Unidad y sentido en la obra de Aldous Huxley

por Celia de Diego

Todo escritor vive el drama de su época. En pertenecer al mundo que integra —padeciendo sus circunstancias y elaborando un pensamiento propio— estriba su razón de existir.

De esto se deduce que el escritor debe ser completamente libre. Como hombre puede estar sujeto a las leyes de la convivencia, pero el pensador, el intelectual, debe planear sobre situaciones dadas para dirigirse hacia la única meta que le corresponde: la verdad.

Es una búsqueda ardua y sin fin puesto que la verdad es inhallable. Lo que se persigue con la misteriosa brújula de la intuición se convierte, apenas alcanzado, en diferente, en engañoso. Porque la verdad muestra su señuelo y desaparece. Inquieta al hombre, lo acucia, pero apenas éste se ha asentado, se eclipsa. Así, lo hallado dentro de lo relativo —de acuerdo a la acomodación del hombre a un cosmos que desconoce— es sólo una etapa que conduce a la verdad.

Entre los escritores que han sometido a revisión los valores aceptados por generaciones anteriores, Aldous Huxley ha sido el mis agudo e implacable.

El desconformismo de Huxley no tuvo el tono candente de la protesta de Bernanos, ni la trágica desesperanza de Camus o la obstinada negación de Sartre. Huxley era un demoledor que sonreía.

La irresponsabilidad de las palabras, la barbarie dialéctica, han tenido en Huxley su mayor censor. Prefirió callar antes que dar una respuesta convencional, simplemente literaria con miras a la felicidad, en el concepto burgués de felicidad, al que los griegos de la gran época sólo permitían sostener a los esclavos.

Los snobs o fariseos —como quiera llamárseles— con que Huxley ha poblado sus novelas no son condenados por su superficialidad sino por su falsedad. Huxley descorría el velo en que se ocultaban con una ironía a veces tan sutil que al lector desprevenido , podía pasársele inadvertida. Se complacía en describir los rodeos, los circunloquios llenos de matices de los que voluntariamente se abstienen de ver y se instalan cómodamente detrás de bellas palabras, arrullándose con ilusiones y poniendo emplastos tibios al escozor de la realidad. Los conducía hasta el fin de su aventura y los confrontaba con los lúcidos, los aspirantes, los desconformes.

Huxley persiguió encarnizadamente (no queremos decir desesperadamente porque esta palabra parece no cuadrar con su lógica implacable) una explicación del hombre en el mundo y en el cosmos.

Su obra es el resultado de una experiencia en la cual su visión, a veces despiadada, es en última instancia inobjetable porque contribuye a una integral comprensión humana.

La literatura actual ha rebalsado el campo en que solía moverse y otea planos que antes estaban vedados al laicismo. Lo llamado laicismo tenía un contenido limitado, imponía una mengua. Hoy esa denominación no cuenta porque el escritor sabe que el mero juego de palabras dispuestas con habilidad es una ruta sin salida.

Aldous Huxley es un exponente cabal del camino que va desde esa ruta sin salida —frase que le pertenece— hasta el plano metafísico.

En las novelas iniciales de Huxley asoma ya el conflicto entre la complacencia de lo meramente humano y el afán trascendente. Toda una gama de sensaciones, de aprehensiones, se desprende tanto de los discursos como de los tica de los personajes en que el autor ha desdoblado su proteica personalidad.

La mirada que Huxley arrojaba a las gentes era tan natural —pese a que fue un supercivilizado— que la falsedad aparecía de inmediato. Acompañaba a los personajes dentro de su órbita, con sus manías, puerilidades e incongruencias. La particular manera con que captaba las escenas, las circunstancias y las formas de existencia —confrontada con el cartabón lógico que se desprendía de su descripción—, daba como resultado un absurdo en que cabía el drama y el dolor tanto como la majadería y la broma.

"En diversas obras de ficción —ha confesado Huxley— he puesto con toda clase de detalles ejemplos de vulgaridad intelectual y sentimental como nos los revela la vida.”

Los personajes están, pues, dentro de las características humana, con su fuerza y sus debilidades, su belleza y fealdad, con sus ilógicas manifestaciones y sus hábiles farsas, con las grandezas y miserias del vivir cotidiano. Es decir, el hombre cómo es y no como debiera ser, ya que Huxley consideró siempre más peligrosos que los crímenes de la pasión, los crímenes del idealismo, los crímenes instigados fomentados y justificados moralmente por palabras consagradas.

Es notoria la similitud que existía entre el aspecto físico de Huxley y el espíritu de su obra.

