Cabeza de gallo
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Sobre la colina cerníase una diabólica
tormenta de vitalidad. Entre las parvas de bagazo rojizo y los galpones
embanderados, entre el olor de la tierra recalentada y las emanaciones de
los toneles, la plaza ardía como un horno encendido la víspera. Oíanse
disparos de pólvora vana. Grandes globos de colores cabeceaban en el
aire; a veces, una racha de viento les hundía los flancos y derivaban
peligrosamente como criaturas golpeadas en el abdomen. Ignoraba a dónde iba y con quiénes estaba.
Todos constituíamos una gran familia enajenada, rodeada de vapores y
espejismos. Las vociferaciones, los cánticos, y el estrépito metálico
de las bandas de música, nos volcaban en el centro de una barahúnda boba,
surcada por sacudidas de mecánica cordialidad. El aire resonaba y refulgía
en torno a nosotros y alguien daba disparatadas vueltas al manubrio de
esta máquina de sonidos y visiones. De un momento a otro, íbamos a ser
paridos estruendosamente sobre un mundo encendido por los cuatro costados.
La atmósfera como una matriz gigantesca empezaba a contraerse y sus
musculosas paredes exprimían nuestros cuerpos hasta convertirlos en guiñapos.
Era aterradoramente bello ser batido y molido con los dioses y las nubes,
los caballos, las mulas y las cañas y los toneles y las tiendas de
colores que crujían, y olvidar todos los limites dentro de aquel
fluctuante cataclismo, mar de formas y percepciones. A ratos llegábamos
al infinito y volvíamos repelidos por las cascadas del océano universal,
tan parecido a un baño de cieno caliente. Los jinetes, ya borrachos,
atravesaban la plaza con sus caballos encintados, y nos golpeaban sin
causarnos daño. Todos los peligros se tornaban curiosamente blandos
dentro de la holgada y calurosa cavidad de la fiesta: una entrañable
demencia les quitaba el poder de herir. En cierto momento apreté los
dientes para no ahogarme y logré recordar que me hallaba en medio del carnaval de la colina de
Barriovientos. Experimenté entonces una punzante extrañeza a causa de mi
propia reflexión, pues allí sólo había sitio para esa cosa inaudita
que es la vida recalentándose dentro de la gran vasija del aturdimiento. Y no sé cómo me vi en una de
las esquinas de la plaza, junto al hombre encargado de elevar los globos.
En ese instante hinchaba con humo de chamizas un gran globo elíptico
sobre el que estaba pintada una custodia con sus rayos de oro. En el
centro de la base, a dos palmos del suelo, ardía una bola de estopa que
mandaba el aire caliente al interior del globo. Las superficies vibraban y
crujían contra el viento. Cuando estuvo lleno y a punto lo levantó hasta
la altura de su rostro, le imprimió un movimiento circular, y el globo
partió cabeceando hacia la altura. En medio del resplandor de la mañana, las
llamas errantes se volvían invisibles, pero aunque sus lenguas eran
absorbidas por la luz del sol, no perdían su fuerza ascensional y las
huecas figuras se empequeñecían cada vez más y tomaban los rumbos más
caprichosos. Algunas, súbitamente desventradas por una espada de fuego,
se precipitaban como guiñapos lacios en la lejanía, en tanto que otras
eran arrastradas hacia los bosques o caían cerca de una casa perdida en
el campo, o terminaban de arder sobre un tejado ante el sobresalto de los
mayores y el asombro de los niños. Seguí el globo en que iba pintada la
custodia y llegué a una pequeña explanada en la que un grupo de personas
