Un centinela ve aparecer la vida
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A través de la ventanilla
del vagón miré el primer cóndor. Habíamos salido a las tres y media de
la mañana de la estación de Saxadumbay, bajo un aguacero negro,
retumbante de truenos que parecían agregarse a la descomunal carga de
fardos y pacas de tabaco y pieles de cocodrilo. Bordeábamos los cuatro mil
metros de altura. El día radiante de las cumbres era como una estrella
degollada en mil chorros de brillos. Y ahora, entre dos cataratas
de esplendor iba el cóndor, adormilado, y, sin embargo, tenso. Su cuello
rojo como un faro se estiraba y se recogía por entre la gorguera y miraba
el convoy con ojos de frío escepticismo. De súbito, una esquirla de
hielo del tamaño de navaja de afeitar, se estrelló contra el cristal de
la ventanilla. Se deshizo en una especie de iguana semilíquida, y terminó
por desflecarse en arroyitos. Desde mi asiento forrado en
pajilla de alambre —que era el penúltimo de aquel viejo vagón de
tercera—, miré a mis compañeros. Todos habían embarcado en
Saxadumbay aquella madrugada indescriptible. Éramos ocho en total,
reunidos por el azar del viaje. Un matrimonio de inmigrantes: polacos o
finlandeses. Dos angostas cabezas rubias y unas canillas larguísimas
envueltas en una cobija de lana gris. Un indio, medio petrificado dentro
de su poncho espeso y duro, color rojo con barras negras. Una monja
sonrosada y carnosa, envuelta en su hábito blanco y negro. Un leproso
descomunal con cara de león lampiño; su guardián, un policía mestizo
de ojos aindiados y con fusil. Y, finalmente, una negra joven vestida con
una blusa de color frambuesa, que viajaba con una cesta de sandías. A la derecha refulgía el
cono de un volcán tallado en cristal de roca. Parecía girar a inaudita
velocidad. Sobre su vértice ligeramente achatado, flotaba una nube de
humo inmóvil, casi inverosímil. Detrás se extendía una magnitud
fuliginosa atravesada de vetas traslúcidas. A trechos se precipitaban
masas de metal granulado, y sus prominencias parpadeaban en una especie de
deglución de la luz. A veces, desde las barras de
la vía desprendíanse chorros de fina arena que tomaban formas
arborescentes. Conforme avanzaba el convoy,
subían y bajaban los dombos de las montañas. Hinchazones inmensas, cúpulas
medio derruidas, crestas y jorobas en lentísimo hervor de siglos. Las
mesetas brillaban como espejos ferruginosos recorridos de grietas. En lo
profundo, los valles dormían envueltos en sus propias emanaciones. Un muro de lava negra
avanzaba por la derecha y el cielo del fondo reverberaba como un bisel. En
la base del corte, sobre una repisa torneada como un riñón, los rieles
giraban uniéndose y desaparecían. La curva refulgía como el borde de
una copa recién lavada. En ese instante bajé los
ojos hacia el terreno que hacía vibrar la máquina. Allí, a pocos
metros, se veía el esqueleto de una llama carguera. La osamenta
conservaba la actitud del animal arrodillado sobre los remos delanteros,
con el hocico clavado entre ellos. La locomotora lanzó un agudo silbido
que rebotó en las cumbres, y la vibración conmovió la ósea escultura,
desmenuzándola. El convoy sacudió los
vagones, recompuso su alineamiento y enrumbamos por el perfil de la
cresta. A ambos lados del armatoste se derrumbaban los flancos de piedras
lamidos por el viento. En cierto instante logró
entrar el conductor. Lo hizo casi filtrándose a través de la
puerta posterior del vagón, la que volvió a cerrarse con una detonación.
Vino a mi lado y se arrancó la bufanda de lana. Se ahogaba. Estaba lívido
y trasudaba gotas heladas. Se dejó caer como un fardo. Por la ventanilla
izquierda de la nariz le fluía un hilillo de sangre. Saqué mi botella de
aguardiente y se la ofrecí. Tragó unos sorbos como si fueran agua pura.