Cualquier fotografía, tanto la que lo exhibía pensativo freute a su mesa de trabajo como la que lo presentaba junto a Lawrence (el antagónico amigo que dejó perfilado en Rampion, uno de los personajes de Contrapunto) nos demuestra que no existe posibilidad de negar correspondencia entre la forma de un ser y sus valores internos. La expresión cósmica de las formas llamó Ortega y Gasset a este fenómeno actualizando un pensamiento de Aristóteles.

Ese Huxley descarnado, ascético, vigilante tras los cristales de los lentes, fino y acerado era el que discutía con Lawrence sobre teorías evolucionistas recomendándole que se atuviera a las evidencias hasta que Lawrence le gritó: "No me interesan las evidencias. Las evidencias no significan nada para mí. No las siento aquí”.

Y se oprimía el plexo solar; contaba el mismo Huxley que añadió: "Abandoné la discusión y desde entonces nunca, cuando podía evitarlo, mencionaba el detestable nombre de ciencia delante de él”.

Huxley y Lawrence se entendían no obstante, perfectamente, porque amaban la realidad sin supercherías. Captaban sus impresiones con armas contrarías y llegaban al mismo punto: el rechazo del hombre sofisticado.

Se observaban sonrientes e indignados. Lawrence era un místico de la sangre y de las formas, y Huxley desde fuera, veía esas formas trasladándolas a un concepto mental. Se empeñaba en descubrir el mecanismo más sutil, más secreto para anotarlo, describirlo.

Hacia de todo un minucioso examen convencido de que "los que no se enteran están condenados estéticamente. Su arte es malo. En vez de crear asesinan".

De este modo al hablar de Dickens que se dejó embargar por la emoción ante la muerte de un niño, lo opone a Dostoievski que en el mismo caso ve, observa y anota, es decir, recrea.

Pero Huxley conoce su límite: "En el caso de Rampion —dijo en Contrapunto— me deprime un poco porque él me hace ver el enorme golfo que separa el conocimiento de lo evidente, del hecho de vivirlo efectivamente. ¡Y que difícil es cruzar ese golfo! Ahora me doy cuenta de que el verdadero encanto de la vida intelectual —la vida consagrada a la erudición, a las investigaciones científicas, a la filosofía, a la estética, a la crítica— es su enorme facilidad”.

Le espantaba, sin embargo, perder su lucidez tanto como la independencia de su mente y su fría capacidad de observación. Por eso su doble en Contrapunto —Philips Quarles— confiesa que "cada vez que le había parecido correr el riesgo de dejarse arrebatar se había resistido deliberadamente, habla luchado o huido por conservar su libertad".

Pero manifestó en otra oportunidad: “Una poesía que presentara al hombre como una abstracción de la naturaleza, lo mostraría de un modo imperfecto".

Esa fue la lucha, la desazón de Huxley. Vigilaba siempre. Fue espectador de sus propias creaciones. Un espectador infatigable, inconmovible. Además, según sus palabras, sólo podía crear personajes que se le parecieran. De ahí que los seres que pueblan sus novelas sean, cu gran mayoría, inquietos, inteligentes, sin ataduras dogmáticas, que se diría van plasmándose en una búsqueda incesante. Muerte y renacimiento continuo, doloroso, de estados de conciencia, de creencias, de itinerario.

En las obras de Huxley puede decirse que no hay paisaje. No lo atraía la naturaleza en estado salvaje si no la cultivada, domeñada. En su contemplación estaba implícita la impronta humana. En realidad, para Huxley, el paisaje es el hombre.

Sus novelas no tienen un argumento preciso. Por el contrario, ofrecen un contexto irregular tal como decía Montaigne que es la vida: multiforme y contradictoria.

Hay pensamientos que Huxley ha repetido en todas sus novelas. Sólo cambian las palabras con que los ha expresado. Esa pertinacia descubre una obsesión: el inquirir trascendente, que si bien la ironía aliva, continúa latente, asediándolo. En la novela Viejo muere el cisne, al preguntarse un personaje, qué es el hombre, se contesta con una cita: "Es una nada circundada de Dios, indigente y capaz de Dios, henchida de Dios si es que quiere".

Su mente agudizada hasta la exasperación por el análisis metódico y riguroso, chocaba contra los confines de la llamada ciencia experimental y los sobrepasaba. Su novela El tiempo debe detenerse podría llevar como subtítulo La angustia metafísica.

El lent motiv de esta obra es la dualidad del hombre condenado a vivir en dos planos, su capacidad de elevarse sobre la materia y al mismo tiempo su dependencia de ella tanto como el estar sometido al mundo de las cosas

Apoteosis y deificación —manifestó— son los únicos caminos de escape del indescriptible aburrimiento, del horror tonto y degradante de ser meramente uno mismo, de ser solamente humano. Dos caminos, pero solo el segundo lleva a campo abierto. Porque aunque mucho más prometedor en apariencia, el primero resulta ser invariablemente, una magnifica ruta sin salida.