rodeaba a un campesino encorvado en la tarea de cavar un hoyo. A su lado,
una mujer sostenía un hermoso gallo de plumas aceradas, brillantes, y de
vistosa cresta. La embriaguez de las primeras horas se
evaporaba de mi cabeza y me dejaba en un estado de estupor que me obligaba
a contemplar todas las cosas como si ocurrieran en una atmósfera
imposible de compartir y al mismo tiempo, inevitablemente ligada a mi
conciencia. Con su mano en forma de cuchara, el
campesino acabó de extraer los últimos terrones del hoyo y pidió el
gallo a la mujer. El ave, con las alas plegadas, estaba envuelta en un
trapo de colores. Las patas amarillas salían por debajo del trapo, atadas
con una fibra de cabuya. El hombre lo tomó y le enterró dejándole fuera
únicamente la cabeza, en torno a la cual apelmazó la tierra golpeando
con el puño. Las risas y las exclamaciones ahogaban los
cloqueos del gallo, pero sus ojos, como dos gotas de cristal, miraban
enloquecidos a todas partes. El campesino limpió el cascajo sobrante de
los lados y contempló satisfecho su obra. A ras de tierra brotaba una
matita extrañamente insólita: un tallo erizado de plumas, una flor viva
que se desesperaba por arrancarse del suelo. Un muchacho gigantesco y flaco, de largos
brazos huesudos, empezó a golpear las manos por encima del grupo. El que
capitaneaba la diversión le vendó los ojos con un pañuelo, y otro le
proveyó de un palo nudoso, de unos dos metros de largo.
Le condujeron a cierta distancia del grupo y
le obligaron a dar varias vueltas sobre sí mismo, en tanto que recitaban
una absurda letanía lugareña. A continuación, le abandonaron todos a un
tiempo y se alejaron de puntillas, a fin de despistarle acerca del lugar
que escogían para contemplar el desarrollo de la acción. El muchacho vendado apoyó el palo a modo de
bastón, elevó la mano izquierda y recorrió con ella la atmósfera
varias veces, sobre su cabeza, esforzándose por orientarse hacia el lugar
en que brotaba del suelo la cabeza del gallo. De pronto, se volvió con viveza. Había oído una pequeña risa reprimida y
ese detalle le dirigió. A continuación, rieron todos los del grupo
y le alentaron con palabras a seguir el camino que había tomado. Empezó a avanzar tanteando el suelo con el
palo, que ahora aferraba con ambas manos. Un muchacho, desprendiéndose del grupo, se
adelantó con gran sigilo y colocó un pedazo de mazorca de maíz en el
trayecto del vendado. Este, descubrió la mazorca con la punta del palo, y
creyendo que había alcanzado la cabeza del gallo, elevó derechamente el
garrote. Cuando lo tuvo vertical sobre sí mismo, tomó una larga aspiración,
la retuvo y en seguida descargó un golpe tan feroz que hizo pedazos la
mazorca y aventó los granos en todas direcciones. Todos estallaron en horribles carcajadas. El
garrote volvió a elevarse buscando direcciones en el aire. Se orientaba
como una aguja. Un cloqueo furtivo semejante a una burbuja que se rompe,
le dio el indicio decisivo. Ahora avanzaba derecho. Cuando la cabecita coronada de crestas rojas
estuvo al alcance del garrote, una mujer lanzó un chillido nervioso. El
vendado bajó el palo y empezó a rastrear el suelo con el extremo,
sensible como un dedo. De pronto, el gallo se sintió tocado y emitió un
quejido de sorpresa. En el pico entreabierto la lengua le palpitaba con
afilado vaivén. Ahora sí, el palo se elevaba contra el
cielo, absorbiendo toda la energía y la maña de los brazos del vendado.