"No hay aire afuera" —suspiró—. Los inmigrantes nos miraban
respirando por las bocas abiertas. Los otros tenían las cabezas
tronchadas sobre los respaldos. El indio se volvió con una chispa de
curiosidad en las comisuras de los ojos. Había olido el aguardiente. La tarde anterior, cuando yo
compraba la botella a unos arrieros, bajo el cobertizo de la única posada
de la estación, y el aguacero parecía querer destrozar las planchas de
zinc de la techumbre, había sorprendido por primera vez esta mirada
lineal y huidiza, contemplando mí adquisición. En ese instante supuse
tristeza en esos ojos. El había bajado los párpados. Le volví a ver
después de una hora. Con la mirada baja, estaba como hipnotizado por la
lluvia, viendo caer los flecos del agua. —"Taita" —le dije inclinándome hacia su asiento. Se volvió en el acto, descubriéndose a medias el grueso sombrero de lana. —Toma. Y le extendí el frasco.
Vaciló un instante, examinándome. Tomó un sorbo; limpió el pico de la
botella con el extremo del poncho y me la devolvió. Para mostrarme el valor de la
bebida, carraspeó sonoramente. El cóndor solitario se dibujó
a un lado del volcán y se sumergió en espacio estriado de éter. Poco
después reapareció a la cabeza de una formación de sus congéneres que
adoptaban la distribución de una espiral. Tras éstos, apareció otra línea
de cóndores pequeños flanqueada por varias condoresas que impulsaban a
los pequeños, con ráfagas que proyectaban ahuecando las alas. El indio se volvió hacia mí.
Los machos, con los cuellos rígidos, se abrieron en dos pinzas simétricas
y encerraron a los que ascendían. El indio tornó a mirarme, y con sus
ojos dirigió los míos. Vi un monte muy alto en forma de altar. El primer cóndor planeaba ya
sobre esta especie de ara. Se disparó sobre ella y se posó con las alas
en alto, abanicando su carrera. La escuadrilla siguió la
dirección del guía. Y todos se posaron en el mismo nivel, confundiéndose
con la coloración de las rocas. El indio se irguió a medias y quitándose el sombrero, se pegó al vidrio de la ventanilla. Nuevamente me miró, queriendo decirme algo. —¿Qué pasa? —le grité. —Cóndor no quiere morir
—repuso y tomó asiento, inmovilizándose. Entendí que los cóndores se
ponían a salvo de algo que les amenazaba. Sentí otra vez la angustia de
respirar y me levanté. El conductor se había dormido con la bufanda
hasta los ojos y no sintió mi paso. Allá en la inanidad de las
cumbres, casi todos los conductores se duermen, e igualmente pueden morir. La negra me vio tambalear y
sonrió con picardía. Ella estaba ilesa. La inmigrante dormía con la
cabeza sobre el hombro del compañero. Me había levantado para
hacer algo, a fin de aliviar la molestia respiratoria, pero ya no
recordaba qué iba a hacer. Miré las manos del leproso
atadas con una cuerda de cabuya. El policía dormía a su lado con la
gorra caída sobre la nariz y el fusil entre las piernas. Le desperté con
un golpe que sonó como dado con un tubo de papel. En un relámpago vi a
la monja. Su cara sanguínea y saludable de antes, aparecería como una
bola de grasa amarilla. Había vomitado en el enfaldo y su gran rosario de
cuentas de hueso veíase mezclado a aquello. El policía despertado de súbito,
me miraba sonriendo, atontado, sin saber qué hacer. Le indiqué con
sorpresa las manos atadas del leproso, en cuya derecha faltaba el pulgar.
Y debí contraerme porque algo como una película de miel cristalizada
estalló alrededor de mi boca, y él empezó a soltar la amarra de las
manos de Cara-de-león. Me extendió la cuerda como si fuera una lombriz.
Ignoraba seguramente lo que hacía. A continuación, me entregó también
el fusil. Antes de caer, logré arrojar
el arma sobre el asiento. Transpiraba hielo. Con la mirada curiosamente
vacía y desinteresada, miré la sonrisa del leproso. Su cara arrugada en
forma de hocico de perro rabioso, se contraía aún más al sonreír y
parecía contradecirse. Puso su mano viuda sobre el hombro del policía y
lo empujó. Este, obedeció y fue a sentarse en el asiento delantero.
