El cóndor ciego
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—Huelo a carne quemada —dijo el viejo y
alzó hacia el aire enrarecido su perfil ganchudo. —Sí, carne quemada —repitió, moviendo
la cabeza tras el sutil efluvio. —Son los indios de la Hacienda "Ingachaca"
—dijo Huáscar desde su sitio. —¿Los indios... ? —Sí. Están marcando el ganado en las
lomas del frente —explicó Chambo. Se hallaban a dos mil metros de distancia, y
podían observar con claridad la operación y percibir la chamusquina. Es
decir, el viejo no podía ver. Pero había sido el primero en olfatear.
Sus ojos claros y duros, color de incienso, estaban transparentes, pero no
veían nada. Sin embargo, podía percibir a dos mil metros y más la pequeña
putrefacción de una rata campesina si el viento soplaba favorable. La Hacienda "Ingacha" era una
mancha verdinegra, rodeada de lomazos y grietas. Un río —aún
imperceptible— bañaba los terrenos de sembradura y se hundía entre las
depresiones cubiertas de vaho matinal. Lentas y numerosas humaredas
demoraban en las profundidades. El viento de la altura soplaba en la
gorguera de los cóndores, pero no conseguía arrancarles a la sombría
obstinación de su atalaya. De súbito, en la remotísima llanura del
mar, a través de soñolientos bancos de nubes, penetró un rayo de sol,
delgado y tierno. Viniendo desde oriente, había rebotado en una garganta
baja del Illiniza. —Ya se despiertan los gusanos —dijo Huáscar. —Ya se despiertan también los loros
—dijo otro cóndor. Conversaban sobre un estrecho balcón de
granito negro, salpicado de lascas y excremento. Atrás, en la oscuridad
del muro, entre enormes colmillos de roca, estaban los nidales, casi
desnudos. Olían a fiera. Desde las ásperas patas de los rapaces,
clavadas sobre el borde erizado, caían largas flecaduras graníticas
bordadas de hielo. El ciego arrastró el ala derecha y se volvió: —Sarcoramphus —dijo—, elévate y otea
la comarca. Te esperamos. El aludido salió de su ensimismamiento y
giró acrimonioso. —Mientras mis ojos vean... —exclamó. Su
talla oscura crujió agitada por el viento, sobre el perfil de la roca.
Andaba lentamente, con la cola un poco estirada hacia un lado. Hubo un lento rumor de abanicos. Corrió
unos segundos con las alas entreabiertas y las extendió violentamente,
hasta el fondo tenso de la envergadura. Estaba en el aire. Recogió las
patas y giró frente al grupo, saludando con trágica solemnidad. —¡Grr... grr! Al cabo de un momento, reapareció, alto y
distante. Tenía las alas tensas, casi inmóviles, y el cuello curvado
hacia abajo en actitud de espiar. El sol naciente le arrancaba destellos
acerados y rojizos que se pulverizaban en la tempestad de las vibraciones
y volvían a integrarse. El sol subía paulatino. Inesperados
resplandores, escintilaciones, biseles fúlgidos, vetas radiantes y ásperas
esquirlas, brotaban asustadas de la mágica orografía. Y la nieve devolvía
una mañana inverosímil desde el límite de su reposo duro. Inmovilizados en suntuosa acrimonia, miraban las inmensas almenas nevadas, las escarpas vertiginosas, las cuchillas murmurantes de hierbas, el altiplano servido en infinitas terrazas de sustancias, las ingles de los pequeños valles colmadas de vapores fecundos. Es asombrosa la acuidad de su mirada. Desde
inaccesibles oteros o desde el aire, perdidos entre las nubes, clavan sus
pupilas casi ígneas en la lagartija friolenta que asoma un instante entre
las grietas de las cercas; o sobre el conejo fatigado de correrías y de
vejez, que la muerte vapulea en el pajonal. Fríos, pétreos de poderío y de malhumor,