Uno de los personajes de El tiempo debe detenerse, Sebastián (sin lugar a dudas uno do los dobles de Huxley) se adhiere al siguiente pensamiento de San Juan de la Cruz: "Cuando uno ha logrado mortificar su memoria queda en un estado que es solo un grado menos perfecto y provechoso que el estado de unión con Dios"’.

La verdad está pues en el instante presente.

Ha contado Huxley alguna vez que cuando Santo Tomás logró el conocimiento unitivo con Dios "acerca del cual había estado durante tanto tiempo elaborando teorías se negó a escribir una palabra más de teología". Y se hace esta pregunta: "¿Qué hubiera sucedido si ese conocimiento se hubiera producido veinte años antes? No tendríamos la Suma Teológica".

Y es que antes de alcanzar la meta está la ardua lucha del camino en el que cada forma humana tiene su cometido tanto como el espíritu.

Se puede hablar del camino de Huxley y no de la posición de Huxley porque su vida entera fue una lucha para no anquilosarse dentro de un sistema. costumbre o idea determinada.

De este modo, sin admitirse concesiones y sorteando el camino de lo cómodo y lo fácil, encontró el acceso cada vez más libre porque —y citaré una frase que le pertenece— “a la larga se nos da exactamente lo que pedimos".

Su obra Filosofía Perenne incluye lo que Huxley logró en conocimiento directo con el pensamiento de los místicos de Europa y de Asia. Ha comentado y enriquecido estas confesiones con hallazgos propios, actualizando, en parte, el lenguaje inoperante de los antiguos aforismos y símbolos religiosos.

Huxley se exigió entonces, más que nunca, un lucubrar estrictamente personal porque únicamente de ese modo podía comprender el mecanismo, claro e intrincado a la vez, de la interdependencia del hombre y el cosmos. "Como individuos —dijo— tenemos que encontrar la manera de establecer relaciones con esa mente infinita de la que estamos acostumbrados a considerarnos aislados."

En su novela Los demonios de Loudun vibra esa fuerza con dos rostros —Bien y Mal— que busca objetivarse. Se deduce en el transcurso de ella su pensamiento fundamental: la santidad aséptica no es más digna de admiración que la lucha de los pecadores por alcanzar la salvación “a través de la noche negra de los sentidos".

En la voluntad de contemplar al hombre como es, Huxley ha citado el pensamiento de un poeta: "Los lirios y los cuervos no han de ser considerados desde nuestro punto de vista sino de ellos mismos, lo que equivale a decir de Dios".

Huxley se sometió a los efectos de la mescalina (Las puertas de la percepción) para dar a la ciencia su aporte personal en forma directa, con miras a un mayor conocimiento de las posibilidades y limitaciones del hombre. Fue, así, fiel a su idea: la realidad no puede apresarse con palabras ni con fantasías inspiradas en las palabras.

En una ocasión Huxley protestó porque un profesor de filosofía lo clasificó de neoclásico. No admitió que le pusieran etiquetas porque lo alejaban de esa cosa infinitamente compleja que es la vida. Su reacción era incuestionable. No obstante, esa inquisición y enjuiciamiento sin tregua, tanto de lo apenas perceptible en la vigilia como del éxtasis provocado por drogas; ese acucioso avance en la mística cuyo proceso traduce en palabras claras y ordenadas, sugiere un agregado a su nombre: Huxley o la raciocinación de Dios.

Esta conducta concuerda con su temperamento, con su constitución. Es su dharma, diremos utilizando la palabra hindú que él citó al opinar que cada individuo debe vivir y creer de acuerdo a su naturaleza.

En verdad, para un intelectual como para un artista, lo que cuenta es la exteriorización de su particular esencia. Todo cuanto lo arranque de su centro es una forma de no ser. Es vivir sin realizar lo único para lo cual nació. Se pierde a sí mismo y escamotea una nota que debió darse en el concierto cósmico y que él solo puede emitir. Falta, por ende, a un deber que sobrepasa su limite.

Huxley, al partir siempre de una experiencia personal, al arrojar una mirada nueva, limpia de prejuicios científicos, confesionales o políticos, sobre el mundo, al poner en tela de juicio toda opinión, afirmando, negando o comprobando desde su propia dimensión, ha sido sincero consigo mismo dentro de la sencillez del hombre que conoce lo relativo y fugaz de cada situación y de cada pensamiento.

Y esa afirmación en su idiosincrasia, esa fidelidad a su dharma, ese obstinado rigor —para emplear el término de Leonardo— es lo que ha dado unidad y sentido a su vida y a su obra.

 

por Celia de Diego

 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 45-46-47 septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1963-enero-febrero de 1964

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-45-46-47/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

 

                      Aldous Huxley en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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