Aliviado repentinamente de su autoridad, se quitó la gorra y abandonó la
cabeza sobre el respaldo. En ese instante noté que la nariz del
leproso, habiéndose respingado, apuntaba con sus orificios al frente. La negra me había estado
observando. Pegó su cara al cristal y yo le imité. Sobre una gran extensión venía
volando una inmensa bandada blanca. Eran palomas. Aves de ciudad
violentamente desconectadas de su antigua convivencia. ¿Qué les sucedía? Con sus patitas recogidas,
mostraban millares de buches salpicados de puntos rojos. (Yo me dije:
"Acá sólo llegan las aves que no necesitan alero ni cuidados y que
pueden prescindir del afecto humano".) Oprimí el pico de la botella
contra los labios y sorbí su claridad escurridiza y salvaje, sin sabor.
Aguardiente metafísico ya. Me aligeraba en una nueva
noción de mí mismo. Una alegría infinita y suelta movíase fuera de
nosotros, sin necesitar de nuestros órganos. Desconcertado, miré otra vez
hacia afuera. Tres volcanes nevados
flotaban sin raíces sobre una llanura de materia esmerilada. Una enorme
burbuja de las dimensiones de un lago, se movía debajo, como el ojo de un
nivel de agua enloquecido. La negra se volvió asustada
y me gritó algo que no comprendí. En el mismo instante un enorme y
abigarrado surtidor de alas irrumpió en el espejismo. Millares de aves de todas
clases eran arrojadas o escapaban de sus mundos habituales. Algunas
cayeron a poco de aparecer. Las que consiguieron estabilizarse a esa
altura, se dirigieron desesperadamente hacia los flancos del macizo sobre
el que se arrastraba el convoy y no las volvimos a ver. ("Indudablemente se
salvan de su pasado y quieren sólo lo que han acumulado dentro de sus
envolturas leves como una aurora. Llegan a vivir sus breves memorias
durante el tiempo del último gorjeo".) El indio me tocaba el hombro. —¿Qué sucede? —le dije. Y fui tras él al otro lado
del vagón. —¡Mira, amo!—exclamó. Bandadas nutridísimas
descendían hacia la selva oculta tras el remanso de los estratos de
nubes. —¿Qué sucede? —volví a
preguntar. El indio parpadeó confuso.
El esfuerzo oscurecía su entrecejo. —La tierra se va...
—dijo. Una lágrima se aclaró en su
ojo derecho, que cerró aprisa reabsorbiendo el líquido. —¡Pienso en mi
caballito... y en mi mujer! Se había puesto ceniciento.
Le oí sollozar bajito. El leproso miraba encantado
el espectáculo. El conductor y el policía dormían en sus sitios. La
monja y los inmigrantes cuchicheaban inclinados sobre la primera
ventanilla y se santiguaban conjuntamente. Presentían algo tremendo. Pero
ninguno había oído las turbadoras palabras del indio. Los loros, los guacamayos,
los pericos volaban en una gran nube roja, amarilla, esmeralda. Me
imaginaba su garrulería sobresaltada ante esos cielos recién inventados
para sus ojos. Sobre la platabanda de
vapores iban proyectando una sombra ligera y pálida como ceniza de luz.
Una melancolía indecible atravesaba esa hermosura derrotada. La negra vino hacia nosotros.
Tenía las manos apretadas contra el pecho. —¡Criaturitas del Señó!
¿A dónde eyas vuelan? —preguntó. Un gruñido me hizo volver la
cabeza. El leproso había pegado su
enorme cara sin nariz contra el vidrio de la ventanilla. La unión
resultaba un beso monstruoso. El aliento emanado de frente había
extendido una mancha serosa con dos huecos transparentes. La lepra parecía
haber contaminado el cristal. —¿Es posible saber qué
pasa? —dijo la monja angustiada y sin recibir respuesta, exclamó:
—Dios mío, mis Fundaciones! —Un huracán —grité. El indio se levantó.