prefieren los caballos espatarrados a los toros cimarrones que mueren
solitarios sobre sus cuartos traseros, en lo más desolado de los páramos. Cuando marchan sobre la nieve, bajo el sol del mediodía, se detienen a veces, y ladeando la cabeza con aquel tic suyo tan noble y humorístico, observan minuciosamente la esplendente masa; distinguen las pequeñas estrellas radiadas, las cristalizaciones columnarias, los finísimos canales pneumáticos y las miríadas de naderías que forman la catedral helada. Sarcoramphus regresó envuelto en una oleada
de ázoe. Describió un giro sinuoso ante el balcón de piedra y recogió
las alas. Imperturbable, sin transparentar su emoción,
fue a alinearse al lado de sus compañeros. —Hay comida suficiente —informó, sin
dejar caer aquella especie de frío monóculo de la solemnidad. —¿Algo nuevo... ? —inquirió el ciego. —Sí. Un hombre y su mula rodaron anoche
en la Quebrada Seca, al pie de las solfataras. Sus cadáveres están
frescos. —¡Oh, qué bien! —exclamó Huáscar. —¿Qué quieres almorzar: bofes, hígado,
abomazo...? —El corazón del hombre y sus testículos...
—repuso el ciego, y agregó: —¡Quiero volar! —¿Volar tú... ? —repuso Chambo con
respetuoso interés. —Mi último vuelo. Los ojos de color de incienso se iluminaron
de salvaje entusiasmo. Pero los veló con perspicacia en seguida. —Díganle a Amarga que la espero esta
tarde. Hundió el cuello y la gorguera entre las
alas y se deslizó entre la penumbra del nidal. Huáscar, Sarcoramphus y Chambo saltaron
sucesivamente al vacío con rumorosa corpulencia, y, de pronto, cada cual
fue la boca de un gran deseo, bebiendo a raudales el espacio. Con vuelo tenso y potente, ascendieron hasta
ponerse sobre todas las cumbres y los cráteres, y dibujaron tres lentísimos
círculos entrelazados. —¡Mira la Quebrada Seca! —¡Es un indio..., un indio joven! —¡Y la muía está gorda..., gorda! —¡Miren la Quebrada...! A pesar del contradictorio océano del
viento, cada uno de los rapaces percibió distintamente la
fragancia de los azúcares negros de la muerte, correspondientes al
infortunado jinete y a la bestia. Eran viejos bebedores de efluvios mortales. Y, sin olvidar el pedimento del ciego, hicieron su íntima elección. El cóndor ciego parecía dormitar sobre sus
poderosos tarsos, emplumados hasta los talones. Su cuerpo negro y acerado,
recorrido de largas plumas nevadas y grises, emanaba funesta potencia. Su
cresta estaba hinchada aún de sangre rapaz; pero sus ojos velados por la
membrana nictitante, aparecían contradictorios. No dormía. Contemplaba
el sol de un abril lejano —casi vapor de sol y de recuerdo—, en ese
nivel de los grandes rayos al que no llega el humo de los montes. El y
Amarga revolaban oteando la comarca. El Pastaza fulguraba abajo. A veces
lo escuchaban como un inmenso plumero de metal sacudido por el viento. El
y Amarga revolaban, revolaban. De pronto vio él una ternera extraviada,
mugiendo lastimeramente al borde de un desfiladero. La garganta se le
hinchó de pasión y giró en torno de Amarga, gritando: —¡Voy a separar tu desayuno...! Y como un relámpago negro descendió de un
solo rasgo los mil quinientos metros que le separaban de la víctima. La
ternera se encogió al sentir el huracán viviente sobre su cuerpo. Pero
él, con un aletazo matemático, lanzó a la bestezuela dentro del
desfiladero. Amarga bajó en seguida, y devoraron juntos. ¡Cómo resplandecían los bellos ojos de su compañera entre el vaho picante de las visceras! Regresaron pasado el mediodía. El ciego
dormitaba de verdad. El aleteo de los compañeros le sacó del sueño.