De repente, descendió relampagueante. El grito de los espectadores reventó con
violencia y terminó en un murmullo de mal humor. El vendado había errado
el golpe. En este instante por detrás de un corte del
terreno, apareció un muchacho con los ojos desorbitados, y gritó: —¡Favor! ¡Se quema la iglesia! Hubo un segundo de parálisis. El silencio
dio una vuelta completa alrededor de sí mismo. En seguida, un grito único
se arrancó de las lenguas y todos corrieron hacia la plaza. El pañuelo que había servido de venda, todavía anudado, cayó cerca de la cabeza del gallo. Yo fui acercándome a él. Ambos estábamos
alegres de que todos se hubieran marchado y de que ardiera la iglesia. Movió la cabecita de derecha a izquierda y
con una atención conmovedora, sus ojos de rubí reunieron la inmensidad. ¡Sentirse sepultado vivo y no poder aletear
ya nunca ni estirar la pata con el espolón bajo la ala desplegada! Lanzó un cloqueo de asombro y sacudió la
cabecita. Miré hacia donde él miraba y vi a la gallina Claralegor salir
de entre la alfalfa. Venía preocupadísima. Llegó junto al enterrado,
pero no pudo decirle nada en el primer momento. Un cloqueo oscuro le hirvió
en el buche y la garganta sin acertar a salir. Era angustia con olor a maíz
tibio y a gorgojos. Claralegor ladeó la cabeza como cuando
empollaba acostada en el nido, y con delicada atención escuchó el
bullidor espacio en el que se forman los puntos que pugnan por convertirse
en pollos. Picoteó el suelo en torno al cuello del enterrado, y sus patas
escamosas, no muy aseadas, empezaron a escarbar nerviosamente. Esa fue la señal. Comprendiendo que los jugadores podían
volver, me apresuré a libertar al ave. A poca distancia vi la barreta del
campesino y removí con ella la tierra apelmazada en torno al enterrado.
En pocos minutos éste estuvo fuera. Le libré de la mortaja y le desaté
las patas amarillas. En el primer momento, amortiguado el cuerpo por el entierro, cayó sobre el flanco izquierdo y quedó así, latiendo y acezando unos segundos. Por fin se incorporó y se sacudió aparatosamente haciendo rebullir varias veces todas las plumas. Cuando las aves se
alejaron, una gran pluma de fuego ascendió a través de los árboles. Bajé. La fiesta se había
inmovilizado. De todas partes acudían hacia la iglesia nuevos curiosos,
pero ahora sus rostros tenían un vago aspecto de espanto. El aire de
jolgorio se había cambiado en malestar. Se desparramaba un humo ancho y
negro con olor a cera de altar y a trapo viejo. A causa del sol no se veían
las llamas, pero el calor que se difundía era un indicio de la gravedad.
Todas las puertas de la iglesia estaban abiertas y temblaban y la gente
apiñada en torno dejaba arder el interior sin poder intervenir en nada.
Nadie tenía una gota de agua por esos contornos, y sólo un río
angurriento, sin sonido, era visto abajo, serpeando despacito por el fondo
de una gran quebrada. Cuando el incendio empezó
a morder el altar compuesto en lo alto con la imagen crucificada del Patrón
de la Fiesta, la gente cayó de rodillas murmurando y clamando un milagro.
Pero no ocurrió nada. En poco tiempo las llamas
devoraron todo lo que encontraban, con furia ruidosa y desmelenada. Y sólo
quedaron algunos escombros ralos, que al poco rato, caían como tizones
negros. Yo fui de los primeros en entrar en el recinto humeante de la iglesia. Todo era ceniza y mamarrachos carbonizados. Pero cuando llegamos al lugar en que había caído el altar del Patrón de la Fiesta, entre los escombros renegridos y los adornos quemados, vimos el cuerpo del crucificado, que sin brazos ni piernas, apenas había sido tocado por el fuego. Su rostro, manchado de ceniza y envuelto a medias en un jirón de cortinaje púrpura que no había llegado a consumirse, adquiría un punzante aspecto de gallo de riña maltratado y sangrante sobre el suelo sucio y descompuesto del combate. Y de pronto, sus ojos de vidrio inertes y anhelantes, me recordaron vagamente los ojos diminutos y vidriosos de alguien a quien aquella misma tarde, había visto mirarme desesperadamente. |
cuento de César Dávila Andrade
Panorama del cuento ecuatoriano" - II
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983
Ver, además:
César Dávila Andrade en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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