Continuaba lívido y no habló. Con los ojos siguió en el aire la estela
de la palabra "huracán", como si recorriera el borde de la cola
de un pavo real. Y con movimientos de cabeza desaprobó mis palabras. La mujer del inmigrante,
desencajada, con los ojos enloquecidos, arrastró al marido a su asiento y
rompió en sollozos. La locomotora pitó otra vez,
largamente. Me asomé a la ventanilla. Las bandadas habían desaparecido. Se perfilaba ahora el
desfiladero de Guamanchaca. Era el tramo más alto de la Cordillera. Había
sido roído palmo a palmo en la roca viva, alrededor del ábside. Ninguna
ventana podía permanecer abierta en el trayecto y nadie lograba
atravesarlo sin ser víctima del gran síncope. Repentinamente se
oscurecieron todas las ventanillas del lado izquierdo. Corríamos pegados
al muro del desfiladero. Los cristales del lado derecho resplandecían,
solos. El policía y el conductor
—dormidos o muertos—, no se movían de sus asientos. Los demás
comprendíamos que no era necesario comprobar su estado. La inmensidad nos
volvía insignificantes a todos por igual. El indio se me aproximó con
aire de misterio. —¿Oyes, amo? —preguntó. —¿Qué cosa? —pregunté. —¿No oyes? Y sacudió la cabeza con aire
de desaliento. Luego se llevó las manos al abdomen y se encogió como si
hubiera recibido un golpe. Y de pronto oí. Oí aquello.
Era como un gran rumor oscuro, avasallante que trepaba. —¡Es un mugido de la
tierra! —grité. Todos se volvieron hacia mí.
Estaban lívidos. —¡Dios mío, mis
fundaciones! —chilló la monja y cayó hacia atrás sobre el asiento,
con el rostro vuelto hacia la ventana. "Padre nuestro que estás en
los..." Un bramido inmenso atravesó
el vagón y resonó como una "M" cerrada, muda, cóncava. La
vibración se quebró y un fogonazo deslumbrador nos bautizó dejándonos
ciegos. La voz de la negra se elevó en un alarido de pavor animal. Luego,
silencio. Escuchamos el silencio no sé cuanto tiempo. Cuando abrimos los ojos el
cielo resplandecía con intensa luz sulfúrea. Antes de que pudiéramos
comprender nuestra situación el mugido sonó otra vez y nuestras
facultades quedaron separadas entre sí. Una beatitud primitiva, sin
sentido moral, nos invadió por un momento. Entonces sentimos la ruptura
de la cuerda que atravesaba el planeta. Y paralizados de terror oímos
ascender la ola cósmica como la carrera desesperada de una infinita
manada de piedras. Las puertas de los extremos
se abrieron violentamente. Entró una ráfaga helada. Las maderas volvieron a
cerrarse con un estampido simultáneo. Fuimos lanzados dentro del vagón y
cada cual cayó sin rumor en su propia miseria como en un hueco. Yo me
encontré sentado en un ángulo y tuve la impresión —agudísima— de
que todo estaba concluido, muerto. Hubo una nueva contracción.
La masa pétrea sobre la que se hallaba el convoy se tambaleó hacia
adelante. Rodaron todos los carros y la locomotora, pero nuestro vagón,
pegado al talud como un ebrio, volvió a su sitio. La negra lanzó otro grito.
Estaba desesperada. A continuación, una paz descolorida y fría de seres
resucitados, nos envolvió a todos. Sentimos que estábamos
acabados. El leproso, que fue el
primero en levantarse, me señaló con gruñido a la monja. "Ummm".
La religiosa estaba tendida sobre el piso del vagón. Casi desnuda, con la
cabeza erizada de cabellos rubios y cortados como los de un niño, aparecía
singularmente infantil y obscena a la vez. Parecía haber enflaquecido
inverosímilmente. Los inmigrantes semejaban un nudo extraño y grotesco.
