ta bueno, ta bueno,
contestó el Cerva. El personaje. El
creador del narrador en cambio, apenas escuchó la pregunta, seguro de que
su elegido no lo iba a defraudar en eso: En meterlo dentro de la historia.
Era
muy simple. El Cerva confiaba ciegamente en que el narrador hiciera una
parodia feroz de su padre, amo y señor. La única condición para habitar
su paraíso creativo era morder la manzana del mal trazado Cerva en cada
novela del Cerva. Estaba en todas, nunca como personaje principal. Era
siempre un idiota que cumplía con ser buen público ante cualquiera de
quien pudiese obtener un trago gratis, un pase o una llevada hasta la casa
en la peor de las madrugadas. El Cerva a componer era fácil. El
compositor no. Por eso empujaba siempre a narradores arrogantes,
impetuosos, desbordados, descuidados o ajenos a los detalles. Para
cuidadoso estaba él. Creo
que me amasé con el Cerva, dijo Charles. Con los dos Cerva, contestó
Rymond. Se
hacían llamar Rymond y Charles porque sonaba bien. Alberto y Tato,
escritores natos. El problema con los escritores natos, o innatos (la
gente, el común, los usa indistintamente tanto para un sujeto como para
su cualidad o talento), el problema con este tipo de escritores lo tienen
ellos: TIENEN QUE SER ESCRITORES. Y
contra eso estaban, puertas adentro, donde una chapa los nombraba Rymond
& Charles, Alberto y Tato. Se habían propuesto enfrentarlo,
superarlo, luego de haberlo asumido en una charla de borrachos que no
quisieron dejar que terminara simplemente como otra charla de borrachos
olvidada una semana después. Por ese motivo, aquella noche, decidieron
seguir chupando en el estudio, estudiando el caso. El caso de un pibe que
sabe que va a ser escritor, pero lo que no sabe es que no lo sabe, lo
cree. O se lo hicieron creer, en la casa, en la escuela, en un libro, en
el suplemento de un diario. Existen
dos casos, piensa el Cerva: El atormentado y el que atormenta. El primero
de los dos, si bien nunca será un narrador de los míos, tiene
posibilidades de llegar a escribir algo. Otra
vez con el Cerva, dijo Rymond. Y
bueno, dijo Charles. Te
puede, dijo Rymond. Le
cabe, defendió Charles. Concedo,
reconoció Rymond. Coincido,
agregó Charles. Alberto
tuvo el temor de que Tato rematara una vez más con su marca de cierre en
las discusiones, un redundante final innecesario, bajo, empobrecido desde
la rima. "Cocido",
agregaba siempre, con media sonrisa, como si supiera que su parte en la
sociedad festejaba lo que la otra no. Pero
esta vez Tato era menos Tato y más Charles, concentrado, genuino tal vez
desde el seudónimo adoptado o expropiado. Estaba librando, desde la idea,
la misma batalla que siempre entablaba con las palabras: que no lo
obligaran a empujar una historia según rimas o asociaciones antojadizas,
traicioneras. Cosa que hacía muy bien Rymond, o Alberto, a quien
detestaba por las dos cosas. Por hacerlo, o permitírselo, y porque algo
tan azaroso le saliera bien. Tal vez el propósito perteneciera a Alberto,
y el resultado a Rymond. En ese caso los odiaba a los dos. En conjunto o
por separado. Desde su doble ser o desdoblado. Un ejemplo conflictivo era
el Cerva, a quien él, Tato, o Charles, escribía magistralmente, habiendo
sido concebido por Rymond. Y de quien se le pegaban frases como
"empujar" una historia, un personaje. A veces dudaba sobre si
Rymond no lo disfrutaba desde un escalafón más alto. Desde la chapa de
la sociedad y su primeridad musical en el nombre. Otras, lo imaginaba a
Alberto con 30 kilos de más en un bar girando y diciendo: No me dejen
mentir, muchachos. Sin embargo le encantaba trabajar con Rymond, o