Irguió la enérgica cabeza sobre el plumaje, y preguntó: —¿Qué tal estuvo? —Grr... grr... —repuso Chambo, que tenía
el pico desocupado. Huáscar y Sarcoramphus se aproximaron de lado,
majestuosos; y depositaron ante las patas del ciego los sangrientos
manjares señalados. Sin contenerse, el ciego empezó a devorar. Terminó el fúnebre almuerzo, restregó el
pico entre las rocas y agradeció: —El indio era joven..., descanse y
vuele. —¡Descanse y vuele...! —repitió
Chambo, convencido.. —Y muera esta misma tarde conmigo...
—exclamó el ciego con repentino aire de misterio. —¿Qué quieres decir? —Nada. Si ven a Amarga, díganle que la
espero al atardecer. Y con pausado tranco se dirigió al fondo
del nidal. Por ahí mismo se descolgaba una rugosa masa
de lava petrificada. Del incendio que había sido su rumorosa juventud,
quedaba el silencio mineral salpicado de musgo rojizo parecido a limalla
de cobre. No se había vuelto aún, cuando los oyó elevarse, uno a uno. Sintiéndose solo, se recogió para digerir. Y mientras se adormilaba, escuchaba ese silencio lúcido de afuera, que florece en las cumbres como la sublimación de todas las batallas. Mediaba la tarde cuando regresaron. El ciego
les esperaba ya en el sitio acostumbrado. Luego que todas las alas
estuvieron cerradas, preguntó: —¿Han visto a Amarga... ? —Amarga no ha sido vista —respondió
Chambo, contrariado. El ciego no protestó. Se contentó con
limpiarse el pico en la roca. Después de unos instantes propuso: —Es tiempo. Subamos a la piedra negra. Y empezó a ascender. Le siguieron en silencio uno detrás de
otro. Y todos iban pensando: "El lo sabe todo. Algo querrá decirnos.
El nos enseñó a dispersar un rebaño y a separar la víctima. El nos
enseñó el golpe de flanco que derriba. El nos enseñó a elegir las
nubes que hacen invisible nuestro plumaje". Se detuvo sobre una planicie negra y angosta
que terminaba a pico sobre el occidente. Parecía un gigantesco trampolín
encallado contra el cielo. Al fondo, bajo el sol oblicuo, fulguraba el
mar lejano, semejante a una piedra pura, derretida. La costa remedaba sólo
un reflejo que se persiguiera en su vaivén, desconociéndose a sí misma. El ciego sacudió la cabeza y dijo: —¡Descanse y vuele el hombre. Y muera
otra vez conmigo hoy mismo! Luego, empezó a correr a lo largo de la
rampa, en dirección al sol occiduo. Sus alas se fueron desplegando poco a poco
en la carrera. Las largas plumas blancas —las remeras— se prolongaron
en la línea máxima de la envergadura. Extendió el libre cuello y recogió
los tarsos. Así entró en la atmósfera. El grupo de sus compañeros avanzó hasta el
borde de la rampa. "El nos enseñó el golpe de flanco que derriba.
El nos mostró la ciudad del hombre, rodeada de basureros. El nos mostró
la unión de la tierra y del océano, como un largo sudor de
espumas..." El ciego ascendía serenamente, adivinando
la inmensa candela de la tarde. Ya era una sola mancha horizontal contra
la ilimitada transparencia, sobre las aguas. La sal húmeda y bullente de
las profundidades le llegó al sentido. La aspiró con gusto mortal para
el último gesto. En seguida, sabiéndose sobre el abismo, cerró las alas
de golpe. Ellos miraban. Un cuerpo oscuro y apretado cayó girando como un fruto. |
cuento de César Dávila Andrade
Panorama del cuento ecuatoriano" - II
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983
Ver, además:
César Dávila Andrade en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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