Su abrazo era tan fuerte, que debieron morir en una misma expiración. Los
cadáveres del conductor y del policía, se cruzaban a la puerta de la
letrina. Fui hacia el indio. Se encontraba acurrucado dentro del poncho.
Le toqué y sacó la cabeza. —¡La tierrita! —exclamó
como en sueños, y se dirigió a la ventanilla, medio tambaleando. La
negra se desperezaba en su asiento. —¡Dios mío, te picó la
culebra! —exclamó con su incurable pureza. Alzó las pestañas al cielo
y la luz fulguró en sus grandes ojos de obsidiana y coco.
Volví a mirar —incrédulo— al vagón salvado. Una
exaltación ajena a mí me embriagaba. Sentía urgencia de decir o hacer
algo, a cualquier precio.
—Te libraste de todo —le grité al leproso.
—No me llevaban por lo de la piel... —contestó
insolente.
En un relámpago le imaginé con nariz y se me apareció
el rostro del viejo forajido Castañeda que la Policía buscaba desde hacía
años por la selva.
—Claro —repuse—. Antes que nada eres Castañeda.
¡Servando Castañeda! —proclamé.
—¡Fui... el que dices! —contestó con firmeza.
—¡Sí, porque ahora no hay sangre para derramar! Sonrió en silencio, acariciándose con la mano espatulada la barbilla lampiña.
—Nadie puede empezar a repartir el mundo —sentenció
con malicia, como si hablara solo.
—Pero podemos empezar a decidir de nosotros.
—Ya no. Te equivocas. ¡Ahora sólo somos fantasmas. .
.! ¿No te das cuenta? ¡Sólo fantasmas...!
—Tú, fantasma: colócate en ese ángulo —le ordené
empuñando el fusil. Obedeció y fue a tumbarse allí, escupiendo despectivamente. La negra se inclinó hacia la religiosa y la cubrió con ternura no exenta de picardía. El espacio se aclaraba en lo alto. Por los bordes del desfiladero ascendían
nubes de vapores. El vagón había quedado en una especie de palco
natural, frente a la imprevisible escena terrestre. Al atardecer el aire exterior empezó a
cubrirse de manchas verdes que se obscurecieron súbitamente. Y llovió
copiosamente durante horas. Al cesar la lluvia, una inmensa luna de
piedra roída, blanca, apareció frente a las ventanillas. Resolví pasar
la noche en mi asiento con el fusil entre las manos. Pronto la respiración acompasada de la
negra, se dejó oír. Comprendía que el indio velaba, pero que no se
atrevía a hablar. Volvió a llover y el sueño me venció. Cuando desperté una tenue claridad se
repartía a ambos lados de los cristales. Los rincones permanecían aún
oscuros. Una lejana fosforescencia planeaba en el horizonte. El olor de la
muerte, dulzón y frío, flotaba ya en el ambiente encerrado. En cuanto la primera claridad del
amanecer me hizo reconocer la dura palidez de los vidrios, me aproximé al
indio. Asomó la cabeza por el hueco del poncho.