Alberto, quien no se cansaba de repetir "El Tato es el alma del dúo",
o "el secreto del éxito". Habían escrito, con buenos
resultados, los dos guiones cinematográficos de sus dos novelas
premiadas. El actor del momento había pedido un secundario en las dos películas
para interpretar al Cerva... "Cerva,
Cerva", se dijo, a media voz, suspirando, Anselmo, cansado de
escribir, como cada viernes, una o dos páginas más. Levantó el lápiz
de Mickey Mouse que le había regalado a su hija. Con la goma de borrar
del lápiz se levantó los anteojos. Con la otra mano se los sacó, los
puso sobre el cuaderno de Barbie. La parte más gruesa del lente derecho
de los bifocales agrandaba la palabra Cerva. Eso intensificó su sed. Pensó
en repasar y controlar la respiración del relato, pero era menester,
primero, vigilar la respiración de su hija, enferma de los pulmones. No
la encontró. Estaba seguro de haberla dejada durmiendo, de haberle dado
el remedio, de que no la iba a dejar agravarse en la semana que le tocaba
tenerla a él. Cami había llegado saludable, pero la primera noche empezó
a respirar mal. A la segunda noche de enfermero, Anselmo vio el lápiz sin
punta, el sacapuntas como él que usaba en la primaria, el cuaderno de
Barbie, la botella de vino, todo sin abrir, como él, que tanto hacía se
cerraba ante la idea, que escribir le resultó la única opción a falta
de cervezas que abrir, vaciar, eructar y mear. Su hija dormía
profundamente, pero no sabía dónde. Decidió escaparse un rato. Cuando
iba saliendo, el enfermero del neuropsiquiátrico, adoptando el papel de
portero, le preguntó: -Y
a dónde es que va, don Anselmo, a esta hora. -Al
bar La Posta, dijo Anselmo. Me espera el Chanta con una grapita. -Si
no se ofende, ya mismo le alcanzo la prótesis, que se la está olvidando. -Bueno,
dijo Anselmo, contrariado, tratando de recordar en qué momento le dio al
portero tanta confianza o la llave de su departamento. Lo
vio venir con una jeringa en la mano. Después
de abrazarlo e inyectarle la dosis, Santiago, el siquiatra residente de
turno, volvió con Anselmo hasta su cuarto, lo acostó, buscó el borrador
donde contaba, a modo de diario, las idas y venidas del famoso escritor
condenado, enloquecido. Después fue hasta el pabellón y buscó debajo de
la almohada el cuaderno de Barbie, para ver qué había escrito Anselmo
ese viernes, qué había agregado, acabado o empezado, esperando
encontrar, por fin, el relato de la noche fatídica en que se puso a
escribir sin parar durante dos días, olvidándose de su hija enferma,
convirtiéndose primero en criminal, luego en paciente psiquiátrico.
Santiago soñaba encontrarse con la primicia, robársela, usarla todavía
no sabía cómo, si cambiándola por dinero o publicándola con su sello,
biografiando al Anselmo loco, asesino genial, dentro de su propia obra. Lá
primera vez que husmeó, Santiago se encontró con el Chanta. La segunda
vez con un Cerva. Después con otro. Luego aparecieron Rymond y Charles. Y
Alberto y Tato. Pero este viernes, al fin, apareció la palabra, el nombre
diminuto, cariñoso: Cami, la hija muerta. A
la exaltación feliz de Santiago le siguió el shock, un puñetazo donde
un personaje nuevo, un enfermero que fingía ser portero, buscaba una prótesis,
una jeringa, su borrador y un cuaderno ajeno. A juzgar por el cierre, el
relato estaba terminado. Anselmo lo había titulado al final, rabioso,
atravesando el papel, tatuando el nombre del cuento al pie de la página
en blanco siguiente. |
Gustavo
de la Arada
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
29 de agosto de 2010
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