Le pedí ayuda y vino en silencio. Arrojamos los cadáveres sin ninguna
ceremonia. Los de los inmigrantes rodaron unidos en su fuerte abrazo. El leproso observaba, callado. Media hora
después se levantó con inexplicable urgencia, y resoplando algo pasó
por entre nosotros. Antes de llegar a la puerta, se inclinó solemnemente
y recogió un paraguas negro que había pertenecido a uno de los
inmigrantes. Se lo colgó por la empuñadura en el antebrazo; tosió con
intención y se dirigió orgullosamente al tumbado: "¡Me marcho
antes de que me despachen!" —exclamó. (Se veía claramente que
quería hacer teatro). Lanzó un portazo y desapareció rumbo a
lo inmenso. Sólo después de unos minutos comprendí
sus palabras y su carcajada insolente de hacía poco. Efectivamente éramos
fantasmas. ¡Fantasmas! No había nada qué matar ya en nosotros. Sabiendo que sólo el vacío me esperaba,
le pregunté al indio. —Y... tú, ¿qué piensas hacer? —Volver a la Tierra —me contestó imperturbable. La negra se despertó con el sol. Gorjeó
algo como un canario y se dirigió a la ventanilla. Sus largos dedos
oscuros se entrelazaron sobre una de sus rodillas, y sus ojos se sumieron
en la contemplación. De repente, saltó de su asiento y la vimos hurgar en el cesto que traía. Poco después vino con tres tajadas de sandía y nos las ofreció riendo con todo el cuerpo, como si nos entregara sus más bellos órganos. No supe qué hacer con aquel pedazo de frescura perteneciente a un mundo desaparecido. Los últimos vapores de la profundidad se
deshacían. En el fondo, hasta cerca de la cadena de volcanes, rebrillaba
el océano bruñido. Islas recién esmaltadas habían aparecido. Los
inmensos y feraces litorales que conocí, habían sido devorados. Allá,
en algún lugar, entre los escombros sumergidos, se encontraba quizá el
antiguo Estatuto Jurídico que habíamos respetado y obedecido. El indio se quitó el poncho y lo dobló
meticulosamente sobre el asiento. Sacó de una alforja de hilo rojo una
cesta diminuta y la palpó con cuidado, en tanto que su contenido sonaba
misteriosamente. Nos aproximamos. Eran unas piedras raras.
Cuatro de ellas colocó en forma de cruz, orientándolas hacia los puntos
cardinales. Representaban una iguana, una vaca, un cóndor y un leopardo.
En el centro dispuso la quinta piedra, una plancha circular con la efigie
del sol. Sobre ésta, una aguja de acero con la punta hacia el norte. Y se arrodilló, sentándose sobre los
talones, con las manos pegadas a los muslos. Así, esperó un momento con
los ojos cerrados. Al cabo de unos instantes, la barrita de acero comenzó
a agitarse sola. Vibró hacia la izquierda y hacia la derecha, y por fin
se inmovilizó. Apuntaba hacia el cóndor. El indio se volvió. Sonreía tímidamente. —Iremos por allá —exclamó, dirigiéndose
a la negra y le cogió una mano con naturalidad. Por primera vez, la negra
se mostró preocupada. Pero él, sin mirarla, empezó a guardar sus
piedras en la bolsita roja. —¿Cuándo se van? —pregunté. —Mañana, con el sol —contestó el
indio. La negra sonrió en silencio y se mordió
la punta de la lengua. —¿Y... vos, amo? —me preguntó el
indio, con el rostro imperturbable. —Permaneceré aquí —dije,
aparentando naturalidad. Y sin saber lo que hacía le indiqué el fusil
colgado de la anilla sobre mi asiento. No sé qué pensaría pero sonrió
de un modo raro. Comprendí que para él, yo era un desahuciado. Y callé. El, por su parte, durante todo el día se
preocupó de atisbar el horizonte. Buscaba y elegía. Por la tarde, dormí pesadamente en el extraño ambiente del vagón. Me despertó el frío de la luna ya alta sobre el océano. La extensión temblaba y se conmovía en un vaivén inabarcable de cordajes fosforescentes. Reverberaban sus abanicos de oro líquido y sus colas burbujeantes se escurrían por entre las nuevas islas. Con la claridad de la aurora me desperté. El indio y la negra, sentados ya,
esperaban, mirando de rato en rato la tierra que recibirían, con la
llegada del sol. Me incorporé con decisión, esforzándome
en aparecer inalterable. El indio se puso de pie y la negra le
imitó. Luego se dirigieron a la puerta, andando despacito, un poco
tristes. —Adiós, amo. ¡Era de ser! Yo bajé los ojos. Oí cómo abrían la puerta y cómo la
volvían a cerrar, delicadamente. En seguida, les miré descender. Ella, detrás, volvía la cabeza de tanto
en tanto. El, escrupuloso, cabizbajo, tacteaba el terreno con las puntas
de los pies. Desaparecieron como dos pequeñas olas de
polvo. Me tumbé en el asiento y encendí el último
cigarrillo. Todo lo que me había nutrido era pasto
del abismo. No existía ya ni siquiera la posibilidad de los antiguos
vicios. La virginidad del nuevo mundo aterraba mi sangre debilitada por
los excesos del mundo desaparecido. ¿Qué sentimiento, sino el de la más
profunda humildad podía ofrecer ante esa inmensa llamarada? Tomé el fusil. Me eché la correa por
sobre los hombros y empecé a pasearme de un extremo a otro del vagón.
Quería soñar como antes, cuando las caminatas estimulaban mi imaginación.
Pero se sueña, sólo cuando se puede mentir todavía de algún modo. Colgué el arma y volví a sentarme. Una nube baja y cargada pasaba de norte a
sur. En el momento en que me disponía a contemplarla, una esquirla de
hielo se estrelló contra el cristal. La seguí con los ojos. Un rayo de sol —filtrándose—, iluminó
la esquirla y empezó a licuarla. Adoptó una forma ovalada y adquirió
una consistencia gelatinosa de tono lácteo, con gránulos turbios que
absorbían vorazmente la luz y se agrupaban en una forma alargada. Poco
después en su centro cuajó una fibrilla de sustancia nerviosa que se
ramificó rápidamente, entrelazándose con unos canalillos sanguíneos
que salían de un centro palpitante parecido a un corazón. Al mismo
tiempo, en la parte superior se configuraba una pequeña masa semejante a
un cerebro. En seguida, carne y esqueleto se fueron precisando y se
oscurecieron. La parte abdominal pegada al vidrio adquirió un color gris
verdoso, en tanto que el lomo y las extremidades se cubrían de una cutícula
brillante y arrugada. La papada empezó a latir ensanchándose hacia los
lados. Por fin, la pequeña bestezuela irguió la cabeza hacia el mundo
con el primer asombro de la luz. Vi sus ojillos: eran dos glóbulos de
cieno, con una chispa de luz en cada uno. Me miró y la piel se le erizó
repentinamente. Las extremidades se contrajeron impulsando el cuerpo hacía adelante. Movió la cola, sobrepasó el marco de la ventanilla y se descolgó por el flanco del vagón. Casi en seguida, le vi reaparecer sobre el terraplén y ganar la rampa de roca en busca del país que el sol había establecido dentro de la pequeña profundidad de su cerebro, al crearle los ojos... Ahora, yo quedaba allí, con el recuerdo
de un viejo cromo en la memoria. Y con un fusil abolido. Porque los centinelas solitarios, cuando
están destacados en sus inaccesibles y remotas garitas envueltas en la
irreal desolación del amanecer, y les atormenta la visión de sus vidas
despedazadas, aterran el arma irrevocable, toman entre los dientes la boca
del cañón, asientan la culata en el pavimento, y se disparan con el pie
derecho. Pero, yo... En mi estupor miré hacia abajo. No había
rastro del indio ni de su compañera. Sin determinación precisa abrí la
puerta y me encontré de súbito con la inmensidad en escombros. Los muñones
de los rieles retorcidos como sarmientos se recortaban contra el cielo límpido. Empecé a descender. Escuché, entonces, en el más profundo silencio interior una voz que me decía: "Tus guías desaparecieron. ¡Centinela, elige tú solo!" Ahora, yo quedaba allí, con el recuerdo
de un viejo cromo en la memoria. Y con un fusil abolido. Porque los centinelas solitarios, cuando
están destacados en sus inaccesibles y remotas garitas envueltas en la
irreal desolación del amanecer, y les atormenta la visión de sus vidas
despedazadas, aterran el arma irrevocable, toman entre los dientes la boca
del cañón, asientan la culata en el pavimento, y se disparan con el pie
derecho. Pero, yo... En mi estupor miré hacia abajo. No había
rastro del indio ni de su compañera. Sin determinación precisa abrí la
puerta y me encontré de súbito con la inmensidad en escombros. Los muñones
de los rieles retorcidos como sarmientos se recortaban contra el cielo límpido. Empecé a descender. Escuché, entonces, en el más profundo silencio interior una voz que me decía: "Tus guías desaparecieron. ¡Centinela, elige tú solo!" |
cuento de César Dávila Andrade
Panorama del cuento ecuatoriano" - II
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983
Ver, además:
César Dávila Andrade en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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